24

El funeral se celebró en el salón de actos de Covenant House.

Cuadrados y Wanda estaban sentados a mi derecha y mi padre, a mi izquierda, con el brazo encima de mis hombros, acariciándome a veces la espalda. Me sentía a gusto. El salón estaba lleno, en su mayor parte de jóvenes que acudían al centro. Me abrazaron entre lágrimas manifestándome cuánto echaban de menos a Sheila. El acto duró casi dos horas. Terrell, un chico de catorce años que se prostituía por diez dólares el servicio, tocó con la trompeta una composición suya dedicada a Sheila. Era la melodía más triste y dulce que había oído nunca. Lisa, de diecisiete años y maníaco-depresiva, expuso cómo Sheila había sido la única persona con quien fue capaz de hablar cuando confesó que estaba embarazada. Sammy contó una graciosa historia de cómo Sheila le había enseñado a bailar esa «música chunga de las blancas», y Jim, de dieciséis años, un ser desesperado y al borde del suicidio, dijo que aquella sonrisa de Sheila le había valido para comprender que aún quedaba bondad en el mundo, y que fue ella quien lo convenció para que se quedara un día más y otro después.

Me inhibí del dolor para escuchar atentamente, porque aquellos jóvenes realmente se lo merecían. El centro representaba mucho para mí y para todos nosotros; siempre que teníamos dudas sobre nuestra labor, sobre nuestra capacidad de ayuda, nos repetíamos que los jóvenes estaban antes que nada, que no eran seres de peluche. La mayoría no tenía ningún atractivo y eran difíciles de querer, habían tenido una vida horrible que los había llevado a la cárcel, a la calle y a algunos, a la muerte, pero no por eso había que abandonar. Todo lo contrario: precisamente por eso había que quererlos más, de un modo incondicional y sin reservas. Sheila lo sabía y lo había tenido muy presente.

La madre de Sheila —yo al menos pensé que se trataba de la señora Rogers— llegó a los veinte minutos de que hubiera comenzado el acto. Era una mujer alta; su rostro tenía el aspecto seco y frágil de un objeto que ha estado mucho tiempo al sol; nuestras miradas se cruzaron, ella me escrutó inquisitiva y yo asentí con la cabeza. Durante el acto volví la vista hacia ella varias veces y vi que permanecía sentada muy atenta escuchando lo que decían de su hija casi con gesto de admiración.

En un momento dado en que nos pusimos todos en pie vi algo que me sorprendió pues, como había estado al tanto de si descubría algún rostro conocido, en aquel instante percibí una cara que me resultaba familiar casi oculta por un pañuelo.

Tanya.

La mujer desfigurada que «cuidaba» del repugnante Castman. Supuse que era ella casi con toda seguridad porque coincidían el pelo, la altura y la contextura física y, a pesar de no poder ver bien su rostro, los ojos no me eran desconocidos. No se me había ocurrido pensar que era posible que ella hubiera conocido a Sheila en sus tiempos de prostituta.

Volvimos a sentarnos.

El último en hablar fue Cuadrados. Estuvo locuaz y gracioso, hizo una rememoración de Sheila como yo no habría sido capaz de hacer. Dijo a los jóvenes que Sheila había sido «como ellos», una chica que se había escapado de casa, luchadora infatigable contra sus propios demonios, y recordó cómo desde el día de su llegada él vio cómo se recuperaba; luego hizo hincapié en que había sido testigo de cómo se enamoraba de mí.

Me sentía vacío. Me habían arrancado las entrañas y volví a ver claramente que mi dolor no tenía paliativos, que, aunque lo rehuyese o anduviera de un lado a otro investigando hasta averiguar una verdad esencial, no iba a servirme de nada porque era un dolor para siempre, un dolor que sería mi fiel compañero en sustitución de Sheila.

Al finalizar el acto, nadie sabía qué hacer en concreto. Permanecimos todos sentados extrañamente un instante sin movernos, hasta que Terrell hizo sonar de nuevo la trompeta y luego la gente se fue levantando para acercarse llorosa a abrazarme: no sé cuánto tiempo estuve recibiendo afecto. Agradecía aquellas manifestaciones pero, por otro lado, su efecto era que echase en falta a Sheila todavía más. El entumecimiento volvió a apoderarse de mí; sin él sería incapaz de soportar su pérdida.

Busqué a Tanya con la mirada pero ya no estaba.

Anunciaron que había algo para comer en la cantina y fuimos despacio hacia allí. Vi a la madre de Sheila en un rincón, aferrando entre sus manos un bolsito; parecía agotada, como si la vitalidad se le hubiera escapado por una herida abierta. Me acerqué a ella.

—¿Usted es Will? —preguntó.

—Sí.

—Yo soy Edna Rogers.

No nos abrazamos, ni nos dimos un beso en las mejillas ni nos estrechamos la mano.

—¿Dónde podemos hablar? —añadió.

La conduje pasillo adelante hacia la escalera. Cuadrados comprendió que queríamos estar solos y se plantó allí para que nadie nos siguiera. Cruzamos por delante del nuevo servicio médico, las consultas de psiquiatría y los cuartos de tratamiento para drogadictos. Muchas de las jóvenes que se han escapado de casa y llegan al centro de acogida acaban de dar a luz o están embarazadas, y allí procuramos darles tratamiento. Entre los jóvenes que acogemos, muchos tienen problemas mentales graves, a quienes procuramos ayudar, y no son menos, desde luego, los que sufren incontables problemas a causa de las drogas y tampoco regateamos esfuerzos.

Encontramos un cuarto libre y entramos. Cerré la puerta.

—Ha sido un acto precioso —dijo la señora Rogers vuelta de espaldas.

Asentí con la cabeza.

—No tenía ni idea —dijo meneando la cabeza— de que Sheila hubiese superado así su pasado. Me hubiera gustado verlo. Ojalá me hubiese llamado para decírmelo.

Yo no sabía qué decir.

—Sheila nunca me hizo sentirme orgullosa de ella mientras estuvo viva —añadió Edna Rogers hurgando en el bolso casi con furia y sacando un pañuelo con el que se sonó con fuerza. Luego volvió a guardarlo—. Sé que le parecerá cruel. Era una niña preciosa y ejemplar en la escuela elemental, pero luego —desvió la mirada y se encogió de hombros— cambió. Se volvió hosca, se quejaba de todo y siempre estaba de mal humor; me robaba dinero del bolso y se escapaba constantemente de casa. No tenía amigas, los chicos la aburrían y no quería estudiar, odiaba tener que vivir en Masón. Luego, un buen día dejó la escuela y se fue de casa para no volver.

Me miró como si esperase una respuesta por mi parte.

—¿Nunca más la vio? —pregunté.

—Nunca.

—No lo entiendo —dije—. ¿Qué sucedió?

—¿Quiere decir qué es lo que la hizo marcharse definitivamente?

—Sí.

—Piensa que hubo un acontecimiento concreto determinante, ¿verdad? —En ese momento alzó la voz en tono desafiante—. Que su padre abusó de ella o que yo le pegaba, algo que lo explique por qué es lo que suele suceder: simple y claro, causa y efecto. Pues no hubo nada de eso. Nosotros, como padres, no éramos perfectos, ni mucho menos, pero no fue culpa nuestra.

—No pretendía insinuar…

—No me diga qué pretendía insinuar.

Echaba fuego por los ojos y frunció los labios mirándome con insolencia. Opté por cambiar de tema.

—¿Sheila no la llamaba nunca? —pregunté.

—Sí.

—¿A menudo?

—La última vez fue hace tres años.

Calló aguardando a que yo volviera a preguntar.

—¿Desde dónde la llamó?

—No me lo dijo.

—¿Qué es lo que contó?

Esta vez, Edna Rogers tardó un buen rato en contestar. Comenzó a dar vueltas por el cuarto mirando las camas y las cómodas; mulló una almohada y la colocó debidamente sobre la sábana.

—Sheila me llamaba cada seis meses aproximadamente; solía estar colocada o borracha o puesta, como se diga. Se ponía sentimental y las dos llorábamos, y me decía cosas terribles.

—¿Como qué?

Meneó la cabeza.

—Eso que dijo antes abajo ese hombre del tatuaje en la frente, de que os habíais enamorado, ¿es cierto?

—Sí.

Se irguió y me miró con los labios insinuando tal vez una sonrisa.

—Así que Sheila se acostaba con su jefe —comentó en un tonillo siniestro.

Edna Rogers frunció algo más aquella extraña sonrisa y fue como si se convirtiese en otra persona.

—Ella trabajaba como voluntaria —repliqué.

—Claro, ¿y qué es exactamente lo que hacía voluntariamente por ti, Will?

Sentí un escalofrío en la espalda.

—¿Aún quiere seguir juzgándome? —añadió.

—Creo que es mejor que se vaya.

—No puede aceptar la verdad, ¿no es así? Cree que yo soy una especie de monstruo que dejé a mi hija abandonada sin motivo.

—A mí no me corresponde decirlo.

—Sheila era mala. Mentía, robaba…

—Creo que ahora empiezo a entenderlo —dije.

—Entender, ¿qué?

—Por qué se fue.

Parpadeó y volvió a mirarme furiosa.

—Usted no la conocía y sigue sin conocerla.

—¿Acaso no ha oído usted nada de lo que han dicho de ella en el acto?

—Lo he oído —replicó Edna Rogers en tono más conciliador—. Pero yo esa Sheila no la he conocido, nunca se mostró así conmigo. La Sheila que yo conocía…

—Con el debido respeto, no estoy de ánimo para escuchar cómo sigue hablando mal de ella.

Edna Rogers se detuvo. Cerró los ojos y fue a sentarse en el borde de una cama, y en el cuarto reinó un silencio absoluto.

—No he venido a eso —dijo.

—¿A qué, entonces?

—En primer lugar, quería oír algo agradable.

—Lo ha oído —repliqué.

—Sí, en efecto —añadió asintiendo con la cabeza.

—¿Qué otra cosa quiere?

Edna Rogers se puso en pie y se acercó a mí; contuve el impulso de apartarme cuando me miró a los ojos.

—He venido a por Carly.

Aguardé pero, al ver que no añadía nada más, dije:

—Mencionó usted ese nombre cuando hablamos por teléfono.

—Sí.

—No conocía a ninguna Carly y sigo sin conocerla.

Esgrimió de nuevo aquella sonrisa aviesa y cruel.

—Will, ¿no me estará usted mintiendo?

Me estremecí.

—No.

—¿No le mencionó nunca Sheila el nombre de Carly?

—No.

—¿Está seguro?

—Sí. ¿Quién es?

—Carly es la hija de Sheila.

Me quedé sin habla y Edna Rogers lo advirtió complacida.

—Su encantadora voluntaria nunca le dijo que tenía una hija, ¿eh?

No contesté.

—Carly tiene doce años y, desde luego, ignoro quién es el padre. Y no creo que Sheila lo supiera tampoco.

—No lo entiendo —dije.

Ella sacó una foto del bolso y me la tendió. Era una instantánea de las que toman en los hospitales a los recién nacidos: un bebé envuelto en una manta con los ojos cerrados. Le di la vuelta y vi escrito a mano «Carly» y la fecha de nacimiento.

La cabeza me daba vueltas.

—La última vez que me llamó Sheila fue cuando Carly cumplió nueve años —dijo— y hablé con ella; quiero decir con la niña.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé —contestó Edna Rogers—. Por eso he venido, Will. Quiero encontrar a mi nieta.