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Las Vegas

Morty Meyer puso boca arriba sus dos dieces haciendo una señal a la mujer que repartía para que le diera otras dos cartas. La primera fue un nueve y la segunda, un as: diecinueve en la primera mano y veintiuna en la segunda. Blackjack.

Tenía una buena racha. Había ganado ocho manos seguidas y en doce de las trece últimas había acumulado once mil dólares. Estaba en vena. El cosquilleo del subidón de los ganadores le recorría brazos y piernas; era una delicia, algo incomparable. Morty había llegado a la conclusión de que el juego era cosa de suerte, la tentación suprema. La persigues y te rehúye, te rechaza y te hace desgraciado, pero de pronto, cuando eres tú quien decide prescindir de ella, te sonríe, te acaricia melosa y entonces uno se siente en la gloria.

La banca volvió a dar cartas y hubo otro ganador; la que daba, un ama de casa de pelo demasiado teñido de color heno, recogió las cartas y le acercó las fichas. Morty seguía en racha. Sí, a pesar de lo que difundían aquellos cretinos de Jugadores Anónimos, en los casinos se podía ganar. Alguien tenía que ganar, ¿no? El azar cuenta, por Dios bendito, no va a ganar siempre la casa. Qué demonios, a los dados se puede incluso jugar con la casa. Claro que sí: hay gente que gana y se va con dinero a casa. Tiene que ser así; por lógica. Decir que nadie gana formaba parte de esa increíble paparruchada de Jugadores Anónimos que resta toda credibilidad a la organización, porque si empiezan por decir mentiras, ¿cómo puedes creer que vaya a ayudarte?

Morty jugaba en Las Vegas. La auténtica Las Vegas; no la de los circuitos de striptease para turistas vestidos de ante de imitación y con mocasines que lanzaban silbidos y gritos de admiración o euforia; nada de falsa Estatua de la Libertad ni torre Eiffel o Cirque du Soleil, montañas rusas, cine en tres dimensiones, disfraces de gladiadores, fuentes de surtidores cambiantes, falsos volcanes ni salones de juegos para niños. Aquel era el centro neurálgico. El lugar en el que hombres desdentados alrededor de una mesa, sin sacudirse el polvo de un viaje en camioneta, perdían su escasa paga. Allí no se veían más que jugadores con ojos de cansancio, agotados, de caras arrugadas, arrasadas por el trabajo al sol. Un hombre acudía allí, después de trabajar como un esclavo en un trabajo que detestaba, porque no quería volver a casa, a su remolque o lo que fuese, un hogar con televisor estropeado, niños llorando y una mujer abandonada que antaño le metía mano en la parte de atrás del coche y que ahora lo miraba con palpable repugnancia. Acudían allí con el anhelo más parecido a la esperanza de que eran capaces, el tenue convencimiento de que estaban a una jugada de cambiar de vida. Pero la esperanza nunca dura. Morty ni siquiera sabía si existía. Todos los jugadores saben en lo más profundo de su ser que no existe esperanza y que esta siempre es huidiza, que están condenados para siempre al desengaño, a deambular sin remisión por delante de los escaparates pegando la nariz al cristal.

La mesa cambió de repartidor y Morty se arrellanó en la silla; miró sus ganancias y sintió que reverdecía el viejo recuerdo: echaba de menos a Leah. Aún había días en que al despertarse en la cama se volvía hacia ella y, cuando eso sucedía, la pena lo consumía y era incapaz de levantarse. Miró a los hombres sucios de las mesas. Cuando era más joven los habría considerado perdedores; pero tenían una excusa para estar allí. Habían nacido con la P de perdedores pegada al culo. Los padres de Morty, emigrantes de una Sh Telt de Polonia, hicieron grandes sacrificios por él; entraron clandestinamente en el país para huir de la miseria, pusieron el océano por medio de todo cuanto conocían y lucharon a brazo partido para que su hijo tuviera una vida mejor; trabajaron sin descanso, de un modo agotador hasta la muerte, aguantando apenas para ver a su Morty licenciarse en Medicina, satisfechos de que sus esfuerzos no hubieran sido en vano, de que el destino de la familia cambiara de rumbo para mejor y para siempre. Murieron en paz.

A Morty le sirvieron un seis descubierto y un siete tapado. Pidió carta y le dieron un diez. Nada. Perdió también la mano siguiente. Maldita sea. Necesitaba aquel dinero porque Locani, un clásico corredor de apuestas rompe piernas, reclamaba su deuda. Morty, perdedor de perdedores, había logrado una prórroga a cambio de una información y le había soplado lo del hombre enmascarado y la mujer herida. Al principio, a Locani no pareció interesarle, pero la noticia se difundió y al final alguien pidió más detalles.

Morty lo contó casi todo.

Se calló lo del pasajero del asiento de atrás, nunca lo contaría. No tenía ni idea de qué asunto era aquel, pero había cosas que ni él haría.

Por muy bajo que hubiera caído, Morty no contaría aquello.

Le dieron dos ases y Morty los jugó descubiertos. A su lado se sentó un hombre. Más que verlo, lo sintió; lo sintió en sus viejos huesos como si se tratase de un cambio de tiempo. No volvió la cabeza, por irracional que parezca, por miedo a mirarlo.

El repartidor dio las dos cartas. Un rey y una jota. Morty tenía dos blackjacks.

—Déjalo ahora que estás a tiempo, Morty —susurró el hombre inclinándose hacia él.

Morty se volvió despacio y vio que era un individuo de ojos de color gris claro, de piel, más que blanca, translúcida, como si se le transparentasen las venas. El hombre le sonrió.

—Tal vez te ha llegado el momento de cambiar las fichas —añadió en otro susurro de plata.

Morty contuvo un estremecimiento.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Tenemos que hablar —respondió el desconocido.

—¿De qué?

—De cierta paciente que atendiste hace poco en tu acreditada clínica.

Morty tragó saliva. ¿Por qué habría dicho nada a Locani? Habría debido negociar con cualquier otra cosa.

—Ya dije todo lo que sabía.

—¿De verdad, Morty? —replicó el hombre pálido ladeando la cabeza.

—Sí.

Los ojos claros se clavaron en él con dureza. Ninguno de los dos habló. Morty notó que se ruborizaba y quiso enderezar la espalda, pero sintió que aquella mirada lo acobardaba.

—No creo que sea cierto, Morty. Creo que te guardas algo.

Morty no contestó.

—¿Quién más había en el coche aquella noche?

Morty miró sus fichas conteniendo un estremecimiento.

—No sé de qué me habla.

—Había alguien más, ¿verdad, Morty?

—Oiga, ¿quiere dejarme en paz? ¿No ve que tengo una buena racha?

El Espectro se levantó de la silla y meneó la cabeza.

—No, Morty —dijo tocándole suavemente en el brazo—, yo diría que tu suerte está a punto de cambiar a peor.