21

La resistencia a aceptar la verdad es sorprendente.

Aunque sentía una agobiante contracción de estómago, aunque tuviera un núcleo de hielo interno cuyo frío me helaba desde el interior, aunque las lágrimas pugnaban por brotar, logré distanciarme. Asentí con la cabeza y me concentré en los detalles que Pistillo me facilitó. La habían encontrado tirada en la cuneta de una carretera de Nebraska; la habían asesinado «de un modo muy brutal», según sus propias palabras; no llevaba encima ningún documento de identificación, pero se habían comprobado sus huellas dactilares y habían hecho venir a sus padres en avión desde Idaho para identificar oficialmente el cadáver. Asentí de nuevo en silencio.

No me senté ni lloré. Me quedé totalmente inmóvil. Dentro de mí sentía que algo adquiría consistencia y crecía presionándome el tórax e impidiéndome respirar. Sus palabras resonaban muy lejanas, a través de un filtro o debajo del agua, y me vino a la imaginación una escena concreta: Sheila leyendo en el sofá sentada sobre las piernas con las mangas del jersey dadas de sí. Vi claramente su rostro, cómo movía el dedo para pasar página, cómo entornaba los ojos al leer ciertos párrafos, cómo levantaba la vista y sonreía al darse cuenta de que yo la miraba.

Sheila estaba muerta.

Yo seguía con ella en el apartamento, aferrándome a algo irreal, tratando de retener algo inexistente. Las palabras de Pistillo me sacaron de mi ensoñación.

—Tendría que haber colaborado con nosotros, Will.

—¿Cómo? —repliqué como quien despierta.

—Si nos hubiera dicho la verdad, tal vez habríamos podido salvarla.

Lo único que recuerdo a continuación es que estaba en la furgoneta.

Cuadrados alternaba los puñetazos sobre el volante con juramentos de venganza. Nunca lo había visto tan fuera de sí. Mi reacción había sido totalmente opuesta, como si me hubieran dejado sin energía. Miré por la ventanilla. Seguía resistiéndome a admitir la realidad, pero comenzaba a notarla como un martillo que golpea las paredes, y pensé cuánto tiempo resistirían el ataque.

—Lo cogeremos —dijo Cuadrados.

De momento no le di importancia.

Aparcamos en doble fila delante de mi casa y él bajó de un salto.

—No hace falta que me acompañes —dije.

—Sí, voy a subir contigo. Quiero enseñarte una cosa —replicó.

Asentí aturdido.

Al entrar en el apartamento, Cuadrados sacó una pistola del bolsillo y miró en las habitaciones. No había nadie y me tendió el arma.

—Cierra con llave y, si vuelve ese mamón horrendo, le pegas un tiro.

—No necesito esto —dije.

—Le pegas un tiro —repitió.

Miré la pistola.

—¿Quieres que me quede aquí? —preguntó.

—Creo que prefiero estar solo.

—Bien, de acuerdo, pero si me necesitas llevo el móvil. Dos, cuatro, siete.

—Sí. Gracias.

Me dejó sin decir más y yo puse la pistola en la mesa, me levanté y recorrí el apartamento. Ya no quedaba nada de Sheila; hasta su olor se había desvanecido. El aire parecía más leve, menos sustancial. Pensé en cerrar puertas y ventanas, sellarlas e intentar conservar algo de ella.

Habían matado a la mujer que amaba.

¿Por segunda vez?

No. Cuando asesinaron a Julie no me había sentido así ni remotamente. Sí, seguía negándome a aceptar la realidad, pero desde lo más profundo de mi ser comenzaba a filtrarse algo por las grietas: nada volvería a ser igual. Estaba seguro. Y estaba seguro de que esta vez no lo superaría. Hay golpes de los que uno se recupera, como me sucedió con Ken y Julie, pero esto era distinto; esto era un bombardeo de sentimientos en el que el predominante era la desesperación.

No volvería a estar con Sheila: habían asesinado a la mujer que amaba.

Me concentré en la segunda parte: asesinada. Pensé en su pasado, en el infierno que había vivido, y recapacité en la forma tan valiente en la que había luchado y en cómo alguien —probablemente alguien de ese pasado— le había arrebatado todo a traición.

La indignación comenzó a abrirse paso dentro de mí.

Fui al escritorio, me senté y busqué en el fondo del último cajón: allí estaba el estuche de terciopelo; suspiré hondo y lo abrí.

El anillo tenía un brillante de 1,3 quilates, era de talla en escalera, de refracción G y grado de pureza VI y estaba engastado sobre una tira de platino sencilla con dos pequeñas baguettes rectangulares. Lo había comprado en una tienda del barrio de los diamantes en la Calle 47 dos semanas antes con intención de enseñárselo a mi madre antes de declararme a Sheila, pero mi madre empeoró y lo pospuse todo; en cualquier caso, me quedaba el consuelo de que ella sabía que había encontrado a una mujer y eso la hacía feliz. Lo guardaba esperando el momento oportuno, después de la muerte de mi madre, para dárselo a Sheila.

Sheila y yo nos amábamos y yo le habría propuesto el matrimonio de una forma algo así peculiar, casi original, y sus ojos se habrían llenado de lágrimas, y habría aceptado abrazándose a mi cuello y nos habríamos unido para compartir nuestras vidas. Habría sido estupendo.

Pero alguien lo había truncado.

Los muros de negación de la realidad comenzaron a resquebrajarse. El dolor me ahogaba y me impedía respirar; me derrumbé en un sillón y apreté las rodillas contra el pecho, balanceándome hacia delante y hacia atrás, llorando a lágrima viva.

No sé cuánto tiempo duraron mis sollozos, pero al cabo de un rato hice un esfuerzo y dejé de llorar. Fue en ese momento cuando decidí combatir el dolor. El dolor paraliza pero la cólera no, y era cólera lo que comenzaba a crecer en mí pugnando por estallar.

Y me dejé llevar.