—¿Qué le ha pasado en la nariz? —preguntó Pistillo.
Estábamos otra vez en su despacho. Cuadrados se había quedado en la antesala. Yo me senté en el sillón frente a la mesa de Pistillo y en esa ocasión advertí que el suyo estaba más alto que el mío, seguramente para conseguir un efecto intimidatorio. Claudia Fisher, la agente que había ido a Covenant House, estaba detrás de mí con los brazos cruzados.
—El otro era más fuerte —contesté.
—¿Se ha peleado?
—Me caí —dije.
Pistillo no se lo creyó pero no hizo comentarios. Puso las manos sobre el escritorio.
—Queremos que nos lo cuente otra vez —dijo.
—¿El qué?
—Cómo desapareció Sheila Rogers.
—¿La han encontrado?
—Tenga paciencia, por favor —replicó tosiendo en el hueco de la mano—. ¿A qué hora salió de su apartamento Sheila Rogers?
—¿Por qué?
—Señor Klein, haga el favor de ayudarnos.
—Creo que se marchó hacia las cinco de la mañana.
—¿Está seguro?
—Creo —repetí—. He dicho «creo».
—¿Por qué no está seguro?
—Estaba dormido. Me pareció oírla salir.
—¿A las cinco?
—Sí.
—¿Miró el reloj?
—¿Lo dice en serio? Yo qué sé.
—¿Cómo sabía, entonces, que eran las cinco?
—No sé, porque tengo un reloj interno. ¿Podemos pasar a otra cosa?
Asintió con la cabeza y se acomodó en el asiento.
—La señorita Rogers le dejó una nota, ¿correcto?
—Sí.
—¿Dónde dejó la nota?
—¿En qué sitio del apartamento, quiere decir?
—Sí.
—¿Qué puede importar?
—Por favor —replicó con su mejor sonrisa paternalista.
—En la encimera de la cocina —dije—. Una encimera de formica, por si le sirve de algo.
—¿Qué decía exactamente la nota?
—Eso es algo íntimo.
—Señor Klein…
Lancé un suspiro. No tenía por qué negarme.
—Decía que siempre me querría.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—¿Sólo que siempre lo querría?
—Sí.
—¿Conserva la nota?
—Sí.
—¿Puedo verla?
—¿Quiere decirme por qué estoy aquí?
Pistillo se reclinó en su sillón.
—Después de salir de casa de su padre, ¿fue con la señorita Rogers directamente a su apartamento?
—Pero ¿a qué viene esto? —repliqué sorprendido.
—Fueron al entierro de su madre, ¿correcto?
—Sí.
—Y luego usted y Sheila Rogers volvieron a su apartamento. Eso es lo que nos dijo, ¿no es así?
—Eso es lo que les dije.
—¿Y es la verdad?
—Sí.
—¿No se detuvieron por el camino?
—No.
—¿Tiene testigos?
—¿Testigos de que no nos detuvimos?
—De que volvieron al apartamento y estuvieron allí el resto del día.
—¿Por qué tendría que haber testigos de eso?
—Por favor, señor Klein.
—No sé si alguien podrá atestiguarlo o no.
—¿Hablaron con alguien?
—No.
—¿Los vio algún vecino?
—No lo sé —contesté mirando por encima del hombro a Claudia Fisher—. ¿Por qué no indagan entre el vecindario? ¿No son ustedes célebres por sus métodos de indagación?
—¿Por qué estaba Sheila Rogers en Nuevo México?
—No lo sabía —contesté sorprendido mirando a uno y otro.
—¿No le dijo que iba allí?
—No sabía nada.
—¿Y usted, señor Klein?
—Yo, ¿qué?
—¿Conoce a alguien en Nuevo México?
—Ni siquiera sé cómo se va a Santa Fe.
—San José —corrigió Pistillo sonriente—. Tenemos una lista de las últimas llamadas que ha recibido.
—Qué bien.
—La tecnología moderna —comentó Pistillo encogiéndose imperceptiblemente de hombros.
—¿Eso es legal? ¿Han grabado mis conversaciones?
—Tenemos un permiso judicial.
—Sí, claro. ¿Qué quieren saber?
Claudia Fisher hizo un movimiento por primera vez y me tendió una hoja de papel. Miré lo que parecía ser una fotocopia de una factura telefónica: había un número que no conocía subrayado en amarillo.
—Recibió en su domicilio una llamada desde un teléfono público de Paradise Hills, Nuevo México, la noche antes del entierro de su madre. ¿De quién era esa llamada? —inquirió aproximándose más.
Miré de nuevo el número realmente sorprendido. Habían llamado a las seis y cuarto de la tarde y era una conversación de ocho minutos. No sabía qué sucedía, pero no me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Levanté la vista.
—¿Debería tener un abogado?
Pistillo se quedó algo parado e intercambió una mirada con Claudia Fisher.
—Puede pedir un abogado —dijo con cierta prevención.
—Quiero que esté presente Cuadrados.
—Él no es abogado.
—No importa. No sé qué demonios sucede, pero no me gusta este interrogatorio. He venido porque creí que tenía algo de qué informarme y, por el contrario, me veo sometido a interrogatorio.
—¿Interrogatorio? —replicó Pistillo abriendo las manos—. Estamos simplemente charlando.
Oí sonar un teléfono a mi espalda. Claudia Fisher cogió su móvil como si fuera un sheriff del Oeste y se lo acercó al oído, diciendo: «Fisher». Escuchó un minuto y cortó la comunicación sin despedirse. A continuación confirmó algo a Pistillo con una inclinación de cabeza.
—Estoy harto de esta situación —dije levantándome.
—Siéntese, señor Klein.
—Estoy harto de sus tonterías, Pistillo; estoy cansado de…
—Acabamos de recibir una llamada… —dijo muy serio.
—¿Qué pasa con esa llamada?
—Siéntese, Will.
Se había dirigido a mí por mi nombre de pila. No me gustó oírlo. Me quedé de pie aguardando.
—Estábamos a la espera de la confirmación ocular —dijo.
—¿De qué?
No me contestó.
—Hemos hecho venir en avión a los padres de Sheila desde Idaho y ellos lo han confirmado, aunque ya lo sabíamos por las huellas.
Su expresión se dulcificó y sentí que no me sostenían las piernas, mas conseguí permanecer erguido. Me miró apesadumbrado y yo comencé a asentir con la cabeza; pero sabía que no había modo de evitar el golpe.
—Lo siento, Will —dijo Pistillo—. Sheila Rogers ha muerto.