La puerta de mi apartamento estaba abierta.
Después de la llegada de tía Selma y tío Murray, mi padre y yo nos rehuimos el uno al otro. Yo quiero a mi padre; creo que eso ha quedado claro, pero hay algo en mí que me impulsa irracionalmente a responsabilizarlo de la muerte de mi madre. No sé por qué tengo esa sensación, y me resulta muy duro admitirlo, pero desde el primer día en que cayó enferma comencé a mirarlo de un modo distinto. Como reprochándole no haber hecho el esfuerzo debido. O quizá lo culpaba por no haber contribuido a que ella se sobrepusiera al asesinato de Julie Miller; no haber sido lo bastante fuerte ni bastante buen marido. ¿No habría podido el amor ayudar a mi madre a recuperarse y a descargar su conciencia?
Insisto en que es algo irracional.
La puerta estaba entreabierta, pero me detuve sorprendido pues yo siempre la cierro con llave —al fin y al cabo vivo en Manhattan en una casa sin portero— pero, claro, últimamente no estoy muy centrado. Tal vez por las prisas del encuentro de Katy Miller me había olvidado. No sería de extrañar. Además, a veces se atasca el cerrojo de seguridad. A lo mejor no la cerré.
Fruncí el ceño. Poco probable.
Apoyé la mano en la puerta y la empujé con suavidad esperando que crujiera. No fue así. Oí algo. Débil al principio. Asomé la cabeza por la abertura e inmediatamente sentí que se me helaba la sangre en las venas.
No había cambiado nada. De hecho, las luces seguían apagadas.
Las persianas estaban bajadas y no se veía muy bien, y en apariencia no sucedía nada raro, o al menos que a mí me resultara obvio. Me quedé en el pasillo y me asomé un poco más.
Sonaba música.
Tampoco era alarmante, pues, aunque no tengo costumbre de dejar música puesta como algunos neoyorquinos preocupados por la seguridad, tengo que reconocer que soy muy despistado y a lo mejor me había dejado enchufado el reproductor de discos compactos. Eso no me asustaría de aquel modo.
No, lo que me heló la sangre fue la canción que sonaba.
Eso fue lo que me puso nervioso, porque era —no lograba recordar cuándo la había oído por última vez— Don’t Fear the Reaper. Me estremecí.
La canción preferida de Ken.
De Blue Oyster Cult, un grupo de heavy metal. La que sonaba ahora era una versión más suave, casi etérea. Ken solía coger su raqueta de tenis a guisa de guitarra para acompañar los solos. La cuestión era que yo no tenía esa canción en ningún CD. Seguro. Cuántos recuerdos.
¿Qué demonios sucedía en mi apartamento?
Di un paso a oscuras; ya he dicho que la luz estaba apagada. Me detuve y me sentí como un perfecto imbécil. «Bueno, ¿por qué no encenderla?, idiota». ¿No era lo mejor?
Estiré el brazo para hacerlo cuando otra voz interior me dijo: «¿No sería mejor echar a correr?». Es lo que grita el público en el cine cuando el asesino está escondido dentro de la casa y la estúpida quinceañera que acaba de encontrar a su mejor amiga decapitada decide que es el momento más idóneo para deambular a oscuras por la casa, en vez de salir corriendo dando gritos como un animal enloquecido.
«¡Bien; con quedarme en sujetador podría interpretar el papel!» La canción atacó el solo de guitarra final. Aguardé a que se produjera la pausa de silencio; fue breve. La música se reanudó. La misma canción.
¿Qué demonios sucedía?
«Huye y grita». Exacto: es lo que haría. Aunque verdaderamente no me había tropezado con ningún cadáver decapitado. ¿Qué hacer, entonces? ¿Llamar a la policía? Me imaginé el diálogo: «¿Qué problema tiene usted, señor?». «Mire, es que en el equipo suena la canción preferida de mi hermano y he echado a correr hasta el portal gritando asustado. ¿Pueden venir pistola en mano?» «Ah, sí, por supuesto; ahora mismo vamos».
¿No les parecería algo de locos?
Pero incluso suponiendo que alguien hubiese entrado, que hubiese, efectivamente, un intruso en mi apartamento, una persona que había traído su propio CD…
¿Quién era más probable que fuera?
Se me aceleró el ritmo cardíaco a medida que mis ojos se iban adaptando a la oscuridad. Decidí no encender las luces. Si había un intruso era peor avisarle de mi presencia para facilitarle el blanco. ¿O lo asustaría encendiendo las luces?
Dios, no soy bueno para estas cosas.
Decidí no encender la luz.
Bien, de acuerdo, las luces siguen apagadas. ¿Y ahora qué?
La música. Debía localizar la música. Venía de mi habitación.
Fui hasta el cuarto. Estaba cerrado. Entré con cautela. No iba a ser tan tonto. Abrí de paso la puerta del apartamento de par en par y la dejé así por si tenía que gritar o echar a correr.
Avancé muy despacio, como quien se desliza, con los músculos tensos, adelantando el pie izquierdo y con el derecho claramente orientado hacia la salida. Me vino a la memoria una de esas posturas de yoga de Cuadrados que consistía en abrir las piernas inclinándose hacia un lado, pero con el peso y la «conciencia» puestos en el otro, eso que algunos yoguis, no Cuadrados a Dios gracias, llaman «ensanchar la conciencia».
Me deslicé un metro y luego otro. Buck Dharma, de Blue Oyster Cult —el hecho de que no sólo recordase su nombre, sino de que su nombre real fuese Donald Roeser, decía mucho sobre mi niñez—, entonaba en aquel momento que todos podemos ser como ellos, como Romeo y Julieta.
En una palabra: muertos.
Llegué a la puerta del dormitorio, tragué saliva y la empujé. No se abrió. Tendría que girar el pomo. Agarré el metal con la mano mientras miraba hacia atrás: la puerta de entrada seguía abierta y mi pie derecho continuaba vuelto hacia ella, aunque yo ya no mantenía mucho control de mi «conciencia». Hice girar el pomo lo más silenciosamente posible pero a pesar de ello me sonó como un disparo.
Abrí un resquicio, despegando apenas la puerta del marco, y solté el pomo. Ahora la música era más intensa, nítida y clara; seguramente procedía del reproductor de discos compactos que Cuadrados me había regalado dos años antes por mi cumpleaños.
Asomé la cabeza para echar un vistazo y en ese momento me agarraron del pelo.
Apenas me dio tiempo a sofocar un grito. Me tiraron con tal fuerza del pelo que mis pies se despegaron del suelo y crucé el cuarto con los brazos abiertos como Supermán, hasta caer de bruces.
Sentí que mis pulmones perdían aire como un globo que se deshincha y quise rodar de costado, pero él —supuse que era un hombre— se me echó encima. Me atenazó la espalda con las piernas y me pasó un brazo por el cuello mientras yo me revolvía inútilmente porque me sujetaba con una fuerza inaudita. Apretó el brazo y casi me ahoga.
Estaba inmovilizado y totalmente a su merced; cuando se inclinó sobre mí y sentí su hálito en la oreja, hizo un movimiento con el otro brazo para afianzarse y apretó aún más hasta casi cortarme la respiración.
Se me salían los ojos de las órbitas. Me llevé las manos a la garganta pero fue inútil. Intenté clavarle las uñas en el antebrazo, pero era duro como la caoba. Sentí que aumentaba de un modo insoportable la presión en mi cabeza y me agité impotente sin que él dejara de apretar. Sentía el cráneo a punto de estallar. Entonces oí la voz:
—Hola, Will, muchacho.
Esa voz.
Reconocí inmediatamente aquella voz. No la había oído…, Dios mío, ¿cuánto tiempo hacía…? Diez o quince años quizá; desde la muerte de Julie, desde luego. Pero hay sonidos, voces sobre todo, que el córtex cerebral conserva grabados en una zona especial, en la sección de supervivencia por así decir, y que cuando se oyen, las fibras sensoras se tensan, sienten el peligro.
Me soltó el cuello de repente y me desplomé desmadejado y jadeante, tratando de librarme de algo imaginario que me atragantaba. Él se dejó rodar de costado y se echó a reír.
—Will, chico, veo que me adoras.
Me di la vuelta, retrocedí arrastrándome sobre la espalda y mis ojos confirmaron lo que había percibido mi oído. No me lo podía creer. Estaba cambiado, pero no había duda.
—¿Eres John? —pregunté—. ¿John Asselta?
Me dirigió aquella sonrisa ambigua y sentí que retrocedía en el tiempo y afloraba en mi ser aquel miedo, el miedo que no había sentido desde la adolescencia. El Espectro —así lo llamaban todos aunque nadie tenía valor para decírselo a la cara— siempre me había infundido ese pavor, y creo que no sólo a mí porque todos le tenían miedo; pero, en mi caso, yo contaba con la atenuante de ser el hermano pequeño de Ken. Para El Espectro, eso bastaba.
Yo siempre he sido un debilucho que rehuía la confrontación física; hay quien dice que con ello soy más prudente y maduro, pero no es cierto. La verdad es que soy cobarde, me aterra la violencia; quizá sea normal, por aquello del instinto de conservación, pero a mí me sigue avergonzando. Mi hermano, que, curiosamente, era el mejor amigo de El Espectro, poseía la envidiable agresividad que diferencia a los ambiciosos de los grandes; en su manera de jugar al tenis, por ejemplo, se parecía al joven John McEnroe por aquella tenacidad agresiva capaz de comerse el mundo, incansable y extremada. Ken se pegaba ya desde niño con los demás hasta matarse y, si les podía, encima los pateaba. Yo nunca fui así.
Me levanté como pude, mientras Asselta se incorporaba de un salto abriendo los brazos como un espíritu que abandona la tumba.
—¿No hay un abrazo para tu viejo amigo, Will, muchacho?
Se acercó y sin darme tiempo a reaccionar me dio un apretujón. Era bastante bajo, lo que contrastaba extrañamente con su torso tan largo y sus brazos tan cortos. Noté su mejilla contra mi pecho.
—Cuánto tiempo —dijo.
Yo no sabía qué decir, ni por dónde empezar.
—¿Cómo has entrado?
—¿Cómo? —replicó soltándome—. Ah, estaba abierta la puerta. Perdona que te sorprendiera de ese modo, pero… —Me sonrió y se encogió de hombros—. No has cambiado nada, Will, muchacho. Tienes buen aspecto.
—No habrías debido…
Ladeó la cabeza y recordé su peculiar modo de repartir golpes a diestro y siniestro. John Asselta era compañero de clase de Ken y estaba dos cursos por delante de mí en el instituto de Livingston, donde fue capitán del equipo de lucha libre y dos años seguidos campeón de pesos ligeros del condado de Essex; probablemente habría podido ser campeón estatal, pero lo descalificaron por descoyuntar a propósito un hombro al adversario. Era su tercera falta. Aún recuerdo los gritos de dolor del otro contendiente, la reacción de repulsa de parte del público al ver aquel brazo desarticulado y la sonrisita de Asselta mientras lo retiraban en camilla.
Mi padre decía que El Espectro tenía complejo de Napoleón, pero a mí me parecía una explicación muy simplista. No sé lo que era, El Espectro necesitaba demostrarse algo a sí mismo, poseía un cromosoma Y extra o, sencillamente, era el hijo de puta más grande del mundo.
En cualquier caso, se trataba de un psicópata.
No había duda. Le complacía hacer daño a la gente y un aura destructiva rodeaba todos sus actos. Incluso los deportistas mayores que él lo rehuían y nadie lo miraba a los ojos ni se cruzaba en su camino porque sabían que él lo tomaba como una provocación y que golpeaba sin previo aviso, exponiéndote a que te rompiera la nariz, te diera una patada en los testículos o intentara sacarte los ojos o sacudirte cuando estabas de espaldas.
Cuando yo hacía segundo año, El Espectro le provocó una conmoción cerebral a Milt Saperstein. Saperstein era un timorato de primer curso que tenía un bolsillo con protector para tinta de bolígrafo y que cometió la imprudencia de apoyarse en su taquilla. Primero, en los vestuarios, le sonrió y lo despidió con una palmadita en el hombro, pero aquel mismo día, más tarde, cuando Saperstein salía de una clase, echó a correr detrás de él, le pasó a traición el brazo por el cuello, lo tiró al suelo y le pateó la cabeza riéndose. Tuvieron que llevarlo a urgencias a St. Barnabas.
Nadie vio nada.
Según se contaba, a la edad de catorce años El Espectro mató al perro de un vecino metiéndole petardos por el ano. Pero, con mucho, el peor rumor que circulaba era el de que a la tierna edad de diez años apuñaló con un cuchillo de cocina a un chico llamado Daniel Skinner. Por lo visto, Skinner, que era dos años mayor que él, le pegó y El Espectro se vengó con una puñalada en el corazón. Se decía también que había pasado una temporada en el reformatorio y que lo habían sometido a terapia sin ningún resultado. Ken decía que él no sabía nada de eso y, cuando en cierta ocasión le pregunté a mi padre, él tampoco lo confirmó ni lo negó.
Intenté olvidar el pasado.
—¿Qué quieres, John?
Nunca había entendido la amistad entre mi hermano y él, que tampoco a mis padres les hacía gracia, a pesar de que con las personas mayores El Espectro era encantador. Su cutis casi albino —de ahí el apodo— modelaba unos rasgos delicados, y casi resultaba guapito con aquellas pestañas pobladas y el hoyuelo en la barbilla. Me contaron que después de graduarse se alistó en el ejército y que, por lo visto, había formado parte de un comando secreto de operaciones especiales o de los Boinas Verdes, pero esto tampoco me lo confirmó nadie.
El Espectro volvió a ladear la cabeza.
—¿Dónde está Ken? —preguntó con aquella voz sedosa amenazadora.
No contesté.
—He estado fuera una buena temporada, Will, muchacho.
—¿Haciendo qué? —pregunté.
Volvió a sonreírme.
—Y ahora que he vuelto me han entrado ganas de ver a mi buen amigo.
No sabía qué decir, pero de pronto me vino al pensamiento la noche de la víspera y aquel rato que estuve en la terraza: quien me observaba desde el otro extremo de la calle era El Espectro.
—Bien, Will, muchacho, ¿dónde puedo encontrarlo?
—No lo sé.
—¿Cómo dices? —replicó haciendo pantalla con la mano en el oído.
—Yo no sé dónde está.
—No es posible. Tú eres su hermano, a quien tanto quería.
—¿Qué es lo que quieres, John?
—Escúchame —replicó mostrándome otra vez los dientes—, ¿qué es lo que sucedió con ese bombón del instituto, Julie Miller? ¿No estabais muy enrollados?
Lo miré fijamente y mantuvo su sonrisa. Sabía que estaba tomándome el pelo. Él y Julie habían sido amigos; curiosamente, bastante amigos. Julie decía que había visto algo en él, algo oculto bajo su psicosis agresiva. En cierta ocasión, yo había comentado en broma que era como si ella le hubiera sacado una espina de la pata. No sabía a qué atenerme; pensé en salir corriendo, pero sabía que de poco me serviría. También sabía que no era oponente para él.
Mi miedo iba en aumento.
—¿Has estado fuera mucho tiempo? —pregunté.
—Años, Will.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Ken?
Hizo como si reflexionara.
—Debe de hacer… unos doce años. He estado fuera desde entonces y perdimos el contacto.
—Ya.
Entrecerró los ojos.
—Hablas como si no me creyeras, Will. —Se acercó más. Traté de mantenerme entero—. ¿Te doy miedo?
—No.
—Ahora ya no tienes a tu hermano mayor para defenderte, Will.
—Tampoco estamos en el instituto, John.
—¿Crees que tanto han cambiado las cosas? —replicó mirándome a los ojos.
Traté de seguir impasible.
—Pareces asustado, Will.
—Vete —dije.
Su respuesta fue rápida y me derribó de un manotazo en las piernas. Caí de espaldas y él, sin darme tiempo a reaccionar, me hizo una llave en el codo; noté de inmediato el intenso tirón en la articulación, pero él siguió doblándome el brazo hacia atrás y entonces sentí un dolor agudo.
Traté de no oponer resistencia; ceder a cualquier precio con tal de aliviar la presión.
El Espectro me habló con la voz más tranquila que nunca había oído.
—Dile que no siga escondiéndose, Will. Dile que puede ser malo para otras personas. Tú, por ejemplo, tu padre. O tu hermana. O incluso esa zorrita de Katy Miller con quien te has visto hoy. Díselo.
Era rápido como un demonio: al mismo tiempo que me soltaba me propinó un puñetazo en la cara. Me reventó la nariz. Caí de nuevo de espaldas casi inconsciente con la cabeza dándome vueltas. O quizá me desmayara. Ya no lo sé.
Cuando levanté la vista, El Espectro había desaparecido.