Katy me dejó en Hickory Place, a unas tres manzanas de casa de mis padres. No queríamos que nos vieran juntos, aunque probablemente fuese pura paranoia por nuestra parte.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Katy.
Yo me lo había estado planteando.
—No sé, pero si Ken no mató a Julie…
—Tuvo que ser otro.
—Vaya, somos listísimos —comenté, y ella sonrió.
—Tendremos que buscar sospechosos —añadió.
Parecía absurdo. ¿Es que éramos la patrulla juvenil? Pero asentí con la cabeza.
—Me pondré a hacer averiguaciones.
—¿Qué vas a averiguar? —dije.
Me dio un achuchón de quinceañera usando toda su anatomía.
—No sé, empezaré por el pasado de Julie, por ejemplo, para hacerme una idea de quién pudo querer matarla.
—Eso ya lo hizo la policía.
—Will, sólo hicieron indagaciones sobre tu hermano.
Tenía razón.
—De acuerdo —volví a decir sintiendo que era absurdo.
—Nos veremos esta noche.
Asentí con la cabeza y me bajé del coche. Arrancó como la detective Nancy Drew, sin decir adiós, mientras yo me quedaba en la acera hundido en mi soledad sin ganas de moverme.
Las calles de la zona residencial estaban vacías pero en todos los caminos perfectamente pavimentados de las casas había coches; las rancheras de mi juventud habían sido sustituidas por una diversidad de modelos parecidos a todoterrenos: minicamionetas, módulos familiares (sea lo que sea lo que signifiquen) y monovolúmenes. Eran casi todas casas de dos plantas, en auge en la construcción en torno a 1962, y en muchas de ellas se apreciaban obras de ampliación. Algunas habían sido totalmente rehabilitadas hacia 1974 con ese tipo de piedra demasiado blanca y pulida, pero todas sin excepción habían envejecido como el esmoquin azul pólvora que yo vestí en el baile de gala de fin de curso.
Cuando llegué a casa de mis padres vi que no había coches en el camino de entrada ni nadie dentro. Nada extraño. Llamé a mi padre y no contestó. Lo encontré solo en el sótano con una navaja de afeitar en la mano. Estaba en medio del cuarto, rodeado de cajas de ropa vieja a las que había cortado la cinta adhesiva para abrirlas. Papá estaba totalmente inmóvil entre las cajas y no se volvió cuando me oyó llegar.
—Había demasiadas cajas —dijo en voz baja.
Eran cajas de mi madre. Mi padre metió la mano en una de ellas y sacó una cinta plateada para la cabeza.
—¿La recuerdas? —preguntó volviéndose hacia mí.
Sonreímos los dos. Supongo que todos tenemos fases de apego a una moda, pero no se puede comparar con el caso de mi madre, que las lanzaba, las definía y las personalizaba. Por ejemplo, tuvo su época de la cinta para la cabeza cuando se dejó melena y coleccionó una plétora de cintas multicolores como si fuera una princesa hindú. Durante unos meses —y creo que la época de las cintas duró seis— no hubo un solo día en que no se pusiera alguna, y después de la fase de las cintas dio principio la fase tenaz de los flecos de ante, seguida de la del color púrpura renacimiento —que a mí no me gustaba nada, pues era como vivir con una berenjena gigante o una incondicional de Jimi Hendrix— y a continuación vino la época de la fusta, cuando la única relación de mi madre con los caballos era haber visto a Elizabeth Taylor en National Velvet.
Las fases de la moda, como tantas otras cosas, terminaron con el asesinato de Julie Miller. Mi madre Sunny guardó su vestuario en cajas y las amontonó en el rincón más oscuro del sótano.
Mi padre volvió a dejar la cinta en la caja.
—Íbamos a mudarnos, ¿sabes?
No lo sabía.
—Hace tres años. Íbamos a comprar un piso en West Orange, quizás en Scottsdale, cerca de donde viven la prima Esther y Harold, pero cuando nos dijeron que tu madre estaba enferma desistimos del proyecto. ¿Tienes sed? —preguntó mirándome.
—No mucha.
—¿Te apetece una Coca-Cola light? Yo me tomaría una.
Pasó rápido junto a mí hacia la escalera. Yo miré las cajas de tapas rotuladas a mano por mi madre. En una estantería del fondo vi dos raquetas viejas de tenis de Ken; una de ellas era la primera que tuvo cuando contaba tres años. Mi madre se las había guardado. Me di la vuelta y seguí a mi padre. Llegamos a la cocina y abrió la nevera.
—¿Quieres decirme qué sucedió ayer? —preguntó.
—No sé a qué te refieres.
—A ti y a tu hermana —añadió, sacando una botella de Coca-Cola light—. ¿De qué hablabais?
—De nada —contesté.
Asintió con la cabeza mientras abría un armarito, sacó dos vasos, abrió el congelador y los llenó de cubitos de hielo.
—Tu madre solía escucharos a escondidas a ti y a Melissa —dijo.
—Lo sé.
Sonrió.
—No era muy discreta. Yo se lo reprochaba pero ella me decía que me callara; era su tarea de madre.
—A mí y a Melissa, dices.
—Sí.
—Y a Ken, ¿por qué no?
—Quizá no quería saber —respondió llenando los vasos—. Últimamente sientes gran curiosidad por tu hermano.
—Es una simple pregunta natural.
—Sí, claro, natural. Después del entierro me preguntaste si creo que sigue vivo y al día siguiente tú y Melissa tuvisteis una discusión sobre él. Por eso te repito: ¿qué sucede?
Aún llevaba la foto en el bolsillo; no sé por qué. Por la mañana había hecho copias en color con el escáner, pero no podía desprenderme de ella.
Sonó el timbre de la entrada y nos sobresaltamos; nos miramos los dos y mi padre se encogió de hombros. Yo me ofrecí para abrir, di un sorbo a la Coca-Cola y dejé el vaso en la encimera; fui rápido a la puerta. Cuando la abrí y vi quién era, estuve a punto de dar un paso atrás.
Era la señora Miller. La madre de Julie.
Llevaba una bandeja envuelta en papel de aluminio; mantenía la vista baja como si estuviera haciendo una ofrenda ante un altar. Me quedé de una pieza sin saber qué decir, ella alzó la vista y nuestras miradas se cruzaron como dos días antes en el umbral de su casa. Noté en sus ojos una pena evidente, eléctrica, y se me ocurrió pensar si ella vería lo mismo en los míos.
—He pensado que… —comenzó a decir—. Bien, es que…
—Pase, por favor —dije.
—Gracias —respondió forzando una sonrisa.
Mi padre salió de la cocina.
—¿Quién es? —preguntó.
Yo retrocedí y la señora Miller entró con la bandeja en las manos a guisa de protección. Mi padre abrió desmesuradamente los ojos y yo advertí en ellos una explosión.
Su voz era un susurro de cólera contenida.
—¿Qué demonios hace usted aquí?
—Papá —dije.
—Le he hecho una pregunta, Lucille —insistió él sin hacerme caso—. ¿Qué demonios quiere?
La señora Miller agachó la cabeza.
—Papá —repetí impaciente.
Pero fue inútil; sus ojos contraídos se habían ofuscado.
—Váyase de aquí —dijo.
—Papá, ha venido a ofrecernos…
—Fuera.
—¡Papá!
La señora Miller retrocedió y me tendió la bandeja.
—Será mejor que me vaya, Will.
—No, no, espere —dije.
—No habría debido venir.
—Claro que no habría debido venir —gritó mi padre.
Yo lo fulminé con la mirada pero él tenía la suya clavada en ella.
—Les acompaño en el sentimiento —añadió la mujer con la vista baja.
Pero mi padre no quiso ceder.
—Está muerta, Lucille. Ahora eso no nos sirve de nada.
La señora Miller se marchó a toda prisa y yo seguí con la bandeja en la mano mirando a mi padre sin acabar de creérmelo. Él me miró y dijo:
—Tira esa porquería.
Yo no sabía qué hacer. Quería seguir a la señora Miller y pedirle disculpas, pero caminaba deprisa y ya estaba lejos. Mi padre había vuelto a la cocina; lo seguí y dejé de mala manera la bandeja en la encimera.
—¿Por qué te has puesto así? —dije.
—No la quiero ver en esta casa —respondió cogiendo su vaso.
—Ha venido a dar el pésame.
—Ha venido a descargar su conciencia.
—Pero ¿qué dices?
—Tu madre ha muerto y ella aquí no pinta nada.
—Eso es una tontería.
—Tu madre llamó a Lucille poco después del asesinato. ¿Lo sabías? Quería darle el pésame y ella le dijo que se fuera al diablo, reprochándonos haber criado a un asesino; según ella, era culpa nuestra. Habíamos criado a un asesino.
—De eso hace once años, papá.
—¿No te das cuenta de lo que le hizo a tu madre?
—Acababan de matar a su hija y estaba muy apenada.
—¿Y ha estado esperando hasta hoy para arreglar las cosas? ¿Ahora que ya no sirve de nada? —replicó moviendo severo la cabeza de un lado a otro—. Yo no admito disculpas y tu madre ya no puede oírlas.
Se abrió la puerta y entraron tía Selma y tío Murray con sonrisa de circunstancias. Selma pasó a la cocina y Murray se puso a manosear un panel de la pared suelto que había visto el día anterior.
Mi padre y yo dejamos de discutir.