Belmont, Nebraska
La sheriff Bertha Farrow frunció el ceño mientras miraba por encima del hombro de su ayudante George Volker.
—Odio estos chismes —dijo.
—No debería —replicó Volker tecleando ágilmente—. Los ordenadores son amigos nuestros.
Ella volvió a fruncir el ceño.
—Bien, ¿qué hace este amigo nuestro?
—Está escaneando las huellas dactilares de la desconocida.
—¿Escaneando?
—¿Cómo se lo explicaría yo a una tecnófoba…? —contestó Volker levantando la vista y frotándose la barbilla—. Escanear es algo parecido a lo que hacen una fotocopiadora y un fax simultáneamente. Saca una copia de la huella dactilar y la envía por correo electrónico al SIJC, en Virginia.
SIJC eran las siglas de Servicio de Información de Justicia Criminal. Desde que todas las fuerzas policiales estaban conectadas a la red —hasta los centros más rurales como era el caso de Hicksville—, podían enviar las huellas a través de Internet para su identificación y, en caso de existir constancia de estas en la gigantesca base de datos del Centro Nacional de Información Criminal, se verificaba automáticamente si eran iguales y se identificaba al individuo al que pertenecían.
—Yo creía que el SIJC tenía su sede en Washington —comentó Farrow.
—Ya no. El senador Byrd consiguió que lo trasladasen.
—Es un senador estupendo.
—Ya lo creo.
Farrow se ajustó la funda de la pistola y cruzó el pasillo. Su comisaría compartía el espacio con el depósito de cadáveres de Clyde Smart, lo que era bastante práctico pese a ocasionales olores, porque la ventilación del depósito era pésima y de vez en cuando despedía una vaharada a formaldehido y putrefacción.
Farrow dudó un instante antes de abrir la puerta del depósito. En la dependencia no había cajones relucientes ni instrumental impoluto como se ve en la televisión. Era una instalación casi artesanal, donde Smart ejercía su trabajo a tiempo parcial porque realmente no había mucho que hacer, sólo ingresaba alguna víctima de accidentes de tráfico, pese a que un año atrás Don Taylor, borracho, se disparó accidentalmente en la cabeza y su compungida esposa comentó en broma que había sido porque al mirarse en el espejo el pobre se confundió con un alce. El matrimonio. Pero no había mucho más. En aquel depósito de cadáveres —término más que pomposo para aquella portería habilitada al efecto— apenas cabían dos muertos. Si Smart tenía que acomodar alguno más, recurría a los servicios de la funeraria de Wally.
El cadáver de la desconocida yacía sobre la mesa de autopsias. Smart, con delantal azul y guantes quirúrgicos blancos, lo contemplaba llorando. En el transistor sonaba una ópera, un lamento trágicamente adecuado.
—¿Ya la has abierto? —preguntó Bertha por decir algo.
—No —respondió Smart enjugándose las lágrimas con dos dedos.
—¿Aguardas a que te dé su consentimiento?
—No he concluido el examen externo —replicó él mirándola con ojos enrojecidos.
—¿Cuál es la causa de la muerte, Clyde?
—No lo sabré seguro hasta terminar la autopsia.
Farrow se aproximó a él y le puso la mano en el hombro fingiendo que comprendía y le daba ánimos.
—¿Cuál es tu impresión previa, Clyde? —insistió.
—Ha recibido una paliza brutal. Mira esto.
Señaló al sitio donde normalmente estaría la caja torácica. No se distinguía bien. Las costillas se habían hundido y aplastado como una caja de cartón.
—Sí que tiene contusiones —comentó Farrow.
—Sí, hay mucha discromía. Pero ¿ves esto? —añadió señalando con el dedo una protuberancia bajo la piel junto al estómago.
—¿Son costillas rotas?
—Costillas aplastadas —puntualizó él.
—¿Cómo?
Smart se encogió de hombros.
—Probablemente utilizarían una maza o algo por el estilo. Supongo, es una simple suposición, que alguna costilla astillada perforó un órgano vital, quizás un pulmón o el abdomen. O quizá tuvo la fortuna de que le atravesara el corazón.
Farrow meneó la cabeza.
—Afortunada, precisamente, no me lo parece.
Smart le dio la espalda cabizbajo y rompió a llorar de nuevo entre sollozos.
—Estas señales en los pechos… —comentó Farrow.
—Son quemaduras de cigarrillo —contestó él sin volverse.
Lo que ella se había figurado. Dedos mutilados y quemaduras de cigarrillo: no había que ser Sherlock Holmes para deducir que la habían torturado.
—Clyde, haz un examen completo con análisis de sangre y comprobación de sustancias tóxicas, todo.
Smart sorbió por la nariz y se volvió hacia ella.
—Sí, claro, Bertha, por supuesto.
Oyeron que se abría la puerta detrás de ellos y se volvieron. Era Volker.
—Hay datos —dijo.
—¿Ya?
Volker asintió con la cabeza.
—Está en cabeza de la lista.
—¿Qué quieres decir con que está en cabeza de la lista?
—A nuestra desconocida —añadió Volker señalando el cadáver— la buscaba nada más y nada menos que el FBI.