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Grand Island, Nebraska

Sheila quería morir a solas.

Curiosamente, el dolor disminuía y no sabía por qué. Sin embargo, no había luz ni apenas un instante fugaz de claridad. La muerte no era desconsoladora; no había ángeles en derredor ni antiguos familiares muertos que acudieran a cogerle la mano. Pensó en su abuela, aquella mujer que le había hecho sentirse distinta y que la llamaba «tesoro».

Sola en la oscuridad.

Abrió los ojos. ¿Soñaba ahora? No lo discernía. Antes había sufrido alucinaciones, cayendo a ratos en estado de inconsciencia. Recordó que al ver el rostro de Carly le suplicó que se fuese. ¿Había sido real? Probablemente no. Sería producto de su imaginación.

Al aumentar el dolor de aquel modo insoportable, la frontera entre el estado de vela y el letargo, entre la realidad y el sueño, se desvaneció. Comenzaba a abandonarse; era la única manera de soportar la agonía. Tratas de bloquear el dolor; no sirve de nada. Intentas fraccionarlo en intervalos soportables; tampoco sirve. Al final encuentras el único exutorio posible: el juicio.

Anulas tu juicio.

Pero ¿se abandona uno realmente si no se discierne lo que sucede?

Profundas cuestiones filosóficas, pero para los vivos. Al final, después de tantas esperanzas y sueños, después de tanto daño y reconstrucción, el fin de Sheila Rogers era morir joven y sufriendo a manos de otro.

Justicia poética, pensó.

Pues en ese momento, mientras sentía que algo la desgarraba y la arrastraba, se abría paso una luz terrible e inevitable. Era el momento en que se descorría la cortina y veía claramente la verdad.

Sheila Rogers quería morir sola.

Pero él estaba con ella en la habitación. Estaba segura. Notaba aquella mano afable sobre su frente, mas le daba frío. Al sentir que su fuerza vital la abandonaba le dirigió una última súplica:

—Vete, por favor.