9

En la mayoría de los barrios no se atreve uno a despertar a nadie a la una de la mañana. Ese no era de la mayoría. Las ventanas estaban entabladas y la puerta era un mazacote de contrachapado. Les diría que la pintura se estaba cayendo, pero sería más correcto decir que se estaba deshaciendo.

Cuadrados llamó e inmediatamente se oyó gritar a una mujer:

—¿Qué quiere?

Cuadrados tomó la iniciativa de hablar.

—Buscamos a Louis Castman.

—Lárguense.

—Tenemos que hablar con él.

—¿Traen una orden judicial?

—No somos de la policía.

—¿Quiénes son? —dijo la mujer.

—Trabajamos en Covenant House.

—Aquí no hay nadie escapado de casa —vociferó casi histérica—. Váyanse.

—Elija usted —añadió Cuadrados—. Hablamos con Castman ahora o volvemos con unos cuantos policías curiosos.

—Yo no he hecho nada.

—Puedo inventarme algo —replicó Cuadrados—. Abra.

La mujer no se hizo de rogar. Oímos descorrer un cerrojo, otro más, luego una cadena. La puerta se abrió ligeramente. Di un paso adelante, pero Cuadrados me lo impidió con el brazo. Debía esperar hasta que se abriera del todo.

—Deprisa; entren —dijo la mujer con un cacareo de bruja—. No quiero que nadie los vea.

Cuadrados empujó la puerta hasta abrirla de par en par. Entramos y la mujer cerró. Dos cosas me llamaron la atención de inmediato. Primero, la oscuridad, sólo había una bombilla de escasos vatios al fondo del cuarto. Vi una silla raída y una mesita nada más. Y después, el olor. Imagine su recuerdo más vivido del aire fresco y del aire libre e imagine todo lo contrario. No me atrevía a respirar en aquel ambiente cerrado, en parte de hospital, en parte de algo que no acababa de determinar. Pensé cuál sería la última vez que habrían abierto una ventana y tuve la impresión de que el cuarto contestaba: «Nunca».

Cuadrados se volvió hacia la mujer, que estaba encogida en un rincón. Únicamente veíamos el bulto en la oscuridad.

—Me llaman Cuadrados —dijo.

—Sé quién es usted.

—¿Nos conocemos?

—Eso da igual.

—¿Dónde está? —preguntó él.

—Sólo hay esa habitación —respondió señalando desmayadamente con la mano—. No sé si ahora duerme.

Comenzábamos a acostumbrarnos a la escasa luz. Me acerqué a ella, no me rehuyó. Me acerqué más. Cuando levantó la cabeza, casi me quedé sin habla. Musité una excusa y retrocedí.

—No —dijo—, quiero que me vea.

Cruzó el cuarto y se detuvo delante de la lámpara frente a nosotros. A duras penas contuvimos un estremecimiento. Quien le hubiera hecho aquello lo había hecho a conciencia porque, aunque antes hubiese sido hermosa, parecía haber sido objeto de un verdadero programa de cirugía plástica adversa. Su nariz, tal vez antaño uniforme, estaba aplastada como una cucaracha debajo de una bota. El cutis, una vez suave, había sido cortado y desgarrado. La comisura de la boca estaba desfigurada y resultaba imposible saber dónde empezaba y dónde acababa. Su rostro era un trenzado de horribles cicatrices rojizas como el dibujo con rotulador de un niño de tres años. Tenía el ojo izquierdo desplazado y muerto en la cuenca, y nos miraba fijamente con el otro.

—Usted hacía antes la calle —dijo Cuadrados.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Cómo se llama?

—Tanya —contestó moviendo sus labios con evidente esfuerzo.

—¿Quién le hizo eso?

—¿Quién creen?

La respuesta era obvia.

—Está detrás de esa puerta —añadió ella—. Lo cuido. No le hago daño. ¿Entienden? No le pongo la mano encima.

Asentimos con la cabeza, aunque yo no sabía a qué se refería y creo que Cuadrados tampoco; nos acercamos a la puerta tras la cual no se oía nada. Quizá durmiera. Me daba igual, lo despertaríamos. Cuadrados puso la mano en el pomo volviéndose hacia mí; yo le hice una señal afirmativa y abrió la puerta.

Allí sí había luz, y deslumbrante. Al tiempo que me protegía los ojos, oí como un pitido y vi una especie de aparato médico junto a la cama. Pero no fue nada de eso lo que primero llamó mi atención.

Las paredes.

Era lo que de inmediato atraía la mirada: estaban recubiertas de corcho (en ciertos lugares se veía el color marrón), pero lo curioso era la cantidad de fotos que las cubrían. Centenares de fotos, algunas en ampliación de tamaño cartel, otras en formato corriente de ocho por doce y la mayoría en un tamaño intermedio; todas ellas sujetas con chinchetas.

Y todas, retratos de Tanya.

Al menos, es lo que me imaginé. Eran de antes de que la hubieran desfigurado. No me había equivocado: Tanya había sido muy guapa. Las fotos, casi todas en poses, como destinadas a una carpeta de modelo, eran contundentes. Alcé la vista al techo y vi que lo recubrían igualmente fotografías a la manera de un horrible fresco.

—Ayúdenme, por favor.

La vocecilla procedía de la cama. Cuadrados y yo nos acercamos a ella. Tanya entró en el cuarto carraspeando. Nos volvimos y observamos que a la luz hiriente sus cicatrices parecían más recientes y resaltaban en su rostro como gusanos en movimiento. Su nariz, más que aplastada, era deforme como un pegote de barro. Las viejas fotografías parecían exhalar un resplandor arremolinándose en torno a su figura como un halo perverso del antes en contraste con el después.

El hombre postrado en la cama lanzó un gemido.

Aguardamos y Tanya dirigió sucesivamente su ojo sano hacia mí y Cuadrados; un ojo conminándonos a recordar, a grabar en nuestro cerebro aquella imagen de lo que ella era antes y lo que él le había hecho.

—Una navaja de afeitar —dijo—. Roñosa. Le llevó más de una hora. Y no cortó sólo mi cara.

Sin decir nada más, salió del cuarto y cerró la puerta tras ella.

Estuvimos un rato sin decir nada. Por fin Cuadrados preguntó:

—¿Es usted Louis Castman?

—¿Son polis?

—¿Es usted Castman?

—Sí y yo lo hice. Dios, soy culpable de lo que quieran que confiese, pero sáquenme de aquí, por amor de Dios.

—No somos de la policía —dijo Cuadrados.

Castman yacía boca arriba con una especie de tubo conectado al pecho. El aparato no cesaba de emitir pitidos a la par que un instrumento subía y bajaba como un acordeón. Era un hombre de raza blanca, recién afeitado y limpio, y tenía el pelo cuidado; la cama contaba con palancas de control y en un rincón había una cuña y un lavabo. Aparte de eso, no había nada más en el cuarto. No había cómoda, ni televisor, ni radio, reloj, libros, periódicos o revistas, y la ventana tenía la persiana bajada.

Sentí un malestar en el estómago.

—¿Qué le pasa? —pregunté.

La mirada de Castman, sólo la mirada, se dirigió hacia mí.

—Estoy paralítico —contestó—. Un jodido tetrapléjico a partir del cuello. No siento nada. —Hizo una pausa y cerró los ojos—. Nada.

Yo no sabía por dónde empezar y, al parecer, Cuadrados tampoco.

—Por favor —añadió Castman—, tienen que sacarme de aquí. Antes de…

—¿Antes de qué?

Volvió a cerrar y abrir los ojos.

—Me dispararon hará tres o cuatro años; ya ni me acuerdo. No sé en qué día, en qué mes ni en qué año vivimos. Mantiene siempre la luz encendida y no sé si es de día o de noche. No sé ni quién es el presidente. —Tragó saliva con esfuerzo—. Está loca, tío. Grito pidiendo ayuda pero es inútil. La habitación está forrada de corcho. Me paso todo el día aquí acostado, mirando las paredes.

No me salían las palabras pero Cuadrados ni se inmutaba.

—No hemos venido a que nos cuente su vida —dijo—. Queremos que nos hable de una de sus chicas.

—Se equivocan de tío —replicó—. Hace tiempo que no trabajo las calles.

—Da lo mismo. También ella hace tiempo que no hace la calle.

—¿De quién se trata?

—De Sheila Rogers.

—Ah —exclamó Castman sonriéndome—. ¿Qué quieren saber?

—Todo.

—¿Y si me niego a contarlo?

—Vámonos —dijo Cuadrados tocándome en el hombro.

—¡Eh! —replicó Castman con voz de pánico.

—Si no quiere colaborar, señor Castman —añadió Cuadrados mirándolo—, está bien, no lo molestamos más.

—¡Esperen! —gritó—. De acuerdo. Escuchen, ¿saben cuántas visitas he tenido desde que estoy así?

—Me tiene sin cuidado —replicó Cuadrados.

—Seis. Seis en total. Y la última fue hace…; no sé, más de un año. Y fueron siempre de chicas mías que vinieron a reírse de mí. A ver cómo me cago encima. Pero ¿saben lo peor? Ansiaba esas visitas. Cualquier cosa por romper la monotonía, ¿me comprenden?

—Sheila Rogers —insistió Cuadrados impaciente.

Cuando Castman fue a hablar surgió en su boca una burbuja y el tubo emitió un gorgojeo acuoso, por lo que tuvo que cerrarla para intentar hablar de nuevo.

—Dios, trato de recordar cuándo la conocí y debe de hacer diez o quince años. Yo trabajaba la terminal de la Autoridad Portuaria. Ella llegó en un autobús de Iowa o Idaho, o algún lugar de mierda de esos.

Yo sabía perfectamente lo que era trabajar la terminal de la Autoridad Portuaria. Allí los proxenetas aguardan a que lleguen los autobuses de diversas procedencias con jovencitas; las desesperadas, las fugitivas, la carne fresca que acude a la Gran Manzana con la ilusión de hacerse modelo, actriz o iniciar una nueva vida, o aquellas que se marchan de casa hartas de malos tratos. Los proxenetas esperan al acecho como aves de presa. Y después se lanzan sobre ellas, las derriban y las devoran hasta sus huesos.

—Yo tenía buena labia —dijo Castman—. En primer lugar, soy blanco. La carne del Medio Oeste es casi toda blanca y recela de los bocazas achulados. Pero yo era distinto: vestía un buen traje, iba con cartera de hombre de negocios y tenía un poco más de paciencia. Bueno, aquel día aguardaba delante de la puerta 127. Era mi preferida, desde ella se dominan seis andenes de llegada. Sheila bajó del autobús y, joder, estaba buenísima. Unos dieciséis años de lo mejor y, además, virgen; aunque eso lo supe después.

Sentí que mis músculos se tensaban. Cuadrados interpuso despacio su cuerpo entre la cama y yo.

—Bien, empecé a hablarle con dulzura, poniendo en juego mis mejores recursos, ¿saben?

Sí, claro que lo sabíamos.

—Y le largué el rollo de hacer de ella una modelo famosa, pero sin precipitarme. Yo no soy como los otros imbéciles. Tengo mano de seda. Cierto que Sheila era más lista que las otras, no se dejaba embaucar y me percaté de que no acababa de convencerla. Pero es normal. Yo no insisto; actúo en plan legal, tranquilo, y al final del día acaban creyéndoselo porque todas han oído historias de supermodelos descubiertas en una pastelería o cualquier chorrada por el estilo. Eso es precisamente lo que las hace venir.

El aparato dejó de emitir pitidos, se oyó un borboteo y volvió a pitar.

—Bien, Sheila puso los puntos sobre las íes y me dijo claramente que ella no iba a fiestas ni cosas por el estilo. Yo le dije que no se preocupara, que yo era un hombre de negocios, un fotógrafo profesional en busca de talentos. La verdad es que soy bastante buen fotógrafo, ¿saben? Tengo buen ojo. ¿Ven las paredes? Esas fotos de Tanya las he hecho yo.

Miré las fotos de la otrora bella Tanya y sentí un escalofrío en mi corazón. Cuando volví los ojos a la cama, Castman me miraba.

—Y usted… —dijo.

—Yo, ¿qué?

—Sheila significa algo para usted, ¿a que sí? —añadió sonriendo.

No contesté.

—Es amor.

Hizo hincapié en la palabra «amor» con sorna, pero yo no me inmuté.

—Oiga, no se lo reprocho. Era un bombón y la chupaba…

Me arrimé a la cama y Castman se echó a reír, pero Cuadrados se interpuso, me miró a los ojos y meneó la cabeza de un lado a otro. Comprendí que tenía razón y retrocedí.

Castman dejó de reír sin apartar la vista de mí.

—¿Quiere saber cómo convencí a su chica, enamorado?

No repliqué.

—Igual que hice con Tanya. Yo me dedicaba a las primerizas, esas a quienes los compadres no pueden hincar el diente. Era una operación bien calculada. Le largué mi rollo a Sheila y al final conseguí que viniera a mi estudio para una sesión de fotos. La tenía y lo único que necesitaba era ponerle el collar.

—¿Cómo? —pregunté.

—¿De verdad quiere que se lo cuente?

—¿Cómo?

Castman cerró los ojos sin dejar de sonreír, complaciéndose en el recuerdo.

—Le hice cantidad de fotos. Artísticas y correctas, y cuando acabamos le arrimé un cuchillo al cuello. La esposé a una cama en un cuarto que tenía… —contuvo la risa y puso los ojos en blanco— forrado de corcho. La drogué y la filmé mientras estaba medio atontada, pero sin que pareciera abuso; y así fue como su Sheila perdió la virginidad. En vídeo. Toda suya. Mágico, ¿no?

Volvió a asaltarme brutalmente la cólera y estuve a punto de estrangularlo; pero recordé que era lo que él deseaba.

—¿Dónde estaba? Ah, sí. La esposé y estuve haciéndole fotos durante una semana. Unas fotos estupendas. Fue un gasto, pero todo negocio tiene gastos y fase de lanzamiento, ¿no es cierto? Finalmente Sheila se envició y en serio que ya no había manera de que se volviera atrás. Cuando le quité las esposas era capaz de lamerme la porquería de los dedos de los pies por un chute, ¿comprenden?

Se detuvo esperando aplausos y yo sentí como si algo me desgarrara las entrañas.

—¿Y después de eso la puso a trabajar la calle? —preguntó Cuadrados sin que su voz se alterase.

—Sí. Pero antes le enseñé algunos trucos. Cómo hacer que un tío se corra rápido; cómo hacerlo con dos a la vez. Yo la instruí a fondo.

Me daban ganas de lanzarme sobre él.

—Siga —ordenó Cuadrados.

—No… —dijo—. No hasta…

—Entonces, nos despedimos.

—Tanya… —añadió él.

—¿Qué pasa con ella?

Castman se pasó la lengua por los labios.

—¿Me dan un poco de agua?

—No. ¿Qué pasa con Tanya?

—Esa perra me tiene aquí encerrado. No está bien. Vale, le hice daño, pero tenía mis motivos. Ella quería largarse y casarse con aquel cliente de Garden City, convencida de que estaban enamorados. Venga, hombre, igual que en Pretty Woman. Planeaba llevarse a algunas de mis chicas para vivir todas allí, en Garden City con el cliente, y rehacer su vida. Bobadas. Yo no podía consentirlo.

—Y le dio una lección —dijo Cuadrados.

—Sí, claro, es lo que hice.

—Le destrozó la cara con una navaja de afeitar.

—No sólo la cara…, para que el tipo no pudiera…, poniéndole una bolsa en la cabeza, por ejemplo, ¿me entienden? Sí, claro que me entienden. Lo hice como castigo ejemplar para las otras chicas. Pero escuchen, que ahora viene lo divertido: su novio, aquel cliente, no sabía lo que yo le había hecho. Volvió de su maravillosa casa de Garden City dispuesto a rescatar a Tanya, el muy burro. Me reí de él. El contable gilipollas de Garden City. Me dispara debajo de la axila con una 22 y la bala se incrusta en la columna vertebral. Y me dejó como ven. ¿Se dan cuenta? Pero lo mejor de todo es que, después de dispararme a mí, el señorón de Garden City, al ver lo que yo le había hecho a Tanya, ¿saben lo que hizo el gran enamorado?

Hizo una pausa. Nos figuramos que era puro efectismo y guardamos silencio.

—Se largó y la dejó plantada. ¿Se dan cuenta? Ve el trabajo de artesanía que le hice a Tanya y sale corriendo. Su gran amor. No quiso saber nada de ella. Nunca más volvieron a verse.

Castman se echó a reír otra vez mientras yo procuraba contenerme llevando el ritmo de la respiración.

—Así que me llevaron al hospital anestesiado —prosiguió— y Tanya se quedó sin nada. Después me sacó, me trajo aquí y ahora me cuida. ¿Entienden lo que quiero decir? Se dedica a prolongar mi vida y, si me niego a comer, me mete la comida con un tubo por la garganta. Escuchen, les contaré todo lo que quieran pero tienen que hacer algo por mí.

—¿Qué? —preguntó Cuadrados.

—Matarme.

—No podemos.

—Pues avisen a la policía. Que me detengan. Confesaré lo que deseen.

—¿Qué le sucedió a Sheila Rogers? —preguntó Cuadrados.

—Prométanmelo.

—Aquí no hay nada más que hacer —dijo Cuadrados mirándome—. Vámonos.

—De acuerdo, de acuerdo, se lo diré. Pero prométanme que tendrán en cuenta… ¿Vale?

Miró a Cuadrados, luego a mí y otra vez a él sin que Cuadrados cediera en su impasibilidad. Yo, por mi parte, no sé qué expresión tendría.

—No sé dónde andará Sheila ahora. Qué diablos, realmente ni sé qué es lo que sucedió.

—¿Cuánto tiempo trabajó para usted?

—Dos o tres años.

—¿Y cómo se liberó?

—¿Eh?

—No parece la clase de tío que deja que las empleadas se larguen —dijo Cuadrados—. Por eso le pregunto qué fue de ella.

—Bueno, yo la tenía trabajando la calle y ella empezó a hacerse con una clientela habitual. Era estupenda en su trabajo, pero en un momento dado conoció a tipos importantes. No es corriente, pero a veces sucede.

—¿Qué quiere decir con tipos importantes?

—Traficantes. Traficantes de envergadura seguramente y debió de comenzar a pasar droga y a hacer entregas y, lo que es peor, se dedicó a abandonar la calle. Yo iba a presionarla, como se dice, pero tenía amigos importantes.

—¿Como quién?

—¿Conoce a Lenny Misler?

—¿El abogado? —preguntó Cuadrados sorprendido.

—Abogado de la mafia —puntualizó Castman—. La detuvieron con mercancía y él la defendió.

—¿Lenny Misler se encargó del caso de una buscona detenida con mercancía encima? —dijo Cuadrados frunciendo el ceño.

—¿Ve lo que le digo? Salió sin cargos y yo comencé a olerme algo, ¿me entiende? Averigüé lo que se traía entre manos y recibí una visita de un par de matones de primera división que me dijeron que no me metiera. Yo no soy tonto. Hay bomboncitos de sobra que vienen a Nueva York.

—¿Qué sucedió después?

—No volví a verla. Lo último que me dijeron de ella es que iba a la universidad. ¿Se imaginan?

—¿Sabe a qué universidad?

—No. Yo no sé si sería verdad. Quizá fuese un rumor.

—¿Sabe algo más?

—No.

—¿Ningún otro rumor?

Castman movió los ojos de un modo bien elocuente en cuanto a su desesperación y sus ganas de retenernos, pero no tenía nada que añadir. Miré a Cuadrados, inclinó la cabeza para darme a entender que nos marchásemos, y lo seguí.

—¡Esperen!

No hicimos caso.

—Por favor, tíos, se lo ruego. ¿No les he contado todo? Yo he colaborado y no pueden dejarme así.

Recreé en mi imaginación los días y noches interminables que pasaría en aquel cuarto, sin inmutarme.

—¡Cabrones! —gritó—. Eh, oiga, usted, el enamorado. Lo que ha disfrutado usted son las sobras que yo dejé, ¿me oye? Recuerde que todo lo que le hace para que se corra se lo he enseñado yo. ¿Me oye? ¿Oye lo que le digo?

Enrojecí pero no volví la cabeza. Cuadrados abrió la puerta.

—Mierda. —Ahora la voz de Castman se oía más débil—. Un pasado como ese no se borra nunca, ¿sabe?

Dudé un instante.

—Ahora le parecerá agradable y limpia, pero no logrará nunca liberarse de lo que ha sido. ¿Me entiende?

Aunque traté de no prestar oído a sus palabras, las capté y resonaron en mi cerebro. Salí del cuarto y cerré la puerta. Tanya, que aguardaba en la penumbra, nos salió al paso hacia la puerta.

—¿Van a denunciarlo? —preguntó con voz trémula—. Yo no le hago daño —fue todo lo que atinó a decir.

Cierto: nunca le ponía la mano encima.

Sin decir palabra nos apresuramos a salir de allí, casi zambulléndonos en el aire de la noche. Respiramos hondo como los buceadores que salen a la superficie por falta de aire, montamos en la furgoneta y nos largamos de allí.