Hacía un frío sepulcral.
El frío parecía penetrarle todos los huesos.
Hasta el alma.
Estaba acurrucado en el centro de la habitación, desnudo, temblando, el cuerpo empapado de sudor a pesar del frío.
Las velas formaban un círculo alrededor del él. El tenue brillo de las velas no podía casi nada contra la cerrada oscuridad. Cuando miró su entorno, las llamitas parecían titilar en sus amplios ojos.
Poco a poco se levantó. El temblor había remitido algo. El suelo de piedra estaba húmedo bajo sus pies, las manchas oscuras se veían completamente negras a la débil luz de las velas.
Cogió el cuchillo en su mano derecha por un instante e inspeccionó el filo de la hoja.
Prestó escasa atención al bulto que tenía a los pies.
El otro ocupante de la habitación miraba impertérrito mientras el hombre alto cogía el cuchillo y lo apoyaba suavemente sobre su pecho, la hoja fría contra la carne. Presionó la punta contra su seno izquierdo y luego lo sacó. El pinchazo había dejado una pequeña depresión en la piel.
El otro no se movió.
El hombre alto volvió a apoyar el cuchillo sobre su pecho, pero esta vez presionó con fuerza, apretando los dientes mientras, con infinita lentitud, hundía la punta en su músculo pectoral. Del pequeño corte comenzó a brotar sangre, que manaba más rápidamente a medida que el cuchillo se iba retirando sin dificultad de la piel escurridiza. En el pecho se había abierto un corte de unos diez centímetros de largo. Se relajó mientras retiraba el cuchillo y sentía que la sangre caliente le corría por el pecho.
Cogió el gran cáliz que había a sus pies.
Lo levantó e inspeccionó su contenido.
El ojo humano que yacía en la copa le devolvía la mirada, con zarcillos de nervios todavía unidos al mismo.
Sonrió y miró el cuerpo tendido a sus pies.
El cuerpo al que faltaba el ojo izquierdo.
También había desaparecido la lengua, igualmente en la copa.
El hombre alto sonrió, se apoyó el cáliz sobre el pecho y sintió el frío del oro contra su seno caliente. Bajó la vista para mirar como su sangre caía lentamente en el recipiente.
Se abrió otro corte en el pecho, apenas un poquito más hondo que el anterior, y la sangre fluyó con mucha mayor rapidez, llenando a medias el cáliz y bañando el ojo arrancado y la lengua cercenada.
El hombre gruñó de dolor, pero apretó los dientes y permaneció de pie, observando como el líquido oscuro llegaba casi al borde del recipiente.
Quitó el cáliz del pecho y sintió como su propio líquido vital le corría por el torso, el vientre y el vello púbico y, finalmente, su pulsante erección. Una parte de la sangre goteaba del extremo del pene como eyaculación carmín. Observó como las gotas caían y chocaban contra el suelo, salpicando en el charco de sangre coagulada sobre el que se erguía.
Sostuvo el cáliz con el brazo estirado y sintió que el frío, ya insoportable, se hacía más intenso.
El aliento se congelaba en el aire y el corazón comenzaba a latir más velozmente contra sus costillas.
El otro se acercó hasta que el hombre alto sintió su mano envuelta por otra mano.
Era como si lo tocaran dedos de hielo.
El cáliz le fue cogido de sus manos. Sonrió, complacido de que se hubiera aceptado su sacrificio, feliz de que su ofrenda hubiera sido satisfactoria.
Miró mientras el otro sostenía el cáliz y en la fría habitación se levantaban finas hebras del vapor que desprendía la sangre caliente del cáliz.
El otro quedó satisfecho con la ofrenda.
El hombre alto sonrió otra vez.
Era un precio insignificante.
También Gilles de Rais estaba satisfecho.