Epílogo

El comienzo

Oscuridad.

Oscuridad y dolor.

Era consciente de ambas cosas al mismo tiempo. Trató de sentarse, pero se dio de cabeza contra la tapa del ataúd y volvió a echarse.

David Callahan inspiró profundamente y degustó el aire enrarecido.

Trató de tocarse los ojos y de palpar las suturas ya cosidas, pero no pudo moverse dentro de los límites del cajón. Trató de abrir la boca, pero le habían unido los maxilares con el mismo cuidado y atención a los detalles con que le habían suturado los ojos.

Y sentía dolor.

Un dolor agudísimo que le embotaba la mente y le llenaba todos los poros del cuerpo. De su cuerpo nuevamente vivo.

Él había poseído el secreto y aún lo poseía. El tesoro era suyo y siempre lo sería.

Pero tenía que convivir con el dolor.

Un dolor que no podía soportar, pero que sabía que debía soportar. Un dolor que conocería para siempre.

De haber podido sonreír, lo habría hecho. Habría sonreído ante la suprema ironía de la situación. Era inmortal. No podía morir. No importaba que se agotara el enrarecido aire del interior del ataúd. No moriría. No podía morir.

Poco a poco fue surgiendo en él la conciencia de su situación. La comprensión de que se hallaba bajo tierra a casi cuatro metros de profundidad, y tan firme y estrechamente encerrado, que jamás podría salir, incluso si lograra liberarse del ataúd.

El conocimiento de que, con independencia del tiempo y de la fuerza con que gritara, nadie lo oiría.

El recuerdo de que, quienquiera que hubiera trabajado en su cuerpo en la sala fúnebre, le había cosido ojos y boca, le había rellenado con cera funeraria los agujeros de bala.

Le había extraído hasta la última gota de sangre y se la había vuelto a colocar con fluido de embalsamamiento.

Eso era lo que le producía el terrible dolor que lo atormentaba.

Un dolor con el que tenía que aprender a convivir, porque vivir era precisamente lo que continuaría haciendo inexorablemente.

El sufrimiento parecía aumentar con esa conciencia.

Él era inmortal.

Él poseía el secreto para siempre.

Y disponía de la eternidad para gozar de su sufrimiento.