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Veinte minutos más y su turno habría acabado. Si hubieran llegado veinte minutos después, algún otro pobre desgraciado habría tenido que hacer todo el trabajo. Paul Rafferty sacó otro cadáver de la camilla y lo depositó cuidadosamente sobre la plancha de metal. Otro policía.

¿De dónde diablos venían todos? Algo había oído en el informativo de la mañana temprano acerca de un enfrentamiento armado, pero nunca se hubiera imaginado nada parecido a eso. Cuando trabajaba en la morgue del hospital de Kinarde había visto víctimas de accidentes de carretera, de casas incendiadas o víctimas de la edad avanzada o la enfermedad, pero nunca nada como eso. No había terminado de depositar un cadáver que ya le llevaban otro. Deberían tener una cinta transportadora fuera de las dobles puertas verdes, pensó al advertir las salvajes heridas de bala en el torso de un policía mientras le quitaba la ropa. Toda la ropa se ponía en sacos individuales de plástico negro y se les adhería una etiqueta con el nombre de su ex propietario. Rafferty fijó las imprescindibles etiquetas de identificación al dedo gordo del pie de cada uno de los cadáveres que llegaban.

El siguiente era de una mujer, una mujer rubia a finales de la veintena, calculó. También conjeturó que debía de haber sido bonita, pero ahora, con el cuerpo y la cara desfigurados por las heridas de bala y las laceraciones, era como una caricatura de sí misma. Ya había visto otra mujer antes, mayor, seguramente atractiva en vida. La que había recibido un impacto de fusil en el pecho.

Comenzó a desvestir a la rubia, con una fugaz reprimenda mental a sí mismo cada vez que la mirada se demoraba en sus pechos un instante más de lo necesario. De todos modos, uno había sido pulverizado por un bala. La cubrió con la sábana verde, le tapó la cara e hizo una pausa para encender un cigarrillo mientras echaba un vistazo a las camillas restantes que se agolpaban junto a la puerta. Dio un par de caladas más al cigarrillo y luego acercó la primera a la mesa prevista y depositó sobre ésta el cadáver. Lo miró a la cara, o al menos lo que quedaba de ésta. Ese hombre le resultaba conocido. Rafferty movió afirmativamente la cabeza para sí mismo cuando lo reconoció. Era David Callahan, el inglés que vivía en aquella enorme propiedad rural no lejos de Kinarde.

Tenía el cuerpo acribillado a balazos; apenas si se encontraba en él una porción en que no hubieran penetrado las balas. Rafferty se preguntó una vez más qué había pasado. ¿Cómo había llegado a morir tanta gente y tan violentamente? Quitó la ropa al cadáver de Callahan y las puso en el saco que había apartado para ello. Luego plegó los brazos del muerto sobre el pecho y lo cubrió con la sábana, para dirigirse hacia la última camilla y su ocupante.

No se había dado cuenta de que, detrás de él, un brazo de Callahan se había deslizado del pecho y colgaba a un costado.

Rafferty empujó la última camilla y realizó su trabajo por última vez. Después se lavó las manos, fregando para eliminar la sangre y observó como se arremolinaba en torno al sumidero antes de desaparecer.

Cuando se volvió, advirtió que un brazo de Callahan colgaba.

Refunfuñando, Rafferty volvió al cadáver, corrió la sábana y miró unos instantes la cara. Luego cogió el brazo y volvió a plegarlo para ponerlo en la posición adecuada.

Los dedos se flexionaron ligeramente.

Probablemente la temperatura fuera demasiado alta en la habitación, pensó. Era un fenómeno que ocurría cuando la temperatura sobrepasaba los diez grados. El calor se filtraba por los poros del muerto y parecía reanimar ciertos miembros. Recordó como, durante su primera semana de trabajo, el sistema de enfriamiento se había atascado por completo. Para su horror, uno de los cadáveres que había estado limpiando se sentó. En la presente ocasión se limitaba a sonreír e ir hasta el termostato que había en la pared y bajarlo unos grados.

A su espalda, sobre la plancha de metal, los dedos de Callahan volvieron a moverse.

Rafferty volvió al cuerpo, colocó nuevamente el brazo de Callahan sobre el pecho y nuevamente lo cubrió con la sábana.

Miró el reloj. ¿Dónde diablos estaba Riley? Llegaba tarde a reemplazarlo. Rafferty tenía ganas de irse a su casa. Con todo el corazón esperaba que la noche fuese más calma.

A su espalda, los cadáveres yacían en sus respectivas mesas, cada uno cubierto por una sábana verde de plástico.

Sintió que la temperatura del aire descendía notablemente. El termostato comenzaba a hacer sentir su trabajo. Rafferty sonrió, complacido ante su habilidad.

Cuando vio que la sábana que cubría a David Callahan volvió a moverse, Raffety hizo caso omiso de ello.

Tal vez la temperatura tenía que bajar todavía unos grados más, pensó. Era extraño que fuese el único cadáver afectado, reflexionó. Rafferty se alzó de hombros y no pensó más en ese asunto. Cogió un papel y se sentó al escritorio, aguardando que llegara Riley.

Otra vez, movimiento. Otra vez, de Callahan.