Pero se había convertido en ametralladora. La andanada barrió las paredes, hizo saltar trozos de yeso. Doyle trató de zambullirse hacia un lado, pero fue muy lento. Una bala lo alcanzó en el hombro y le rompió la clavícula izquierda. Otra le dio en el pecho y le atravesó el pulmón antes de salir, arrastrando consigo un sanguinolento tejido rosado. El impacto lo arrojó contra la pared y la sangre salpicó la piedra labrada. Cayó a un costado y se arrastró por la puerta, hacia el pasillo.
Trató de incorporarse, buscando más proyectiles en el bolsillo, pues sabía que tenía la pistola descargada. Encontró algunos y los colocó en las cámaras vacías mientras Callahan avanzaba.
—Inmortalidad, Doyle —clamó el millonario—. ¿Qué mayor tesoro que éste podría haber?
Rodeó la puerta, abultados los ojos rojos mientras miraba al antiterrorista herido.
Doyle disparó dos veces hacia arriba, al estómago de Callahan.
Los disparos levantaron al otro hombre en el aire y lo arrojaron uno o dos metros hacia atrás, chorreando sangre por los enormes agujeros que las balas de la Bulldog le habían producido.
Doyle se puso de pie; el aliento silbaba a través de la herida del pulmón.
Corrió hasta el final del pasillo y salió al vestíbulo, para dirigirse luego a la escalera.
Estaba a mitad de camino cuando Callahan se le apareció, tambaleante. Se apoyó el fusil de asalto en el hombro e hizo fuego otra vez.
Doyle recibió un nuevo impacto. En la espalda y en la pierna. En la zona lumbar.
Un dolor casi insoportable le llenaba el cuerpo y gritó cuando las balas abrieron un canal a través de la carne y los músculos. Perdió más sangre por las heridas. Había padecido un sufrimiento al que no debía ser sometido hombre alguno.
Por un momento pensó que se hallaba otra vez tirado en una calle de Londonderry.
Esta vez no se trataba de una bomba, sino de varias balas de gran velocidad que le habían destruido el cuerpo.
¿Lo habían matado?
Se volvió en la escalera, otra vez con la 44 en alto.
Callahan se acercaba.
Sonreía.
No es que Doyle simplemente borrara la sonrisa de su rostro. La hizo volar.
Un disparo de la 44 cogió a Callahan en el rostro, penetró entre los dientes y explotó en la parte posterior de la cabeza. La tremenda fuerza de la bala le llenó la boca de trocitos de esmalte dental y finalmente los arrastró a través del agujero que había perforado en la base del cráneo. Se levantó en el aire como movido por alambres invisibles, su cuerpo voló como una marioneta no deseada antes de caer al suelo, al pie de la escalera, con humo que se levantaba de la cara, o de lo que le quedaba de cara.
Doyle miró atentamente el cuerpo con ojos que se iban encapotando.
Callahan no se movía, pero Doyle tenía que comprobar. Trató de ponerse de pie, pero el esfuerzo le hizo toser, y en los labios asomaron rojos hilos de sangre. Al incorporarse y, tortuosamente, bajar los escalones hacia el cuerpo inmóvil de su enemigo, sintió como si las piernas le fueran a fallar.
Todo el tiempo llevaba la Bulldog lista para disparar.
Lo recorrían oleadas de dolor tan intenso que creyó que se desmayaría, de modo que tuvo que detenerse, tratar de tomar aire en los pulmones agujereados por las balas. Sentía una enorme presión en el pecho cada vez que trataba de tragar. Cuando espiraba, el aire silbaba a través de los desgarrados pulmones como fuelle perforado.
Se acercó a Callahan.
¡Al ataque!
Se dio la orden y los hombres de la guardia irlandesa avanzaron sobre la casa, disminuyendo ligeramente la velocidad a medida que se acercaban a la puerta principal.
Los que se hallaban detrás y a los lados del edificio, en su prisa por entrar, rompieron las ventanas.
Media docena aguardó fuera, frente a la fachada, con los fusiles preparados.
Doyle los oyó en el porche, pero Callahan le acaparaba la atención.
La cara del millonario era un sangriento deshecho, la boca todavía abierta y porciones de la mandíbula superior incrustadas en el paladar.
Doyle, de pie junto a él, luchaba con la inconsciencia, deseaba tan sólo acostarse. Descansar.
Morir, si era necesario.
Callahan le cogió la pierna izquierda y se incorporó. Doyle sintió la fuerza increíble de la cogida y que alguien lo levantaba y lo lanzaba a través del vestíbulo, mientras Callahan se levantaba y se dirigía a él.
Sonreía. Lo que le quedaba de rostro formaba una máscara repugnante.
Se abrió la puerta del frente e irrumpieron violentamente en la casa los dos primeros policías. Doyle los observó mientras apuntaban sus armas en todas direcciones, esperando que cayeran sobre Callahan, pero el millonario fue demasiado rápido para ellos. Los bajó con una ráfaga de la HK-33. Luego, con increíble agilidad, subió la escalera.
Doyle sólo pudo observar como llegaba arriba y se volvía mientras el resto de los policías entraba en la casa.
Abrieron fuego simultáneamente.
A Doyle lo ensordeció la masiva descarga de fusilería que pareció durar una eternidad. El vestíbulo se llenó de humo mientras seguían disparando contra Callahan más y más balas, balas que le dieron en el pecho, las piernas, el estómago, el rostro. Una incluso le hizo volar la nariz. El impacto lo proyectó contra la pared con increíble fuerza, luego volvió tambaleándose hacia adelante, chocó con la balaustrada y pasó por encima de ella hasta que finalmente cayó en el vestíbulo desde unos seis metros de altura, más o menos, y se golpeó brutalmente.
Esta vez, no se movió.
—Este todavía está vivo —gritó uno de los agentes, acercándose a Doyle, quien yacía boca arriba—. Llamad una ambulancia, rápido.
¿Qué es todo este ajetreo?, pensó Doyle. Miró al sitio donde uno de los policías movía el cuerpo de Callahan con la punta de la bota.
Doyle abrió la boca para hablar. Se ahogaba en su propia sangre, pero consiguió articular, aunque débilmente, las siguientes palabras:
—Todavía está vivo.
El agente de la Guardia sacudió la cabeza.
—Está vivo —insistió Doyle, cuya advertencia, o más bien súplica, se disolvió en un acceso de tos que le produjo nuevos espasmos de dolor en todo el cuerpo—. Creedme, está vivo. Por lo que más queráis, os lo aseguro, está vivo.
Su voz delataba miedo y las palabras surgían cada vez más débiles.
—Vivo —dijo en un susurro.
Por sus labios corría sangre.
—¿Dónde está esa ambulancia? —gritó colérico un agente.
Doyle, por su parte, pensó que no parecía importar demasiado.
Cerró los ojos.