Doyle estaba ya casi en la parte superior de la escalera cuando oyó la explosión.
Parecía que toda la casa se bamboleara a consecuencia de la detonación. Luego oyó gritos que provenían del exterior. Órdenes. Giró en redondo, mirando al rellano superior, tan ansioso ya por descubrir la fuente de la explosión como por encontrar a Callahan. Se dio la vuelta y bajó la escalera a toda prisa, encogiéndose cuando le dolía la pierna herida. Percibió el calor del incendio a que el coche había dado origen. Cuando entró en el pasillo, el calor lo envolvió como una ola. Adelante, la explosión había abierto una de las puertas. Doyle aflojó ligeramente el paso, el arma en la mano, luego se agachó y escudriñó en la habitación.
Las llamas del automóvil incendiado aún entraban por la ventana destrozada. Las cortinas ardían. Un denso humo llenaba el aire.
Georgie yacía boca arriba en el centro de la habitación, el cuerpo curvado en posición fetal, un brazo aplastado bajo el cuerpo. Alrededor de ella, la sangre derramada había formado un charco oscuro.
Cuando Doyle la miró vio las heridas de bala en su cuerpo y arañazos en la cara, que se había producido al atravesar la ventana. El pelo rubio, moteado de sangre, se le aplastaba en la cara como si la muchacha se hubiera duchado con el rojo elemento. Tenía los ojos cerrados.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Doyle, acercándose lentamente al cuerpo.
Se arrodilló junto a ella, le tocó el cuello con la mano. Cuando la retiró, la tenía manchada de sangre. Los párpados estaban todavía un pelín abiertos, de modo que Doyle, muy suavemente, los cerró. Ignorando al parecer el fuego que se adueñaba de la habitación, permaneció junto a su ex compañera y mantuvo la vigilia un rato más hasta que, por último, volvió al pasillo y cerró la puerta detrás de él. Debía contener el fuego por un momento. Por lo menos hasta que encontrara a Callahan.
Se quedó allí, con la espalda contra la pared, con la mirada fija en la puerta detrás de la cual yacía Georgie, y se sintió presa del cansancio. Era como si alguien le hubiera absorbido la vida. Por primera vez en su vida, no sintió el horror o la inevitabilidad de la muerte, sino su espantosa futilidad. O, tal vez, lo que sentía más profundamente era la futilidad de la vida.
Y si la vida era una futilidad, ¿para qué prolongarla?
Se sacudió el letargo y avanzó por el pasillo con la intención renovada de encontrar a Callahan.
Desde arriba llegó un ruido de vidrio que se rompía.
Doyle se apresuró hasta llegar a la habitación, la habitación donde él sabía que estaba la vidriera. La puerta estaba todavía bien cerrada. Dio un paso atrás y se preparó para patearla. Si Callahan estaba allí esperándolo, mala suerte.
Lanzó un pie contra la puerta y ésta voló sobre los goznes hasta dar contra la pared.
Doyle entró a toda velocidad, la Bulldog por delante.
Callahan estaba en la habitación, pero no estaba solo.
—¡Jesús! —musitó Doyle entre dientes, mientras sus ojos casi fuera de las órbitas miraban con incredulidad al otro ocupante de la habitación.
La criatura era mucho más alta que Callahan y sus ojos rojos ardían con locura mientras miraba a su alrededor, hasta que finalmente se fijaron en Doyle, quien no pudo evitar quedar como congelado en el sitio donde estaba, pasmado ante la monstruosa aparición. Emociones encontradas chocaban en su interior. Perplejidad. Incredulidad. Miedo. Repugnancia.
¿Qué coño era aquello?
Callahan aún seguía de espaldas a Doyle, con la mirada fija en la criatura, en actitud reverente. Si Doyle hubiera podido ver la cara del millonario, habría descubierto la sonrisa en sus labios.
—¡Déjalo ya! —gritó Doyle, los ojos clavados en el monstruo.
Levantó la Bulldog y se afirmó. Luego disparó dos veces.
Ambos dieron a la criatura en el pecho, las cápsulas explotaron y los proyectiles se abrieron dentro de su blanco. Las heridas vomitaron una viscosa mezcla de sangre y pus, pero la criatura sólo se balanceó ligeramente al recibir los impactos.
—No —rugió Callahan, y giró en redondo con el HK-33 apuntando a Doyle.
Disparó dos veces. Erró el primero. El segundo cogió al antiterrorista en un costado. Le perforó el torso justo por encima de la cadera derecha, pero, afortunadamente para él, le atravesó la carne sin interesar a ningún órgano vital. Sin embargo, el impacto lo hizo girar perdiendo sangre por la herida. Cayó al suelo, siempre con los ojos fijos en la criatura. Doyle se puso trabajosamente de rodillas y volvió a disparar. Esta vez a Callahan.
Hizo un disparo.
El proyectil de calibre 44, a una velocidad de más de cuatrocientos cincuenta metros por segundo, acertó al millonario en la espalda. Rompió fácilmente el omóplato, se abrió de inmediato y arrojó su contenido letal en el cuerpo de la víctima. Doyle vio como el disparo levantaba al otro hombre en vilo. Este cayo a los pies de la criatura, que lo miró y luego miró a Doyle. Ya el antiterrorista había conseguido ponerse de pie y, apoyado contra la puerta, se disponía a disparar otra vez.
El cuerpo de Callahan se estremecía ligeramente. Estaba muerto. Doyle tenía que matar esa otra asquerosa monstruosidad.
Dio un paso adelante e hizo fuego.
La bala lo alcanzó en el estómago, pero apenas detuvo a la criatura, que se inclinó y cogió a Callahan con una gigantesca mano en forma de garra y lo retuvo colgando ante sí como un niño podría hacer con un muñeco. Luego le puso la otra mano en la cara. Doyle le vio la boca abierta y que movía los labios como si hablara. Luego, suavemente, bajó a Callahan hasta el suelo donde quedó inmóvil y con los ojos cerrados.
La criatura retrocedió hacia la vidriera, cuyos fragmentos se hallaban esparcidos por el suelo como conffeti de vidrio.
Doyle amartilló la 44 una vez más e hizo fuego.
Este disparo dio a la criatura de lleno entre los ojos y Doyle observó con satisfacción que el rostro del monstruo parecía plegarse hacia dentro y el cráneo se hundía bajo el tremendo impacto de la cápsula. El monstruo vaciló por un momento y Doyle disparó nuevamente. Otra vez a la cabeza. Pareció estallarle íntegramente el cráneo. Por la habitación volaron fragmentos de materia amarilla y roja como si en el cráneo de aquella criatura hubiera estallado una carga explosiva. El aire se vio cruzado por porciones de hueso que había proyectado no sólo el tremendo impacto de las balas, sino también los chorros de fluido maloliente que salían expelidos de la cabeza destruida.
La criatura se mantuvo completamente inmóvil durante unos largos segundos, para desplomarse luego al suelo.
Doyle lo vio caer.
Vio que el suelo se levantaba para recibirlo.
Lo vio golpear contra el suelo.
Lo vio desaparecer.
Mientras él miraba con azorada incredulidad, la criatura desapareció. Lo único que quedaba eran los charcos de aquella descarga que, a modo de vómito, se había esparcido por toda la habitación.
Doyle sacudió la cabeza.
No era posible.
Se preguntó si no había sufrido una momentánea pérdida de conciencia.
La criatura no podía desaparecer. No podía.
Doyle se quedó mirando perplejo, apoyado contra la pared, sangrando por la herida del costado, los ojos todavía muy abultados, la mirada fija en el sitio donde había visto caer a la criatura. Había caído estrepitosamente junto al cadáver de Callahan. Caído y agonizado junto al hombre que la había convocado. Caído…
Callahan se sentó.
Doyle sacudió la cabeza.
Esto es una locura. Yo soy un loco.
Observó como Callahan se ponía de pie y sus manos temblorosas se estiraban para coger la HK-33. El millonario se volvió y miró a Doyle.
Cuando Callahan abrió los ojos, Doyle vio que ahora tenían un brillo rojo, como los de la criatura.
Y comprendió.
Callahan levantó la HK-33 y disparó.