95

Calculó que estaría a menos de cinco kilómetros de la casa.

Georgie mantenía el pie en el acelerador, los ojos fijos en la carretera. Cinco minutos más y estaría nuevamente en la propiedad de Callahan. Sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. ¿Con qué se encontraría al llegar? Trató de expulsar la idea de su mente, que se le había presentado repentinamente junto con un sentimiento de profunda tristeza ante el recuerdo de Laura Callahan allí tirada, con media cabeza reventada. Georgie sintió un cansancio aplastante; de pronto, todo parecía ridículamente inútil. Su misión con Doyle, todo su trabajo. Era como si todo eso sólo tuviera un final posible: la muerte.

Respiró hondo, cogió con más firmeza el volante y sintió la presencia de la 357 en su pistolera, contra las costillas.

¿Cuántas muertes ocurrirían todavía hasta que toda esa historia terminara?

Hizo girar el coche en un cruce y entró en el camino vecinal que llevaba a la entrada de la finca de Callahan.

Precisamente cuando giraba en el cruce vio las grandes furgonetas de tránsito aparcadas cerca de las puertas. De ellas se apeaban hombres.

Vio que llevaban fusiles.

Por un instante sus pensamientos se dirigieron a Doyle.

Dejadle, vivo.

La idea se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Volvió a concentrar la atención en los hombres que se apeaban de las furgonetas. Había tres aparcadas fuera de la entrada, pero cuando observó, ya dos entraban en el recinto y se dirigían a la casa.

¿Qué diablos estaría pasando allí?

Tenía que averiguarlo.

Antes tenía que pasar delante de los fusileros.

La furgoneta que iba en primer término se lanzó por el sendero interior hacia la casa de David Callahan. Sus ocupantes iban sentados en la parte trasera y llevaban los fusiles en la falda. Uno o dos vigilaban que los cargadores estuvieran completos, mientras los otros esperaban pacientemente que las furgonetas se detuvieran y se les ordenara salir. El aire frío de la noche los recibió como una pared fría.

Era un frío extraño, un frío profundo y atenazador que erizaba los pelos de todo el cuerpo.

Se habían desplegado entre los arbustos que rodeaban la casa, detrás de los coches, en todo sitio que ofreciese una cobertura adecuada.

Los fusileros esperaban órdenes.

La casa estaba a oscuras, salvo la luz del porche. Era una luz débil cuyo brillo mortecino iluminaba el cuerpo del colega muerto, tendido frente al edificio, sobre la grava.

Llegado el momento, en caso necesario, tomarían la casa por asalto. Lo único que necesitaban era la orden.

Aguardaron.

Una puerta delante.

Doyle apretó la espalda contra la pared y se desplazó hacia esa puerta, lo más suavemente posible y sin dejar un solo instante de escudriñar la oscuridad en todas direcciones. Llevaba la 44 en la mano derecha; estiró la izquierda hacia el picaporte. Lo giró y empujó. La puerta se abrió. Se agachó y atravesó el umbral.

La cocina.

Miró en derredor, pero no vio ni señas de Callahan. Ni siquiera un indicio de que hubiera estado allí últimamente. Doyle salió de la habitación, temblando a causa de la intensidad del frío. Se sopló las manos, se pasó la Bulldog a la izquierda y se frotó la palma de la mano derecha contra el muslo, en un esfuerzo por restaurar la circulación.

Dios santo, qué frío. Se desplazó por el pasillo hacia la otra puerta, se detuvo un momento y luego la abrió.

Otra vez, la habitación a la que accedía estaba vacía, pero al entrar le llamó la atención una gran ventana panorámica y vio movimiento afuera. Siempre agachado, se escabulló a través de la estancia, en dirección al ventanal y miró hacia afuera.

Dos agentes de la Guardia estaban tomando posiciones tras el escudo que ofrecían unos árboles a doscientos metros de la casa, más o menos.

—Mierda —murmuró entre dientes y se apartó del ventanal, para volver al pasillo y desandar el camino hasta el vestíbulo.

Tendría que buscar a Callahan en la planta alta. Al detenerse ante la puerta del vestíbulo contempló los riesgos. Subir la escalera era una invitación a la muerte. No había cobertura posible en caso de que Callahan estuviera arriba esperando. Si abría fuego, no tenía dónde ocultarse. Pero ¿de qué otra manera podía llegar a la planta alta?

Doyle abrió apenas la puerta y forzó la vista en la oscuridad del rellano. En tan cerrada oscuridad, aun cuando Callahan estuviera arriba, sería invisible para él.

Afuera, la guardia. Dentro, Callahan.

Prometía ser una fiesta de puta madre.

Doyle entró en el vestíbulo, sin mirar siquiera a los agentes muertos. Fue al pie de la escalera con la Bulldog lista para disparar. No se oían ruidos de arriba.

Comenzó a subir.

Callahan estaba hipnotizado, rodeado de vapor. Tenía la HK-33 al lado y la atención fija en la vidriera, en la brillante radiación que de ella emanaba. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de una gruesa capa de hielo, que colgaba también a medida que el vapor seguía desplazándose por el suelo como niebla. Se percibía un olor que a Callahan le recordaba el de la mala comida; y el frío era cada vez más intenso.

Dio un paso hacia la vidriera, observando los zarcillos de niebla que ascendía hacia el cielo, observando que aquel brillo multicolor se hinchaba como si alguien lo inflara y palpitaba como incipiente arco iris.

El chasquido del vidrio, al quebrarse, fue como un latigazo en el silencio de la habitación. Le hizo saltar; el corazón le latía contra las costillas.

Otro chasquido, esta vez más fuerte.

Una parte del vidrio pareció volar hacia arriba, como si hubiera sufrido un impacto desde abajo. Pero eso no podía ser; la vidriera se apoyaba sobre caballetes. Debajo de ella no había nada. Pero Callahan observó como el fragmento de vidrio se elevaba en el aire con un movimiento lento, giraba en la niebla y caía a tierra, donde yacía hecho añicos.

Una serie de chasquidos. Un débil murmullo.

Los dientes de Callahan entrechocaban, tal era el frío. Mantuvo los ojos fijos en la vidriera, ojos que no sólo abultaba la maravilla y el alborozo, sino también el miedo.