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La habitación parecía llena de humo, que se arremolinaba en densas y grandes capas alrededor de la vidriera y se prolongaba por el suelo al modo de etéreos zarcillos, que asomaban por debajo de la puerta y llegaban a la ventana, estirados por la brisa que soplaba dentro de la habitación.

Sin embargo, a través de la niebla gris se veía una radiación, un brillo que parecía crecer en intensidad hasta que la vidriera lució por sí misma. La habitación estaba oscura; quizá el vidrio de la vidriera hubiera absorbido la luz y la hubiera digerido como algo vivo y la hubiera luego vomitado en forma de brillantes colores.

Los caballetes que la sostenían en su lugar crujieron como si, de pronto, el peso de la vidriera se hubiera vuelto demasiado fuerte para ellos. La madera se arqueó y se rajó, amenazando con derrumbarse.

Y del vidrio propiamente dicho continuaba surgiendo el vapor blanco grisáceo.

Los colores se hicieron más vividos en el centro de la nube.

Comenzó entonces a oírse un murmullo, cuyo volumen fue en aumento.

Toda la casa fue invadida por un frío tan intenso que se congelaba sobre las paredes.

Luego, otro sonido.

Como de vidrio que se rompe.

Doyle fue de una habitación a la otra, con la 44 por delante, ojos y oídos alerta al mínimo ruido o movimiento.

Ponte delante, cabrón hijoputa.

Llegó a la puerta que conducía al vestíbulo.

Acostada contra esa puerta, con un agujero en el pecho, estaba Catherine Roberts. Doyle apretó los dientes y miró rápidamente a su alrededor para controlar que Callahan no se hubiera escapado furtivamente por ninguna de las habitaciones a su izquierda o a su derecha. Satisfecho de descubrir que era un lugar seguro, se arrodilló junto a Cath y resistió la tentación de tomarle el pulso. El Spas había tenido una efectividad mortal. De ello daban fe las porciones de pulmones y de la columna vertebral aún pegadas a la pared.

Doyle se acercó a la puerta y espió por una hendedura en dirección al rellano.

Ni rastro de Callahan.

El que no lo veas no significa que no esté.

El antiterrorista abrió apenas la puerta con el dedo en el gatillo de la Bulldog, listo para amartillarla. Con un empuje de siete kilos sobre el disparador de doble acción no podía correr el riesgo de un retroceso masivo, no podía arriesgarse a errar el disparo a Callahan.

No tendría más de una oportunidad.

Sin embargo, se tranquilizó, con una le bastaba. Si acertaba a Callahan con uno de los proyectiles de seguridad Glaser, no había temor de que volviera a levantarse.

Se inclinó ligeramente hacia adelante, se agachó y calculó que tenía aproximadamente unos seis metros hasta llegar a la puerta del otro lado del vestíbulo.

Mientras miraba, vio los cuerpos de los dos agentes de la guardia derramando sangre sobre la refinadísima alfombra.

¿Por qué coño habrá matado también a éstos?

Doyle tembló involuntariamente, consciente ya del frío que mordía la carne. Tenía que cruzar el vestíbulo, tenía que explorar la casa para encontrar a Callahan. Pero la casa era enorme. Podía llevarle un siglo.

A menos que él te encuentre primero.

Doyle levantó la vista nuevamente hacia el rellano y volvió a bajarla a su pierna herida. La herida palpitaba, pero no le impedía moverse. Respiró hondo y abrió un poquito más la puerta.

Vamos, no puedes quedarte aquí hasta que sea de día.

Corrió lo más rápido que se lo permitió la pierna herida y tropezó con uno de los agentes de la guardia.

No hubo disparos.

Ni señal de Callahan.

Doyle abrió la puerta y dio un paso atrás, a la espera del disparo. Pero éste no llegó nunca. El pasillo estaba en la oscuridad. Sólo podía conjeturar la cantidad de habitaciones que quedaban ocultas en la oscuridad.

Sólo hay una manera de saberlo.

Continuó, consciente de que el frío se hacía ya casi intolerable.

Callahan había observado la carrera del antiterrorista a través del vestíbulo.

Lo tenía todo el tiempo en la mira de la HK-33. Grande fue para él la tentación de apretar el disparador, pero un blanco móvil siempre era más difícil y Doyle era un hombre peligroso. Habría sido preferible un tiro a la cabeza, pero difícil. Mejor dejarlo pasar. Aguardó un momento, luego cogió el fusil de asalto y comenzó a bajar la escalera, lenta y cautelosamente.

Cuando llegó al pie de la escalera se apoyó el fusil en el hombro y apuntó a la puerta por donde Doyle había desaparecido. Pero el antiterrorista no hizo su aparición y Callahan cruzó sigilosamente el vestíbulo.

Sonrió para sí mismo.

Cuando Doyle lo encontrara, sería muy tarde.

Demasiado tarde.

También él sentía el frío entumecedor, pero, a diferencia de Doyle, lo agradecía. Sabía lo que significaba.