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Diez segundos.

Eamon Rice comprobó la segunda manecilla de su reloj, contando los segundos, él mismo absolutamente inmóvil.

Ocho segundos.

Controló que todavía le quedaban municiones sin usar.

Seis segundos.

Dentro de la torre de señales, el fuego no había cesado; cada tanto se oía un disparo suelto. Al parecer, ambos bandos aguardaban.

Cuatro segundos.

Se incorporó un poco, listo para disparar.

Tres.

Esperaba que Hagen y Peters hubieran tomado posición.

Dos, Uno.

Abrió fuego, las balas abrieron un canal en la fachada de la torre de señales, haciendo añicos los fragmentos que, de alguna manera, habían quedado intactos.

Del otro lado de la torre. Simon Peters se zambullía al pie de la escalera de madera que llevaba a la planta superior. Alcanzó a ver la silueta detrás de la puerta; levantó la Uzi y disparó una ráfaga prolongada. Las balas se estrellaron contra la puerta y el marco.

Oyó un grito que venía del interior y supo que el hombre que custodiaba la puerta había sido alcanzado.

Envió a Hagen hacia adelante y el otro hombre se escabulló hacia arriba por los peldaños y se detuvo un momento con la MP5 preparada a la altura de la puerta.

Dentro, James Maguire contemplaba el cuerpo de Damien Flynn. Dos balas le habían penetrado el tórax y la tercera le había abierto un agujero en la garganta y le había destrozado la laringe. Sorprendentemente, la sangre era escasa. Flynn yacía boca arriba, con los ojos todavía abiertos, moteadas sus órbitas sin vida por partículas de polvo. Maguire cogió su pistola en la mano y la Skorpion automática en la otra. Aguardó.

—Vamos, cabrones —gritó, en voz lo bastante alta como para hacerse oír por encima del traqueteo de las armas.

Billy Dolan irrumpió en la habitación, el rostro empapado de sudor y, en la mano, el arma vacía.

—Están entrando, Jim —jadeó.

Maguire no respondió; tenía la mirada fija en la puerta.

Esta se abrió de golpe.

Se oyó una explosión ensordecedora mientras las balas de las armas automáticas cruzaban la pequeña habitación en todas las direcciones. Al suelo caían cápsulas de cartuchos y el olor a cordita impregnaba el aire. Al tiempo que continuaba el tiroteo, se elevaba una ondulante columna de humo grisazulado.

Dolan fue herido en el brazo y el hombro.

Maguire recibió un disparo en el estómago, pero se mantuvo de pie, ajeno al dolor que se le extendía por la parte inferior del cuerpo. La sangre corrió por la camisa y la parte anterior de los pantalones.

Cuando Hagen irrumpía por la puerta, una bala de 9 mm hizo impacto en su mejilla, la atravesó y salió por el otro lado arrastrando consigo varios dientes. Cayó disparando, rastrillando el interior de la torre de señales. Dos disparos más fueron a dar en el cuerpo de Dolan, uno de los cuales se alojó en el lado izquierdo de la cabeza.

Simon Peters resultó herido en la pierna, la rodilla destruida por el impacto. Cayó hacia adelante, todavía con el dedo en el disparador. Vio que las balas herían a Maguire en el tórax y el brazo, lo vio retroceder tambaleante mientras otra bala le deshacía la clavícula. De sus heridas manaba abundante sangre. Sintió que el pulmón se le deshacía al ser atravesado por una bala, que salió por la espalda con rosados trocitos de tejido pulmonar. Era como si alguien hubiera aplicado un torniquete muy ajustado a su pecho. Tuvo gran dificultad para respirar.

Dolan yacía a su lado, retorciéndose mientras una espuma roja le asomaba a los labios a medida que recibía más balazos. Finalmente, rodó sobre la espalda, y al hacerlo cayeron fragmentos de seso por los grandes agujeros que presentaba el cráneo.

Maguire se las arregló para llegar a la otra habitación, no sin dejar tras de sí un rastro de sangre y de orina. Apenas podía respirar y sentía como si tuviera la parte superior del cuerpo envuelta en llamas, a pesar de lo cual colocó un cargador nuevo en la Skorpion y aguardó. Sobre el fondo de las ya destrozadas ventanas de la torre de señales, su silueta resultaba muy visible, pero no se dio cuenta de que Eamon Rice tenía la vista clavada en él.

—Vamos, Peters —dijo jadeando, mientras aguardaba a su enemigo—. Nos iremos juntos —la sangre que fluía sobre los labios teñía de rojo su sarcástica sonrisa apenas insinuada.

Rice hizo fuego.

Maguire recibió una media docena de balas que lo catapultaron a través de la habitación y lo aplastaron contra la pared opuesta, a la que pareció quedar adherido unos largos instantes antes de deslizarse hacia abajo dejando una gigantesca mancha roja.

Todavía tenía la Skorpion en la mano.

Peters se arrastró hasta la otra habitación, pasando junto a los cadáveres de Laura Callahan y Billy Dolan. Vio a Maguire allí tirado e hizo lentamente una señal con la cabeza.

Detrás de él, Hagen tosió, la boca colgante, floja y abierta; de las mejillas perforadas y la mandíbula destruida, la sangre manaba en chorro permanente. Peters trató de inspirar y sintió que el aire frío se colaba por la herida del pulmón. Dio un respingo y se llevó una mano a la herida, al tiempo que apretaba los dientes de dolor y se incorporaba con enorme dificultad. Miró el cadáver de su adversario y luego el de Laura. Peters sacudió la cabeza y hundió en el cuerpo de Maguire la punta del zapato.

—Animal —murmuró, para cerrar luego los ojos al atravesarlo una ola de dolor.

Durante un segundo pensó que se desmayaría, pero esa sensación se disipó. Se volvió para mirar a Hagen.

Estaba inconsciente.

—Eamon —llamó Peters, y el esfuerzo lo sacudió—. Todo ha terminado.

Fuera, Eamon Rice bajó el arma y dio un paso adelante.

Lo único que oyó fue el clic de un gatillo que alguien amartillaba y sintió la presión de un cañón contra la cabeza.

—Deja el arma —dijo Georgie.

Hizo lo que se le ordenaba.

—¿Quién mierda eres? —preguntó Rice, asombrado no sólo del acento inglés de la voz, sino de su timbre femenino.

—Agente británica —contestó ella—. ¿Estuvieron aquí Maguire y sus hombres?

—Sí.

—Vamos —dijo secamente Georgie al tiempo que lo empujaba.

Él la condujo hasta la escalera y subió lentamente, siempre con la agente detrás.

—Compañía, Simon —llamó cuando llegaron a la puerta.

Georgie lo empujó al interior y contempló la carnicería. Enseguida vio a Laura Callahan, la cara barrida por una descarga a quemarropa que había terminado con su vida.

—Sabíamos que venían —dijo Peters tranquilamente.

—¿Quién mató a la mujer? —preguntó Georgie.

—Estaba muerta cuando nosotros llegamos —dijo Peters entre jadeos—. Vosotros queríais a Maguire, ¿verdad?

Ella asintió.

Él sonrió apenas. Un hilo de sangre le corría de la comisura de los labios.

—Ése no era asunto vuestro —le dijo—. Nunca lo fue. Sabemos cuidarnos solos.

—Ya lo veo —dijo ella tranquilamente.

—Historia concluida —le dijo Peters.

—Georgie miró al hombre herido del IRA y a los cadáveres.

Miró a Laura Callahan.

¿Concluida? Cuando Georgie corrió hacia su coche, sólo tenía un pensamiento.

Tenía el presentimiento más terrible de que sólo acababa de comenzar.

Eran treinta.

Todos armados con fusiles semiautomáticos Sterling AR-180.

Diez en cada furgoneta.

Los hombres de la guardia irlandesa recibieron instrucciones cuando se acercaron a la casa de David Callahan.

No tenía que entrar nadie. No tenía que salir nadie. Se creía que en la casa había varios hombres armados y sospechosamente peligrosos. Si no se los podía coger vivos, había que dispararles.