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Doyle se cogió con fuerza a la estantería, tiró de ella y dio un paso a un costado al tiempo que la estantería caía estrepitosamente al suelo desparramando por doquier su contenido. Con ayuda de Georgie y de Cath volvió a ponerla en pie de tal modo que quedara cerca de una de las ventanitas del despacho.

Georgie comenzó a trepar utilizando los estantes como peldaños, hasta llegar al extremo superior y a la ventana. Se afirmó, le dio una patada y rompió el vidrio.

—¿Puedes salir? —preguntó Doyle.

—Georgie sacó con el pie unas astillas punzantes que habían quedado junto al marco y probó si el espacio era lo suficientemente grande como para arrastrarse a través de él. Decidió que podía salir.

—Coge esto —dijo Doyle, quitándose la 38 de la pistolera del tobillo y alcanzándosela a Georgie—. Aquí dentro hay balas de ojiva hueca. No habrá casi nada que se les resista.

Ella esbozó una ligera sonrisa. Luego preguntó:

—¿Y tú? Callahan va armado.

—Yo me ocuparé de Callahan. Date prisa. Ve por su mujer —le dijo él.

—Mi coche está aparcado frente a la casa —explicó Cath.

Georgie abrió la mano mientras miraba las llaves del BMW.

—Si alguno de los malditos guardias trata de detenerte, dispárale —dijo rotundamente Doyle.

El y Cath observaron como Georgie se asía a un lado del marco de la ventana y salía culebreando. El aire frío de la noche la recibió golpeándole el rostro. Estaba a cerca de dos metros del suelo. Miró a su alrededor y no descubrió signo alguno de movimiento, por lo que dedujo que la habitación debía de estar a un costado de la casa. Los problemas sobrevendrían cuando tratara de llegar al frente, pero de momento su única preocupación consistía en salir.

Se esforzó en impulsarse a sí misma hacia arriba cuando, en el último momento, se dio cuenta de que iba a caer de cabeza. Agradeció que la casa estuviera rodeada de césped. Georgie apretó los dientes y se dejó caer.

Aun cuando la hierba constituía una superficie de aterrizaje relativamente segura, el impacto le cortó el aliento y la hizo rodar con un imperceptible lamento producido por un dolor agudo en un hombro. Se levantó y, con la espalda contra la pared, se dirigió al frente de la casa. Para su zozobra, estaba brillantemente iluminada.

Dos coches de la guardia irlandesa estaban aparcados a unos cien metros del edificio. Georgie vio con toda claridad a sus ocupantes.

El coche de Catherine Roberts estaba más cerca. Tal vez a veinte metros.

Una carrerilla corta.

Cogió las llaves con una mano y la 38 con la otra, mientras los ojos escudriñaban constantemente el frente de la casa. Observó que uno de los policías se apeaba del vehículo, miraba alrededor y se dirigía deprisa a una mata alta de arbustos para hacer sus necesidades.

Bien agazapada, Georgie fue hacia el BMW.

Llegó sin que la vieran, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Se sentó ante el volante, puso la llave del encendido y la giró.

El motor comenzó a funcionar al primer intento. Georgie puso el coche en movimiento y lo hizo girar a fin de que quedara de frente a los coches de la guardia irlandesa.

Pisó el acelerador y el coche salió disparado, desparramando grava a su paso. El BMW pasó junto a los otros dos coches antes de que sus conductores tuvieran tiempo siquiera de conectar los motores. Por el espejo retrovisor los vio desaparecer detrás de ella. La aguja del velocímetro llegaba casi a los cien cuando circulaba por el camino interno. Sólo encendió las luces cuando vio las puertas.

Atravesados en la salida había dos coches, morro contra morro.

Georgie cogió más fuerte el volante, se inclinó sobre él y hundió el acelerador a fondo.

Vio que los hombres salían apresuradamente de los coches cuando ella se avalanzaba sobre los mismos.

Cuando Georgie se llevó por delante la improvisada barrera, el golpe fue feroz. La sacudida le hundió la espalda contra el asiento, pero mantuvo inmóvil el pie sobre el acelerador, para aflojarlo sólo al llegar a la carretera, donde clavó los frenos para evitar que el coche cayera en la cuneta del lado contrario. Giró el volante, tratando de mantener las ruedas sobre el asfalto. Chillaron en su esfuerzo por mantener la adherencia, y las de atrás levantaron humo. Por un segundo terrible pensó que volcaría, pero el coche se estabilizó y Georgie continuó su carrera.

Nadie la seguía.

Veinte kilómetros hasta la torre de señales.

Volvió a apretar el acelerador.

—Tengo que destruir la vidriera —dijo Catherine Roberts.

—Antes tenemos que salir de aquí —le recordó Doyle, quien la miró por un momento—. ¿Cree realmente en esa basura de la vidriera? ¿Esa fuerza, o poder, o como quiera llamarla?

—Existe, señor Doyle. Y hace siglos que existe, o quizá milenios.

—Entonces, ¿qué le hace pensar que precisamente usted podrá detenerla? —preguntó.

Ella no pudo responder.