89

James Maguire colgó y caminó con aire solemne hacia donde se hallaba Laura Callahan, todavía ligada y amordazada. Se hincó de una sola rodilla, desenfundó la Browning y la apoyó sobre la cara de Laura.

—¿Sabes lo que dijo? —gruñó Maguire, a quien observaban sus compañeros mientras arrancaba la cuerda que sostenía la mordaza de Laura, lo cual le permitió escupirla.

La mujer tosió.

—¿Sabes lo que dijo el jodido de tu marido? —gruñó el hombre del IRA—. Dijo que no pagará el rescate. Dijo que te mate.

Ella sacudió la cabeza y lágrimas de miedo le inundaron los ojos.

—¿Por qué no quiere pagar? —preguntó Dolan.

—¿Y yo qué coño sé? —respondió Maguire con voz bronca.

—Dejadme hablar con él —imploró Laura, tratando de apartar la cabeza del cañón de la pistola que le presionaba el cuello.

—Estoy harto de hablar y estoy harto del puñetero de tu marido —gruñó Maguire—. Primero nos hace la puñeta con la partida de armas defectuosas, y ahora, esto.

—¡Mátale a él, no a ella! —dijo Dolan con cierta pasión.

Maguire lo miró.

—Le mataré. Billy, puedes apostar la vida a que le mataré. Pero he dicho que la mataría también a ella si no pagaba, y eso es exactamente lo que haré.

—Matarla a ella no solucionará nada. Vayamos por Callahan ahora, hagámosle pagar al cabrón.

Maguire sonrió.

—¡Que la hayas tocado no quiere decir que puedas hacerla tuya, Billy! —se burló Maguire.

—Dejadme hablar con mi marido —intervino Laura—. Puedo convencerle de que os pague.

—Ahora no quiero su podrido dinero. Sólo quiero su vida —dijo tranquilamente Maguire.

—¡Si vais a hacerlo, hacedlo ya, por el amor de Dios! —gritó Damien Flynn—. Disparadle.

—No —interrumpió Billy Dolan—. Soltadla. Es a Callahan a quien queremos.

—Te estás reblandeciendo, Billy —dijo Maguire, poniéndose de pie. Dio un paso atrás, amartillando su automática.

Laura quiso gritar, pero tenía secas la boca y la garganta.

Sólo pudo sacudir la cabeza mientras Maguire levantaba la pistola. Su dedo apretado contra el disparador.

—Hay alguien fuera.

La voz de alarma llegó de fuera de la puerta cerrada. Era Paul Maconnell.

Durante interminables segundos, Maguire permaneció inmóvil, la Browning apuntando a la cabeza de Laura; luego soltó el gatillo y guardó el arma en la pistolera, al tiempo que caminaba hacia la otra puerta. Cuando hubo llegado, se volvió hacia Dolan.

—Tú, apártate de ella —dijo con aspereza.

Después entró en lo que en otro tiempo fuera una torre de señales. Las palancas que otrora controlaran los raíles se hallaban entonces cubiertas de polvo y telarañas. El inmenso vidrio de la fachada del edificio ofrecía una visión clara del campo llano. A la derecha había un bosquecillo. A la izquierda, el suelo era llano y estaba cubierto de hierbas.

—Veo algo allá —dijo Maconnell, señalando los árboles.

—¿Policía? —inquirió Maguire.

Maconnell sacudió la cabeza en señal de negación.

—No se ven uniformes —dijo.

A la derecha, otra figura se movía entre la hierba alta y aparecía por momentos antes de desaparecer nuevamente como un espectro.

Maguire frunció el entrecejo.

¿Quiénes diablos eran?

En la bodega de la casa, David Callahan se movía rápidamente alrededor de pilas de cajas y sacaba las armas que necesitaba.

Un fusil Spas Automatic y unos proyectiles que se puso en el bolsillo.

Una subametralladora Ingram M-10. Seleccionó media docena de cargadores que fueran bien al arma, cada uno de los cuales comprendía treinta y dos balas.

Callahan le sonrió. Subió la escalera, trabajosamente a causa del peso de las armas. Las llevó al extremo superior de la escalera y se aseguró de que estuvieran todas cargadas. Desde el rellano cubría todas las entradas posibles al salón. Sólo había una manera de llegar al sitio donde él estaba: subir la escalera.

Puso cartuchos en los cargadores, introdujo balas en la 38 y se la colocó en el cinturón.

Por fin estaba preparado para el momento que durante tanto tiempo había esperado con el convencimiento de que alguna vez llegaría.

Todos estaban en posición.

La torre de señales estaba cubierta. No había manera de escapar.

Simon Peters cogió con fuerza la subametralladora Uzi en la mano y miró su reloj. Dos horas antes del amanecer. Cuando todo terminara, contemplaría la salida del sol.

Peters dio a sus hombres la orden de atacar.