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Cuando vio los vehículos de la policía aparcados obstruyendo la entrada a la propiedad de Callahan, Catherine Roberts disminuyó la velocidad del coche. Cuando se hubo acercado, uno de los uniformados le indicó por señas que bajara la ventanilla.

Le pidió algún documento de identidad.

Ella exhibió un carnet de conducir que él examino como si hubiera sido una valiosa reliquia antigua, con ocasionales miradas a la mujer, como si de pronto el nombre del carnet se hubiera transmutado en foto para verificar la verdad de su identidad. Al devolverle el carnet, le preguntó por qué se hallaba en la casa de Callahan.

—Tengo un negocio con el señor Callahan —dijo ella—. Él me espera.

El agente quiso saber qué clase de negocio.

—Trabajo para él —respondió Cath, mirando furtivamente en torno.

¿Acaso Callahan tenía siempre este dispositivo de seguridad?

El policía le dijo que no podía continuar.

—Es importante —insistió Cath—. Tengo que ver al señor Callahan. Si usted le hace saber que estoy aquí…

El agente la interrumpió para explicarle que la propiedad estaba acordonada, que no podía entrar nadie.

—Por favor, simplemente llámelo usted, hágale saber que estoy aquí. Él me recibirá. Se lo aseguro.

El agente la miró un momento, luego sacó de su cinturón el aparato de radio y conectó. Catherine observó y escuchó mientras él entraba en contacto con un colega. El hombre le dio el nombre de Cath al otro y aguardó. Le dijo a Catherine que tendría que esperar a que el agente que se hallaba dentro consultara con Callahan.

Se acercó otro policía y le pidió que abriera el maletero.

—¿Para qué?

—Control de seguridad —le informó.

De mala gana, bajó del coche e hizo lo que se le había ordenado, aguardando impaciente a que el agente de la guardia husmeara aquí y allá. Satisfecho de que no hubiera nada peligroso, cerró la puerta de un golpe y caminó hacia la parte delantera del coche.

—¿Y ahora, qué? —dijo Cath con irritación—. ¿Quiere mirar también debajo del capó?

Es lo que hizo el policía.

—Por el amor de Dios —protestó Catherine—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quieren dejarme pasar?

Ninguno de los policías habló. El que estaba delante del coche se quedó esperando que Cath soltara el capó. Luego comenzó a revisar dentro, iluminando el motor con la linterna.

—¿Sabe el señor Callahan que ya he llegado? —preguntó, enfadada.

El policía se limitó a alzarse de hombros.

Ella tuvo que seguir esperando.

Georgie limpió suavemente las ultimas manchas de sangre coagulada alrededor de la herida del hombro de Doyle y dejó caer el algodón en el fregadero.

Había tenido suerte. La bala lo había atravesado por completo sin interesarle hueso ni nervio alguno. Dolía, y la supericie que rodeaba la herida ardía como el demonio, pero fuera de eso, se sentía bastante bien. El agujero, lo suficientemente grande como para meter la yema del índice, ya estaba comenzando a cerrarse. Georgie apretó una gasa contra la herida y empezó a vendar, con la mirada nuevamente cautivada por el laberinto de cicatrices del torso de Doyle. Él captó en el espejo la mirada de ella, pero no dijo nada.

—¿Crees que la matarán? —preguntó Georgie, mientras seguía vendando—. Me refiero a Laura Callahan. ¿Crees que Maguire la matará?

—Yo no dudaría —contestó Doyle—. Pero no todavía. Si hubieran querido matarla le habrían disparado cuando entraron aquí la primera vez. Maguire persigue algo, eso es evidente —el antiterrorista miró su reloj—. En menos de veinte minutos llamará otra vez. Siempre que cumpla con su palabra.

Georgie terminó de vendar la herida e hizo un lazo en el vendaje. Doyle estiró el brazo para coger su sudadera.

En ese preciso momento, Callahan fue al cuarto de baño. Vio el lío de cicatrices en el cuerpo del otro hombre y se sobresaltó. Doyle capto esa reacción en el espejo, pero la ignoró. Se puso la sudadera con indiferencia.

—Quítense del paso —les dijo Callahan—. Hay un policía en la puerta. No creo que a la guardia le caiga muy bien saber que ustedes estaban dentro.

—¿Qué es lo que quiere ese policía?

—Dice que hay alguien que desea verme. Yo la esperaba.

—¿Saben que Maguire llamó aquí por teléfono? —preguntó Doyle.

Callahan negó con la cabeza.

—Todavía no.

—No se lo diga.

—Podría ser que ellos recuperaran a Laura —protestó Callahan—, que es más de lo que usted está haciendo.

—Vale, dígaselo. Pero, si lo hace, puedo garantizarle que antes de que acabe la hora, su mujer estará muerta. La guardia se lanzará a buscarla por todo el territorio. Si Maguire piensa que usted ha informado a la guardia, la matará.

—¿Cómo puede asegurar que no la matará de todas maneras?

—No puedo —dijo resueltamente Doyle.

—¿Quién es la mujer que ha venido a verle? —inquirió Georgie.

—Está haciendo un trabajo para mí —respondió abruptamente Callahan—. Ahora, como ya dije, desaparezcan hasta nuevo aviso.

Doyle miró retirarse al millonario, se palpó ligeramente el hombro herido y quedó satisfecho con el vendaje. Miró a Georgie y sonrió.

Durante un segundo, ella creyó ver una cierta calidez en el gesto de su compañero, pero pronto se borró.

Por fin, la dejaron pasar.

El primer agente dijo a Cath que la habían autorizado a entrar. Ella musitó algo entre dientes, encendió el motor y pasó las puertas de la propiedad junto a los dos vehículos que la flanqueaban.

El largo camino interior tenía baches en ciertos tramos y el coche saltó descomedidamente. Cuando, por fin, empezó a ver la casa, tuvo tiempo de impresionarse por su tamaño y aspecto antes de detener el coche. A unos cien metros a su derecha había aparcado otro coche de la guardia irlandesa, dentro del cual unos hombres la observaban mientras ella se dirigía a la puerta del edificio y llamaba. No la conmovieron gran cosa los agujeros de bala en la madera.

Un instante después, Callahan abría la puerta y la invitaba a entrar.

Tras un breve intercambio de saludos, la hizo pasar a un salón y sirvió bebidas para ambos.

—Tengo aquí la vidriera —dijo—. Está en una habitación del ala occidental —bebió—. Puede empezar a trabajar en ella cuando quiera.

—No hace falta —dijo ella—. No he venido para seguir trabajando. He venido para advertirle acerca de la vidriera.

Callahan frunció el entrecejo.

—Tiene relación con un tesoro —comenzó—. Pero el tesoro está oculto.

Callahan la miró desconcertado.

—¿De qué está hablando? —dijo con irritación.

—¿Recuerda usted la figura de la vidriera, la figura mayor del centro?

Callahan asintió.

—Ése es el guardián: un demonio llamado Baron. Gilles de Rais lo adoraba. Ésa es la razón principal por la cual se construyó la vidriera, para honrarlo y agradecerle el haberle transmitido el secreto que tanto deseaba. He descubierto que los paneles de la vidriera contienen ese secreto.

—¿Sabe cómo descifrarlo? —preguntó Callahan.

Cath lo miró con incredulidad.

—Esa criatura, esa fuerza, o como quiera llamarle, sería imparable si se la liberara ahora.

—¿Cuál es el secreto que custodia?

—El secreto de la inmortalidad —contestó sencillamente.