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—Sigue.

Doyle vio el coche de la guardia irlandesa a la entrada de la propiedad de Callahan, y dos uniformados junto al mismo. Observaron impasibles al Mazda que pasó y giró en una esquina con Georgie al volante.

—No pares —le dijo Doyle.

—Te dije que está lleno de policías —dijo ella.

—Pero tenemos que entrar, como sea —murmuró Doyle a la vez que se acariciaba la barbilla y miraba el elevado muro de piedra que bordeaba la finca.

Unos doscientos metros más adelante le pidió que se detuviera. Ella paró el coche y apagó el motor.

—Y si conseguimos entrar, después, ¿qué? —interrogó Georgie.

—Vamos —dijo Doyle al tiempo que se apeaba.

Se acercó al muro y se detuvo delante, donde trabó entre sí los dedos de ambas manos para formar un estribo sobre el cual Georgie apoyara un pie. Luego se afirmó sobre las piernas y se levantó de tal modo que imprimió a su compañera el impulso suficiente como para que llegara al borde superior del muro, se cogiera y se subiera. Luego lo miró.

—¿Hay moros en la costa? —preguntó Doyle.

Georgie miró alrededor. Era difícil ver en la oscuridad. Los árboles cubrían densamente casi todo el terreno, de modo que podían servir para ocultarles mientras se aproximaban.

—Parece seguro —dijo ella—. ¿Cómo diablos vas a subirte a este maldito muro con un hombro herido?

Doyle no respondió. Dio dos pasos atrás y corrió hacia el muro, se lanzó y enganchó los dedos en la pared de piedra. Apretó los dientes y fue trepando pulgada a pulgada hasta que llegó al borde superior. Georgie lo cogió por una de las piernas para ayudarle en el tramo final. Se estiró un momento, jadeante, durante un instante, mientras se masajeaba la herida. Empezó a sangrar otra vez. Georgie le ofreció un pañuelo, y él se lo metió en el interior de la camisa y lo presionó contra la herida.

—La bala me atravesó —explicó a la muchacha—. Habría sido peor si me hubiera astillado el hueso.

Se sentaron un momento sobre el muro y contemplaron la altura del otro lado. Tal vez unos tres metros y medio, calculó Doyle.

Él se largó primero. Cayó bien, rodó sobre la hierba húmeda y maldijo cuando chocó con el hombro contra un trozo de rama caído. Se levantó e instó a Georgie a que se le uniera. Ella también saltó y Doyle le ayudó a incorporarse, a la vez que quitaba una hoja seca que había quedado enganchada al pelo de la muchacha.

—¿Estás bien? —preguntó con tranquilidad.

Ella le sonrió y asintió con la cabeza.

Emprendieron camino hacia la casa.

El conductor del camión vio el coche de la guardia que bloqueaba la entrada de la finca y aminoró la velocidad. Detrás de él, el conductor del Mercedes vio encenderse las luces del freno e hizo lo propio.

Callahan asomó la cabeza por la ventanilla trasera para ver qué pasaba. Vio que el policía se acercaba al camión y hablaba con el conductor.

—Agente —llamó el inglés. El uniformado se acercó al Mercedes—. ¿Qué pasa?

—¿Es usted el señor David Callahan? —preguntó el policía.

El inglés movió afirmativamente la cabeza.

El agente comenzó a explicar lo que había sucedido de la mejor manera que pudo, haciendo gala de todo el tacto que fue capaz de emplear. «Bueno —pensó—, ¿cuál es la manera delicada de decirle a alguien que le han tiroteado la casa y le han secuestrado la mujer?». Callahan pidió que se le dejara pasar. El coche que bloqueaba el paso se desplazó para permitir el acceso del Mercedes y del camión a la propiedad. El coche pasó enseguida al vehículo de mayor tamaño, mientras Callahan instaba al conductor a que se diera prisa.

Desde los árboles, Georgie oyó el rugido de motores y aguzó la vista en la oscuridad para distinguir faros delanteros que perforaban la noche. Tocó con el codo a Doyle y señaló al coche que avanzaba a gran velocidad.

—Me parece que el señor Callahan está en casa —dijo él suavemente, con una ligera sonrisa en la cara—. Espero que todavía tenga humor para visitas —agregó, después de lo cual se dieron prisa para acercarse a la casa, pero siempre ocultos tras los árboles.

Vieron que el Mercedes se detenía frente a la puerta principal. Callahan saltó del vehículo y entró en la casa a la carrera.

Aflojó el paso al pasar por la entrada acribillada a balazos. El corazón le latía enérgicamente contra las costillas. En el vestíbulo había más agujeros de bala. En la alfombra se veía sangre, fragmentos de porcelana rota y ladrillo deshecho. Partículas de polvo danzaban aún en el aire, desprendidas de trozos de yeso que habían saltado de las paredes y el cielo raso. Callahan se lanzó escalera arriba. A mitad de camino lo detuvo un sargento de la guardia irlandesa. El hombre era ancho de hombros y sus manos parecían jamones. En una de ellas llevaba una radio.

—¿Dónde está mi mujer? —preguntó Callahan, pálido.

—Todavía no lo sabemos, señor —respondió el sargento, que aún bajaba.

—¿Quién se la llevó?

—Tampoco lo sabemos. Hemos hablado con sus criados, pero ellos no vieron gran cosa; estaban demasiado atemorizados. No puedo decir que los condeno por eso. Los hemos llevado a la ciudad, a un hotel. Sólo por esta noche. Denos tiempo para inspeccionar el lugar.

—Yo me quedo —dijo Callahan, interrumpiéndolo—. Quiero que usted y sus hombres se marchen, y ahora mismo.

El sargento abrió la boca para decir algo, pero Callahan levantó la mano para detenerlo.

—Déjeme solo, por favor —dijo con tono cansado.

El sargento asintió a regañadientes con la cabeza y habló por radio. Otros hombres de la policía irlandesa surgían de otras habitaciones y aguardaban en el vestíbulo.

—Tenemos orden de montar guardia en la casa, señor —le dijo desde el pie de la escalera—. Si necesita usted algo, mis hombres permanecerán cerca.

Callahan asintió en silencio y observó mientras los hombres se marchaban y cerraban tras ellos la acribillada puerta de entrada. Repentinamente, la casa pareció muy tranquila. Se cogió de la balaustrada y miró al salón.

La mancha de sangre en la alfombra.

Fue al dormitorio, donde había algunas ropas de Laura sobre el respaldo de la silla, Callahan cogió la blusa de su mujer, se la acercó a la cara y olió. Cerró los ojos y apretó los dientes. Pronunció su nombre en un murmullo y dejó suavemente la blusa. Fue al aparador de las bebidas del dormitorio, se sirvió un gran vaso de whisky y lo apuró íntegramente de una sola vez. El líquido le quemó el estómago. Inspiró profundamente, otra vez con los ojos cerrados y el vaso en la mano. De repente, con un grito de rabia y de frustración, arrojó el vaso al otro lado de la habitación, que fue a dar contra la pared de enfrente y se rompió, esparciendo vidrios en todas las direcciones.

—Esto no estaba en sus planes, ¿verdad?

La voz lo sorprendió. Se volvió y vio a Doyle en el vano de la puerta del dormitorio, y a Georgie detrás, muy cerca de él.

Callahan distinguió sangre en el hombro del antiterrorista. Dio un paso hacia la mesilla de al lado de la cama.

Si llegara a coger la 38 de allí, tal vez podría sorprenderlos.

—No debería haber crucificado por partida doble a su amigo irlandés —dijo Doyle, con una sonrisa en los labios—. Ése no era el trato, ¿verdad?

—¿Cómo ha entrado? —preguntó Callahan mientras se acercaba a la mesilla.

—Le dije que volveríamos —contestó Doyle tranquilamente, mirando de reojo la mesilla—. Si yo tuviera un arma allí —señaló el mueble—, me olvidaría de tratar de cogerla —y desenfundó la 44 para apuntar al millonario.

Callahan se encogió de hombros y se sentó en el borde de la cama con la cabeza gacha.

—¿Cómo sabe? —preguntó en tono cansado.

—Eso no tiene importancia. Lo que importa es lo que en realidad sabemos. Todo. Su complicidad con Maguire, con Westley y con Donaldson. El pago al IRA. Lo único que no sabemos es a qué hora cagaba todos los días por las mañanas.

—Nosotros estábamos aquí cuando Maguire se llevó a su esposa —le dijo Georgie.

—¿Le hicieron daño?

—No lo sé, pero parecían tener mucho interés en hacernos daño a nosotros.

—Ayúdenme —dijo Callahan—. Ayúdenme a traerla de vuelta. Les pagaré todo lo que quieran. Ustedes saben que tengo dinero.

Doyle sacudió la cabeza.

—No creo que a Maguire le gustase mucho enterarse de sus intentos de hacer negocio con nosotros, Callahan —dijo Doyle, y miró al millonario—. Además, no se puede comprar a todo el mundo.

—¿Así que tiene usted algo de moralidad, Doyle? —comentó el millonario con amarga sonrisa.

—Me importa un pimiento que corten a su querida dama en trocitos y se la envíen de vuelta poco a poco. Yo tengo mis propias razones para buscar a Maguire, y lo voy coger. Si usted quiere a su mujer de vuelta, podría ayudar.

Entonces sonó el teléfono.

Una vez. Dos veces. Tres veces.

Callahan lo miró mudo, luego levantó el auricular.

—¡Diga! —dijo con la garganta seca.

—Callahan.

Reconoció inmediatamente la voz, pulsó un botón y conectó la llamada con el amplificador.

La voz de James Maguire llenó la habitación.

—Tenemos a su mujer, Callahan. Piense en eso. Volveré a llamar dentro de una hora.

Y colgó.