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Peter Todd iba incómodo en el asiento trasero del Mazda. Cada vez que se movía sentía que el cañón de la 44 le presionaba la ingle. Doyle no dejaba un solo instante de vigilarlo.

Todd había leído el legajo del hombre y había hablado con personas que habían trabajado con él. Por eso, cuando el joven disparara a Rivers, se atemorizó, pero no se sorprendió en absoluto. Era tan impredecible como peligroso. Y lo más notable era que parecía gozar con lo que hacía. Todd había adivinado enseguida que allí donde Doyle estuviera no quedaba espacio para héroes; con el arma contra los testículos, ni intentaría constituirse en obstáculo. Al diablo con Donaldson y Westley. No eran ellos los que amenazaban con una vasectomía de calibre 44.

—Ya te he dicho que estoy harto de estos malditos juegos —dijo Doyle—. Voy a hacerte preguntas y voy a empezar ya. Dime lo que quiero saber, ¿entendido? En caso contrario, vas a desear haber sido tú quien muriera antes y no Rivers.

—Te dije que hablaría —recordó Todd al antiterrorista.

Doyle se acomodó en el asiento para mitigar el dolor que le producía la herida en el hombre.

—¿Por qué os mandaron seguirnos Donaldson y Westley? —comenzó.

—Ya te lo dije, no querían que mataras a Maguire.

—Entonces, ¿cuándo intentaríais tomar cartas en el asunto y entrar en acción?

—Después que lo hubierais localizado —respondió Todd, y tragó con dificultad—. Entonces debíamos mataros.

—Dijiste que Westley trataba de proteger a alguien. ¿A quién?

Todd se lamió los labios, cuya sequedad le molestaba.

—Se llama David Callahan.

Hasta Doyle se mostró sorprendido.

—¿Qué diablos tiene que ver Callahan con todo esto? —preguntó tranquilamente.

—¿Le conoces?

Doyle contestó afirmativamente con una movimiento de cabeza.

—Callahan fue, y es todavía, un traficante de armas —dijo Todd—. Westley lo conocía, sabía dónde vivía y que aún mantenía activo el comercio. Vendió armas al IRA, entre otros. Cuando se dieron los primeros pasos para la reunión de Stormont, comprendió que perdería una parte considerable de sus ingresos. Con la paz en Irlanda del Norte, el IRA ya no hubiera necesitado armas; y él habría perdido muchísimo dinero.

—¿Qué tiene que ver esto con Westley y Donaldson? —se interesó Doyle en saber.

—Eran socios de Callahan.

—¿Sabían que vendía armas al IRA? —intervino Georgie.

—Ellos mismos le proporcionaban algunas de las que vendía —respondió Todd—. Hicieron negocios juntos durante mucho tiempo. Con los problemas ellos ganaron mucho dinero durante años, y no querían que eso se terminara. Callahan pagó a Maguire un millón de libras y le suministró armas. Se supone que también para una campana en Inglaterra, pero tú desbarataste esto último cuando entraste en la casa de Hammersmith.

Doyle asintió ante el recuerdo.

—A Maguire se le fue la mano —continuó Todd—. Se excedió en las órdenes que había recibido. Fue entonces cuando Westley y Donaldson te llamaron a ti. Ellos sabían que serías capaz de encontrarle, pero no querían que le cogieras en caso de que descubrierais algo acerca de la conspiración, en el caso de que descubrierais que ellos estaban implicados.

Pero entonces, ¿por qué no nos dejaron solos? Si estaban seguros deque íbamos a matar a Maguire, no tenían por qué preocuparse.

—De todos modos, Westley quería verte muerto.

Doyle sonrió.

—¿No era demasiada pretensión? —preguntó en tono críptico.

—Westley y Donaldson iban a decir que vosotros también habíais muerto en un tiroteo con Maguire y sus hombres, después que Rivers y yo os liquidásemos —terminó en un susurro.

Doyle miró a su cautivo.

—¿Qué beneficio obtenía Callahan de esto, fuera del dinero? —preguntó el antiterrorista.

—La inmunidad de la extradición. En la medida en que la lucha continuara en Irlanda del Norte, en la medida en que no hubiera acuerdo de paz, las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña e Irlanda seguirían siendo débiles. En cambio, si se llegaba a un acuerdo, los criminales de la República perderían su protección. Callahan pensaba que la policía británica estaba detrás de él.

—¿Por qué secuestraron a Laura Callahan? —inquirió Doyle—. Eso no podía formar parte del plan.

—No formaba parte del plan. Cuando Westley y Donaldson vieron cuán poderoso se estaba volviendo Maguire, decidieron reducir su actividad. Se supuso que Callahan les había vendido una partida de armas, que se las había entregado en un sitio cerca de la abadía de Bective, en Meath.

—Fue allí donde dispararon contra aquellos dos agentes —dijo Georgie.

—Las armas eran deficientes. Pero Maguire ya había pagado por ellas.

—¿Por eso se llevaron a Laura? —sugirió Georgie—. ¿Venganza?

—Con un secuestro de por medio, Maguire tiene que ponerse en contacto con Callahan —dijo Doyle—. Vuelve en redondo, vamos a la casa de Callahan.

—Estará llena de policías después de lo que ha pasado —protestó la muchacha.

—Haz lo que te digo y punto —ordenó secamente Doyle—. Además, me gustaría cambiar unas palabras con el señor Callahan cuando lo vea.

—Nadie sabía que iban a llevarse a su mujer —añadió Todd.

Georgie giró y emprendió nuevamente camino en sentido inverso.

—Dijiste que también había una cantidad de hombres del IRA Provisional que se hallan detrás de Maguire, recordó Doyle.

—Lo quieren ver muerto.

—No son los únicos —dijo Doyle, pasándose una mano por el pelo.

Vio una cabina telefónica delante y pidió a Georgie que parara. Empujando a Todd con el arma al estómago, lo obligó a bajar y lo llevó hasta la cabina telefónica. Una vez dentro, buscó cambio, puso monedas en el aparato y marcó. Aguardó.

El teléfono llamaba largamente.

—Sí —dijo por fin una voz soñolienta.

Doyle sostenía firmemente el auricular en la mano.

—¿Quién es? —preguntó la voz.

—Westley, ¿le desperté? —dijo el antiterrorista, sin expresión alguna en el rostro.

—¿Quién diablos es?

—Soy Doyle.

Silencio.

—Lo sé todo. Sobre usted, sobre Donaldson y sobre Callahan. Sobre la conspiración. Me lo contó uno de sus perros —y colocó el auricular contra la cara de Todd mientras, con la otra mano, le apretaba la pistola contra la cabeza—. Di hola.

—Sí que lo sabe —tartamudeó Todd—. Yo…

—Doyle le cogió el auricular.

—Pensé que te gustaría saber que cuando haya terminado con Maguire iré por ti, ¡cabrón hijoputa!

Doyle colgó bruscamente el auricular. Sacó a Todd fuera de la cabina. El agente comenzó a caminar hacia el coche.

—Aguarda —le dijo Doyle—. ¿Hay algo más que yo debiera saber?

—He contado todo lo que sé, lo juro —insistió Todd, cuya voz delataba miedo.

—¿Todo?

—Lo juro.

Doyle le disparó dos veces. Los impactos de las balas le produjeron agujeros tan grandes que cabían en ellos dos puños de hombre. El antiterrorista regresó al coche y se sentó en el asiento del acompañante al tiempo que guardaba la pistola.

—¿Por qué lo mataste? —inquirió Georgie—. Te dijo lo que querías saber.

Doyle se dio unos ligerísimos golpes en el hombro herido y se acomodó en el asiento.

—Es cierto —dijo—. Ya no tenía nada más que decirme. Ya no lo necesitaba para nada. Venga, vamos, quiero hablar con Callahan.

—¿Vas a matarlo también a él?

—Doyle siguió mirando recto al frente.

—Al final.