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—Aguarda.

Doyle oyó la voz, pero no se dio la vuelta. Mantuvo la Bulldog apretada contra el cráneo del hombre.

Georgie se frotó la cabeza, respiró profundamente y se unió a su compañero mientras contemplaba aquella desamparada figura arrodillada ante ellos, en una actitud que parecía de súplica.

—Lo conozco —dijo Georgie.

Doyle frunció el entrecejo.

—Aquella noche en Belfast, cuando nos siguieron. Éste es el que me siguió a mí. Recuerda, te dije que le había revisado los bolsillos, pero que no tenía ningún documento de identificación.

Doyle aflojó el gatillo de la 44, cogió al hombre por la camisa y lo arrastró hasta dejarlo a sus pies.

—¿Quién coño eres? —le espetó.

Al volverse, Georgie vio que el primer hombre se ponía trabajosamente de pie, una mano en sus testículos palpitantes, la otra en la nariz rota. Desenfundó la 357, se limpió la sangre de los ojos con el dorso de la mano y fijó al hombre en la mira.

—¡Quédate dónde estás! —le ordenó.

—Me estoy cansando de este juego —dijo Doyle con los dientes apretados, mientras levantaba al hombre de tal manera que parecía que iba a arrojarlo por el aire—. ¡Voy a preguntarte por última vez quién eres, luego te volaré la podrida cabeza!

—Díselo —clamó el primer hombre, que se veía obligado a respirar por la boca debido a que la sangre le obstruía las narices.

—Somos agentes británicos —dijo el hombre que Doyle tenía cogido.

—¡Mentira!

—Es verdad —insistió el hombre—. Nos enviaron Donaldson y Westley.

Doyle aflojó la mano con que tenía agarrado al hombre y lo empujó un poco hacia atrás. Si la noticia lo sorprendió, el antiterrorista no lo dejó traslucir en el rostro. Sus rasgos conservaban la expresión de rabia.

—¿Y han estado siguiéndonos desde que llegamos a Belfast? —dijo Georgie, a quien, hasta cierto punto, la revelación también cogía por sorpresa.

—¿Por qué no habéis contactado con nosotros? ¿Por qué todo este misterio?

—Teníamos orden de no hacerlo —explicó el segundo.

—No tiene sentido —reflexionó Georgie en voz alta.

—¿Cuáles eran vuestras órdenes? —quiso saber Doyle.

—Seguiros. Observaros. Hasta que encontrarais a Maguire —explicó el primero.

—Y después, ¿qué?

—Después entraríamos en acción.

Doyle movió afirmativamente la cabeza.

—Nos dejan hacer el trabajo sucio, nos dejan que nos juguemos el pellejo, y luego se dan un paseo y se llevan toda la gloria. ¿Por qué?

—Westley y Donaldson no confiaban en que cogierais a Maguire con vida. Temían que lo mataras.

—Teníamos que cogerlo antes, como fuera —dijo el segundo hombre También le sigue una unidad del IRA Provisional. Tienen orden de matarlo, a él y a sus hombres. Tenemos que encontrarlo antes que ellos.

—Tío popular, ¿verdad? —dijo Doyle en tono críptico, mientras seguía apuntando al segundo hombre.

—Habéis dicho que entraríais en acción una vez que encontráramos a Maguire —intervino Georgie—. ¿Qué se supone que habríamos hecho nosotros? ¿Simplemente hacernos a un lado y permitiros que le cogierais vosotros? ¿Y si no hubiéramos cooperado, qué?

Ninguno de los dos respondió.

—Teníais orden de matarnos —dijo Doyle, cuyas palabras sonaban más a afirmación que a pregunta—, ¿verdad?

Sin respuesta.

—¿Verdad? —rugió Doyle, levantando el cañón de tal manera que apuntara otra vez a la cabeza del segundo hombre.

Asintió con la cabeza.

—Sí. Orden de Westley. Os quería muertos. A ambos.

—No puedo decir que le acuso —dijo el primer hombre.

—Entonces, ¿quiénes sois? Vuestros nombres —ordenó Georgie.

—Rivers —dijo el primero.

—Todd —agregó el segundo.

—¿Por qué? —preguntó Doyle—. ¿Por qué Westley quería matarnos?

Ni Rivers ni Todd respondieron.

Doyle levantó la pistola y dio un paso adelante.

—Quería proteger…

—Calla —gritó Rivers al advertir el miedo en la cara de su compañero.

—¿Proteger a quién? —insistió Doyle, todavía de espaldas a Rivers y la Bulldog apuntando a la cabeza de Todd—. ¿A quién, cabrones? Decídmelo o juro por Dios que os mataré.

—No le cuentes nada —gritó Rivers.

Doyle giró en redondo y, con un movimiento fácil, levantó la Charter Arms 44 e hizo un disparo. Dio a Rivers de lleno en el pecho. El sonoro estampido de la pistola ahogó su grito de dolorida sorpresa cuando la bala explotó en su interior y el impacto lo lanzó un buen trecho hacia atrás. Cayó al suelo con un ruido sordo y pronto quedó rodeado de sangre. Se retorció una vez. Luego se quedó inmóvil.

—Dios mío —jadeó Todd mientras Doyle se volvía nuevamente a él.

—¡Habla, cabrón! Dime lo que sabes. Todo. ¿A quién quería proteger Westley?

—Está bien. Te lo diré —dijo Todd, con la cara bañada en sudor.

Doyle se acercó al Mazda y miró a Georgie.

—¿Estás bien como para conducir? —le preguntó.

Ella asintió.

—Sube atrás —le ordenó a Todd, y éste obedeció.

Doyle se puso junto a él, con la pistola apretada contra la ingle del otro hombre. Georgie encendió el motor y puso las luces. Iluminaron el cadáver de Rivers.

—¿Hacia dónde? —preguntó la muchacha.

Doyle miró su reloj.

Las 11.22 de la noche.

—Vamos a un teléfono —respondió tranquilamente.