Doyle oyó pisadas ligeras que se acercaban, pero se quedó quieto.
Junto a él, en el Datsun volcado, Georgie tenía los ojos cerrados. Cuando Doyle hizo girar los ojos, vio una delgada cinta de sangre que salía de debajo de la cabellera de la muchacha, y parte del líquido rojo le goteaba sobre la mejilla. Él tenía un sordo dolor en el hombro izquierdo, allí donde la bala lo había herido, y sentía que la nuca le palpitaba. El dolor empezaba a llenarle el cerebro. Cuando trató de inspirar profundamente, sintió como una opresión en el pecho, pero no dolor. Sacó la conclusión de que no tenía ningún hueso roto.
Las pisadas se acercaron, amortiguadas por la hierba.
Con infinita lentitud, Doyle deslizó la mano sobre su cuerpo hasta que los dedos palparon la culata de la 44, a fin de estar seguro de poder utilizarla en caso de necesidad.
Venga, cabrón, acércate.
Se apoyó el arma sobre el pecho y luego volvió a dejarla.
Una linterna iluminó el interior del coche.
—Hay que sacarlos de allí.
Era acento inglés.
Oyó manos que trabajaban en las puertas hasta abrir las combadas chapas. Luego sintió que lo sacaban del vehículo volcado y lo dejaban sobre la hierba húmeda. Sintió olor a petróleo y se preguntó si se habría roto el depósito de gasolina del Datsun.
—¿Está viva?
La misma voz.
—Sí, sólo está aturdida.
La segunda voz también hablaba con acento inglés.
Doyle olió humo de tabaco, sintió que lo levantaban y le apoyaban la espalda contra el coche.
—Doyle.
El oír su propio nombre lo sorprendió al punto de hacerle abrir los ojos.
—Doyle —repitió el hombre mientras lo sacudía suavemente.
El antiterrorista pestañeó como miope, exagerando el alcance de su confusión.
No reconocía al hombre que tenía delante.
Una bofetada le aplastó la mejilla.
—¡Vamos, no hagas comedia! —dijo el primero, volviendo a sacudirlo.
Doyle gruñó y dejó caer la cabeza sobre el pecho. El hombre le cogió la barbilla y levantó la cabeza para mirarle la cara.
—¿Dónde fueron Maguire y sus hombres? —preguntó.
¿Qué coño estaba pasando?
Sabían el nombre de Doyle y sabían a quién perseguía.
¿Guardia irlandesa? No, el acento era inglés. Y vestían de paisano.
—Vamos, cabrón, despierta. Habla.
Doyle recibió otra bofetada.
Miró al hombre con los ojos en blanco, satisfecho de que la simulación diera resultado.
—¿Dónde está Maguire? —insistió el hombre con acritud.
Apretaron más fuerte a Doyle contra el coche. El hombre acercaba la cara. Su aliento tenía un fuerte olor a cigarrillo.
—Habla —dijo con violencia.
Doyle abrió del todo los ojos y, durante un segundo fugaz, el hombre que lo sostenía se dio cuenta de que el antiterrorista estaba plenamente consciente.
Doyle lanzó su cabeza hacia adelante con fuerza terrorífica y la velocidad de serpiente del movimiento cogió desprevenido al hombre. Se le rompió la nariz con un fuerte crujido. La sangre saltó del apéndice deshecho. Entonces lo cogió Doyle: era su turno. Lo golpeó nuevamente, pero esta vez lo dejó caer cuando el impacto le hizo perder el equilibrio, y quedó tendido sobre la hierba. Doyle sacó la Bulldog y la apuntó a la cara de su enemigo caído. Éste trató de levantarse, pero Doyle le dio una fuerte patada en la bragadura. El hombre se contorsionó de dolor y quedó en el suelo retorciéndose y agarrándose los palpitantes genitales.
El antiterrorista giró en redondo y vio que el segundo hombre se le acercaba desde el otro lado del coche. Tenía a Georgie delante. Doyle se percató de que su compañera estaba consciente, pero todavía atontada.
—Suelta el arma, Doyle —ordenó el segundo hombre, al tiempo que le apuntaba con su Beretta automática.
—¡A tomar por el culo! —fue la respuesta de Doyle, que se afirmó sobre sus piernas y levantó la pistola hasta que el cañón estuvo a la altura de la cabeza del hombre.
—¡Suéltala o mato a la chica! —dijo el hombre mientras Doyle daba un paso hacia él.
—Pues mátala —replicó tranquilamente Doyle, quien amartillaba su arma.
—¡Te lo advierto! —gritó el hombre, apretando el cañón de la Beretta contra la mejilla de Georgie y empujándola para usarla como escudo—. La mataré.
—Suelta tú el arma —le dijo Doyle—. O dispararé. Tienes tres segundos.
—Le darás a ella, no a mí —dijo el hombre, desafiante.
—¿Sabes lo que tengo aquí? —dijo Doyle, indicando la 44. Balas de seguridad Glaser. Podrían agujerear una pared de ladrillo desde quince metros. Te alcanzaré a través de su cuerpo. Y bien sabes que lo haré.
El hombre tragó con esfuerzo y bajó un poco la Beretta.
—Dos segundos —le recordó Doyle—. Déjala libre.
El hombre apartó a Georgie de un empujón, soltó la Beretta y levantó las manos en gesto de rendición. Doyle caminó hacia él y lo miró a la cara. Luego, con un movimiento rápido, lo golpeó con la culata de la pistola. El golpe le partió el labio inferior y le arrancó dos incisivos. El hombre cayó de rodillas.
—¿Quién eres? —preguntó con la 44 apoyada contra la cabeza del hombre, que se llevó la mano al labio partido y vio sangre en sus dedos.
—¡A tomar por el culo! —respondió, y las palabras salían de su boca desdentada con una suerte de silbido.
—Como quieras. Pero me estás haciendo perder el tiempo.
Apretó el disparador.