Había trozos de hueso que abultaban bajo la carne pulposa.
Mick Black se miró la tremenda herida en la pierna izquierda y volvió a aullar de dolor. Aún sangraba y la sangre corría hasta mancharle el calcetín. Se había enredado en los pelos de la pierna. En el asiento trasero, junto a él, todavía inconsciente, estaba Laura Callahan con el albornoz sucio de sangre. De su sangre y de la sangre de Black.
—¿Qué coño disparaba aquella podrida pistola? —se preguntó Maconnell en voz alta contemplando la magnitud de la destrucción que el proyectil de Doyle había producido en la pierna de su compañero.
Maguire no respondió.
Black seguía quejándose suavemente. Cada vez le dolía más.
—Tenemos que cambiar rápidamente de coche —dijo Maguire, mirando por encima del hombro—. Si nos encontramos con algún policía, estamos jodidos —prosiguió y miró a Dolan—. Deshazte de esta mierda lo antes posible. Busca otra cosa.
El conductor asintió con la cabeza, los rasgos juveniles bañados en sudor. También en su cara había unos hilitos de sangre debido a dos rasguños que se había producido al volar dentro del coche los vidrios rotos por los disparos.
—¿Quiénes coño eran? —preguntó, intrigado.
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió Maguire con irritación—. Probablemente los mismos que nos siguieron en Belfast.
—Los hemos despistado dos veces. Puede que la tercera vez no tengamos tanta suerte —sugirió Damien Flynn.
—No habrá una tercera vez —dijo secamente Maguire.
Los dientes de Black se apretaban para combatir la olas de dolor que lo atormentaban. Había perdido mucha sangre. Sentía náuseas. La ventanilla trasera estaba abierta y el aire frío de la noche le daba directamente en el rostro, no obstante lo cual sentía que las náuseas lo recorrían por entero en oleadas implacables.
—Tenemos que llevarlo a un médico, Jim —dijo Maconnell, mirando otra vez la herida de Black. El otro hombre estaba echado en su asiento. Hasta en la oscuridad, sus rasgos parecían de cera—. Por poco no le arranca la pierna esa maldita bala.
—Primero tenemos que deshacernos de ella; después nos ocuparemos de Mick —dijo Maguire, señalando con la cabeza en dirección a Laura, que, inconsciente, yacía tendida sobre el regazo de Flynn—. Quiero que nos desprendamos de este coche.
Pasaron por una señal que indicaba:
KINARDE 3,2 KM
—El primer coche que veamos, lo cogemos —continuó Maguire.
La carretera hacía una curva a la derecha, flanqueada a ambos lados por árboles y setos tan densos e impenetrables que parecían haber surgido de la noche misma. A unos doscientos metros, un coche se hallaba detenido en lo que hacía las veces de área de aparcamiento.
—Apaga las luces —dijo Maguire.
Dolan obedeció y se acercó al Citroën Estate hasta quedar a unos tres metros de él. Entonces frenó.
El coche estaba a oscuras, sin luces de posición ni de emergencia. Nada. Del conductor, ni señal.
Maguire salió del Orion al tiempo que sacaba la Browning Hi-Power de la pistolera de hombro y la mantenía baja a un costado mientras se aproximaba al coche. Dio una vuelta alrededor de éste, comprobó que el tablero de instrumentos estaba iluminado, probó la puerta y la encontró abierta. Un movimiento en el seto, a su espalda, le hizo volverse.
El hombre, de quien Maguire supuso que sería el conductor del automóvil, surguió de detrás de la cerca todavía cerrándose la bragueta. Levantó las manos en actitud de rendición y se puso pálido. A pesar de que acababa de descargarse, la orina le oscureció repentinamente los pantalones cuando vio el arma automática en la mano de Maguire.
Maguire disparó una vez.
En el silencio del campo, el estampido retumbó como trueno. La 9 mm saltó en la mano de Maguire cuando éste oprimió el disparador, y la bala alcanzó al hombre en la cara, precisamente debajo del ojo derecho. El impacto lo lanzó hacia atrás a través del seto, donde el cuerpo quedó tendido y estremeciéndose. Maguire se mantuvo de pie sobre él, mirándolo mientras los últimos espasmos sacudían el cuerpo del moribundo, luego empujó el cadáver con el pie y regresó al Orion. Sus compañeros ya estaban saliendo del mismo, Maconnell sostenía a Black y Flynn trasladaba el cuerpo inerte de Laura. Maguire observó como la colocaba en el asiento posterior del coche y se acomodaba luego al lado de ella.
Black farfullaba incoherentemente mientras Maconnell lo llevaba hasta el Citroën, medio a rastras, medio andando.
—Yo le llevaré —dijo Maguire—. Tú ve delante.
Maconnell asintió con la cabeza y acercó su compañero a Maguire, quien le pasó un brazo por los hombros para sostenerlo. Luego agregó:
—Todo irá bien, Mick. Arreglaremos esa pierna.
Black asintió en silencio y gruñó; tenía miedo de vomitar. El dolor de la pierna era intolerable.
Maguire miró la herida y vio que a través de la carne desganada asomaban partes de hueso.
—¡Esto va mal! —dijo, sacudiendo la cabeza.
Y con esas palabras apoyó la Browning sobre la base del cráneo de Black y disparó.
Otro trueno en el silencio. El estampido seco del arma se mezcló con el húmedo estallido de la masa cerebral que emergía al volarle el disparo la tapa de los sesos y convertir el cerebro en un volcán que lanzaba al aire sangre, hueso destrozado y materia gris. Maguire dio un paso a un costado para permitir que el cuerpo cayera en la hierba junto a la carretera, se introdujo en el asiento trasero y cerró la puerta de un golpe.
—No podíamos hacer nada por él —dijo.
La observación fue recibida en silencio.
La reacción fue una combinación de conmoción y de aceptación. Había en ello una fría lógica.
Maconnell asintió pensativamente.
—Vámonos de aquí, Billy —dijo Maguire.
Dolan movió afirmativamente la cabeza y arrancó, dejó el área de aparcamiento y dejó ambos cuerpos donde habían caído.