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Mientras miraba por la ventanilla, el reflejo de Catherine Roberts la miró desde el vidrio, que, contra la oscuridad nocturna del cielo, se había convertido en espejo.

El avión se desplazaba silencioso a través de las nubes bajas, con el ruido del motor aparentemente ahogado por la oscuridad que parecía envolverlo como un guante de terciopelo. Cada tanto, vibraba ligeramente como si atravesara un pozo de aire.

Miró los papeles y las notas esparcidas en la mesilla abatible.

En ese laberinto de apuntes y en ese revoltillo de papeles se escondía la respuesta al enigma que ella y Channing —y probablemente centenares de personas antes que ellos— habían tratado de hallar.

Tenía resuelto el enigma de la vidriera.

Cath miró su reloj y se preguntó cuánto faltaría para llegar a Dublín. Una vez que el avión aterrizara, aún tendría que llegar a la propiedad de Callahan.

Seguramente él sabía algo acerca de la vidriera. Algo.

Suspiró con cansancio y miró otra vez por la ventanilla. No había nada para mirar, salvo la oscuridad. Cath bajó la vista a las notas y deslizó la mirada por los garabateados apuntes y los rápidos dibujos. Había una página en latín, un esbozo de la vidriera con flechas para señalar significados en los distintos paneles.

Callahan tendría que verlos.

El niño que iba frente a ella espiaba por encima de su asiento y volvía a mirarla. El hombre que tenía al lado seguía fumando y envolviéndolos a ambos en una azulina nube de humo.

Cath trató de ignorarlos y de concentrarse en sus notas. Sacó un bloc de su bolso y comenzó a transcribir algunas de las frases menos legibles en una hoja limpia, sin perder en ningún instante la conciencia de ser objeto de la mirada del niño.

¿Cuánto faltaba para llegara Dublín?

Como respuesta a su pregunta tácita, de pronto surgió la voz del comandante por la radio e informó a los pasajeros que aterrizarían aproximadamente treinta minutos después.

Cath miró su reloj.

Tenía que encontrarse con Callahan lo antes posible.

El niño se cansó de mirarla y volvió a sentarse. Cath continuó escribiendo, con frecuentes interrupciones para releer lo que había escrito, quizá con temor de que hubiera cometido algún error.

¿Con temor?

Podía haber cometido un error en algún sitio de la línea. Algún error en la traducción de las palabras. Algún error en la comprensión de la vidriera. Algún error, tal vez, en su lectura de la vidriera. Sin embargo, cuanto más examinaba sus descubrimientos, cuanto más revisaba su trabajo, más segura estaba de que no había habido errores. Sus hallazgos eran correctos.

Cuando miró el reloj, advirtió que no temía haber cometido un error.

Que esperaba haberlo cometido.

En el aeropuerto de Dublín alquiló un coche. El viaje, ya lo sabía, no iba a ser fácil, pues su escaso conocimiento de las carreteras y la necesidad de consultar constantemente un mapa la retrasarían, seguramente.

Se sintió cansada, tanto por lo avanzado de la hora como por los incidentes de la última semana, más o menos. Sintió como si le hubieran extraído todas las energías. Tuvo que luchar para mantener despiertos los sentidos y bajar la ventanilla para dejar que el aire fresco le diera en la cara.

Junto a ella, en el asiento del acompañante, había notas. Respuestas a interrogantes.

Por dos veces tuvo que detenerse y consultar el mapa que le habían dado en la empresa donde había alquilado el coche. Se detenía en el arcén y con el índice trazaba la ruta que debía seguir, siempre con clara conciencia de la lentitud con que avanzaba. Si al menos pudiera parar en un hotel y tomar una habitación por esa noche. Dormir. Entonces, a la mañana siguiente, podría continuar viaje en mejores condiciones. Pero Cath sabía que no podía hacer tal cosa. Tenía que seguir conduciendo, a pesar del cansancio, ya abrumador.

Tenía que reunirse con Callahan y con la vidriera, fuera como fuese.

Él tenía que saber.

Cath trató de imprimir más velocidad al coche. Esperaba no llegar demasiado tarde.