El avión iba a estrellarse.
Cuando Callahan vio que el Cessna se precipitaba en el cielo nocturno, tuvo esa convicción.
Iba a estrellarse.
Como un misil sin control, giraba como una peonza mientras se abatía y, con intervalos de unos segundos, el morro se hundía violentamente en picado.
Cuando pasó sobre su cabeza, pudo ver que había largado el tren de aterrizaje.
¿Qué diablos pasaba?
Se volvió y observó como cruzaba el negro dosel del cielo; sus únicas luces eran las de aterrizaje en los extremos de las alas. Fuera de esos dos alfileres rojos, el resto del Cessna era un casco negro flotando en el espacio.
Callahan frunció el entrecejo cuando lo vio nivelarse otra vez y prepararse para aterrizar en el suelo llano que tenía debajo. Cogió el cigarrillo de la boca y lo arrojó a un lado, con la atención clavada en el avión que descendía por segundos.
Treinta metros más y tocaría tierra.
Callahan no podía sacudirse de encima la convicción de que se estrellaría.
Quince metros.
La vidriera.
Nueve metros.
Si se estrellara, la vidriera se haría trizas.
Un metro cincuenta.
Trató de alejar de su mente ese pensamiento.
El avión chocó contra el suelo, pareció rebotar momentáneamente y luego patinó unos nueve metros, sin que las ruedas pudieran afirmarse en la hierba resbaladiza. Por último, se detuvo.
Sin perder un segundo, Callahan bajó la pendiente hacia el aparato. Sus empleados hicieron lo propio detrás de él.
Se hallaba a unos quince metros del Cessna cuando apareció el piloto.
En la oscuridad, Callahan advirtió lo pálido que estaba. Cogido al marco de la puerta, colgaba trabajosamente de ella.
El millonario aminoró el paso al aproximarse.
—¿Qué es esto?
Martin era quien había pronunciado esas palabras, señalando la cola del avión. Señalando la bodega.
—¿Qué coño hay en esta puñetera caja?
La voz era baja, temblorosa.
—Sáquenla de mi avión ahora mismo —dijo, jadeante, sin aguardar la respuesta del millonario—. ¡Deprisa! —gritó.
Callahan llamó al camión. Los dos hombres subieron el talud y saltaron a la cabina. El conductor bajó la pendiente con el camión y recorrió el poco profundo valle hasta quedar junto al Cessna.
Cairns, con la cara pálida y los ojos dilatados, bajó del avión y abrió la bodega.
—Sáquenla de allí —dijo Martín casi sin aliento.
Los hombres de Callahan hicieron lo que se les había ordenado y depositaron en el camión la caja con la vidriera.
Cairns ya estaba subiendo de nuevo al avión.
—Deme el dinero y nos largamos enseguida —dijo Martin con aspereza.
Cuando Callahan le entregó el portafolio lleno de billetes, la mano del piloto le rozó la suya y el millonario pudo comprobar cuán terriblemente fría estaba la carne de aquel hombre.
—Cuéntelo, dijo Callahan.
Martin sacudió la cabeza y dio un portazo. Inmediatamente, los motores del Cessna comenzaron a rugir. Callahan subió aprisa el terraplén, mientras el avión carreteaba y comenzaba a tomar velocidad, como si su tripulación estuviera impaciente por alejarse de aquel sitio. El aparato se elevó en el aire y, en unos segundos, desapareció en la negrura, tragado por la noche.
Callahan se tocó el dorso de la mano, en el sitio en que ésta se había rozado con la carne de Martin y tembló mientras recordaba la sensación de frío de la piel de aquel hombre. Miró de reojo el camión y la gran caja, ya firmemente sujeta en él.
Por fin tenía la vidriera.
Mientras caminaba hacia el Mercedes que le esperaba, también él sintió que lo envolvía una extraña sensación de frío.