David Callahan miró el reloj cuando el Mercedes salió por la puerta principal de su finca. El viaje llevaría menos de dos horas. Incluso el avión podía haber llegado para entonces. Se acomodó en el asiento de atrás y miró hacia adelante el camión que conducía uno de sus trabajadores. Una vez descargada del avión que él había contratado, la vidriera sería cargada en el camión y llevada a su propiedad rural.
Callahan encendió un cigarrillo y lo fumó nerviosamente. Se sentía incómodo. El choque con Doyle lo había dejado algo inquieto y con el humor agriado. El antiterrorista era excesivamente inquisitivo para el gusto de Callahan. Sin embargo, la muchacha que lo acompañaba era bonita. Atractiva. Callahan dio otra calada y expulsó de su mente la imagen de Georgie. En ese momento tenía otras cosas más importantes en que pensar.
Cuando el Mercedes cogió una curva en el camino, el campo de Callahan comenzó a desdibujarse en el paisaje, e incluso la casa quedó oculta detrás de altos setos y de árboles.
—¿Lo seguimos? —preguntó Georgie, mientras el Mercedes los pasaba.
—No —dijo Doyle—. Esperaremos un rato y volveremos a entrar.
—Me parece que sería mejor que habláramos con Callahan —sugirió Georgie.
Doyle negó con la cabeza.
—No obtendremos nada de él. Todavía no. Pero su mujer, ella es otra cosa —explicó, y controló su reloj—. Esperemos un poco. Dejémosle que se aleje.
El camión se detuvo junto a un área cubierta de madera que daba a una franja de tierra plana. El Mercedes de Callahan paró al lado y el millonario se apeó y aspiró el aire fresco de la noche mientras miraba al cielo.
Encendió un cigarrillo al tiempo que se preguntaba cuánto faltaría para que llegara el avión.
Detrás de él, sus dos empleados charlaban despreocupadamente mientras el inglés fumaba lentamente, retenía el humo un momento y luego lo largaba formando una pluma gris azulada y observaba cómo se disipaba el humo lentamente.
«No falta mucho», pensó Callahan. Volvió a mirar el reloj.
Ella lo vio.
Vio el avión.
Vio el bimotor Cessna meciéndose perezosamente en el aire como si comenzara a descender.
Catherine Roberts se revolvió mientras dormía a bordo del vuelo de Air France, murmuró algo inaudible y apretó los puños.
En algún momento del sueño creyó oír risas.
Laura Callahan estaba sentada ante la ventana del dormitorio mirando al campo, prácticamente invisible en la oscuridad. En la penumbra del dormitorio veía su reflejo en el vidrio. Pero cuando cerró los ojos, vio algo más.
Vio un pequeño bimotor que se aproximaba a un oscuro desmonte.
Oyó los motores que llegaban a destino.
Laura abrió los ojos y se sorprendió jadeando. Tenía la frente húmeda de sudor.
Tuvo miedo.
Más miedo que nunca, al menos que ella recordara.