Luchó contra el cansancio, decidida a no dejarse vencer por el sueño.
Catherine Roberts leía las notas esparcidas sobre la mesilla que tenía delante y miraba por la ventanilla del avión. Había tenido suerte en conseguir una plaza en el vuelo, la última, le habían dicho. Estaba en la zona de fumadores, pero pudo sobreponerse a ello a pesar de que el pasajero del asiento contiguo estaba decidido a consumir todos los Marlboro posibles hasta que terminara el vuelo. Cath tosió, se abanicó con la mano y volvió a sus notas.
No tenía manera de saber si habían embarcado la vidriera a bordo del avión que Callahan había contratado. Sólo esperaba que todo hubiera salido bien. Si todo sucedía según estaba pensado, llegaría un par de horas antes que ella.
Se frotó los ojos, tratando de luchar contra el cansancio. Cath hubiera deseado dormir, dejar de lado las notas, echarse hacia atrás en su asiento y hundirse en el olvido por un par de horas, pero sabía que no podía, pues con el sueño venían las pesadillas.
Y qué pesadillas.
Aun así, sentía que el agotamiento caía sobre ella como una fuerza tangible, como un parásito que le chupara la voluntad y la conciencia. Apoyó la cabeza y de inmediato sintió que los párpados se hacían más pesados. Cerró los ojos por un momento y experimentó una maravillosa sensación de liberación.
Pero con la misma rapidez volvió a abrirlos bruscamente, pues quería dormir, pero no se atrevía.
Frente a ella se sentaba un niño, un muchachito arrodillado en su asiento, que la examinaba. Cath lo miró con cansancio y logró esbozar una sonrisa mecánica. El niño miraba con indiferencia, alternadamente a Cath y las notas esparcidas en la mesilla. Cath trató de trabajar, de ignorar la mirada del niño, que ni siquiera pestañeaba.
BARON.
Escribió la palabra en letras mayúsculas y la contempló. Luego levantó brevemente la vista y se percató de que el niño se había cansado de mirarla y se había hundido otra vez en su asiento.
No le cabía duda de que Baron era un familiar al que Gilles de Rais había convocado para transmitirle el secreto de la transformación del metal en oro.
Pero ¿cómo llevar a cabo ese llamamiento?
SACRIFICIUM.
Un sacrificio.
De Rais había matado a más de doscientos niños en su época. ¿Qué mejor ofrenda podía hacer a su deidad particular que las vidas de tantos seres tan jóvenes?
Se frotó la frente con los dedos.
¿Lo pensaba realmente? ¿De verdad creía en lo que había escrito? Los demonios eran producto de la superstición y el miedo. Se suponía que ella era una profesional, una experta en su campo. Ella se ocupaba de hechos, no de leyendas ni de rumores. Los relatos de horror no entraban en su mundo. La idea de un demonio era ridícula, y sin embargo la vidriera, todo lo que había acontecido hasta ese momento, todo parecía apuntar al menos a una creencia en semejante entidad. E incluso, tal vez, a su existencia.
Pensó en Mark Channing.
¿Podía un ser humano hacer con su cuerpo lo que se había hecho con el suyo?
Pero si no había sido un ser humano, ¿quién había sido?
¿Acaso había descubierto Channing una manera de liberar a Baron?
Catherine suspiró y se recostó nuevamente en el asiento, consciente de que el hombre que se sentaba al lado de ella estaba encendiendo otro cigarrillo. El humo comenzaba a hacerle daño. Cerró los ojos.
Tenía que haber una explicación racional de lo que estaba sucediendo.
Tenía que haberla.
Sintió que se dormía; trató de despertarse, pero el esfuerzo necesario era cada vez mayor.
—Baron —susurró mientras sentía que el sueño la invadía.
—Explicación lógica… tenía que haber una… Los demonios no existen…
No existen.
Tembló mientras se dormía.
Sintió frío.