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Se había visto obligado a matarlo.

No había habido tiempo para pensar. Sólo para actuar. La bodega estaba llena de armas, una partida de nuevas AK-47. El guardia se empeñó en revisar el avión. A John Martin no le había quedado opción. Había extraído su pistola y había disparado dos veces al guardia. El piloto había despegado de inmediato, agradecido de cruzar el espacio aéreo libio sin ser atacado. Pero luego, razonó, aquel día no había nadie en la pista para que informara qué había pasado. Las armas estaban destinadas a un grupo terrorista de Francia. Habían pagado bien por ellas y le habían pagado bien a John Martin por recogerlas y entregarlas en el mismo Cessna 560 en el que viajaban en ese momento, preguntándose por qué se le habría ocurrido de repente pensar en aquel incidente con el guardia libio. Habían pasado ocho meses desde entonces. Quizá porque ese hombre fue el primero que mató.

Hacía más de dos horas que estaban en el aire y era un día sin problemas de turbulencia ni de mal tiempo.

Sin embargo, todavía persistía aquel frío en la cabina.

Controló la temperatura y el mercurio marcaba permanentemente los veinte grados.

¿Por qué mierda hacía tanto frío?

Sintió como un soplido en las manos. Era una locura.

—¿Te sientes bien? —preguntó Cairns desde su asiento de copiloto.

Martin asintió con la cabeza.

—Frío —respondió escuetamente—. Tengo frío desde que despegamos.

—Únete al club —dijo Cairns, frotándose con una mano la piel de gallina del antebrazo—. Sube la calefacción.

El avión cayó como una piedra.

Era como si una mano invisible hubiera arrancado ambos motores en un movimiento único y preciso. No tenían potencia.

El aparato se precipitaba a tierra.

—¡Dios mío! —susurró Martin, que luchaba con los controles.

Miró el altímetro y vio que la aguja giraba enloquecidamente, como un serpentín que cayera irrefrenablemente a medida que pasaban las millas y la distancia del avión a la tierra se reducía por segundos.

Se abrió la puerta de la cabina y James asomó la cabeza.

—¿Qué sucede? —gritó, pálido.

—Debemos de haber perdido un motor —dijo Cairns, mientras sus ojos escrutaban desesperadamente el entorno en busca del problema.

—No, todavía tenemos toda la potencia —dijo Martin, luchando con los controles.

La caída se detuvo tan repentinamente como había empezado.

El Cessna volvió a nivelarse a seis mil seiscientos metros y Martin lo mantuvo en esa altura durante unos minutos mientras él y sus compañeros recuperaban la tranquilidad.

—¿Qué coño pasa? —preguntó James—. ¿Puede haber sido una turbulencia?

—No —respondió Martin sin vacilar—. Ninguna turbulencia ni caída de la temperatura nos hubiera hecho caer tanto ni tan rápidamente. Fue como si hubiera faltado por completo la potencia.

—Pero no fue eso, puesto que los instrumentos seguían funcionando —le recordó Cairns.

Martin no respondió. Se limitó a recorrer con la mirada el interior de la cabina, buscando alguna parpadeante luz de advertencia o una señal cualquiera que arrojara luz acerca de la causa por la cual el Cessna se comportara de esa manera tan aberrante. Otra cosa extraña era que el avión no había caído en picado como hubiera hecho en caso de falta de potencia. Había caído en posición de vuelo. Como si colgara de los hilos de un titiritero gigantesco.

—Lo llevaré otra vez a los diez mil quinientos metros —anunció, y el Cessna comenzó a trepar con firmeza en el cielo azul. Cuando el aparato volvió a nivelarse, Martin se estremeció, pero esta no vez no tanto a causa del frío de la cabina, pensó, a pesar de que iba en aumento.

—Lo revisaremos cuando aterricemos —dijo Martin.

La aguja del altímetro comenzó a oscilar de nuevo.

—Mira —dijo bruscamente Cairns, señalándola.

El avión seguía volando normalmente.

El altímetro continuaba registrando una pérdida de altura.

Otra vez, la aguja comenzó a oscilar sobre los diez mil quinientos metros.

—No puedo entender qué es lo que pasa —dijo Martin—. Controlamos los instrumentos antes de despegar. Todo el maldito avión fue revisado hace un mes. No tiene sentido.

Lo mismo que el frío en la cabina. Tampoco tiene sentido.

—¿Por qué no pruebas la radio? —sugirió Martin.

Cairns asintió y la cogió.

Giró el interruptor para transmitir. De la radio se desprendió un silbido de estáticos. Cairns la apartó como si se tratara de algún reptil venenoso. Lejos de amainar, los estáticos seguían chirriando y llenando la cabina de tan irritante sonido.

Ambos hombres se miraron por un momento. Luego Cairns apagó la radio.

—Ignoro lo que sucede —dijo Martin, respondiendo a la pregunta tácita del compañero.

—Vuelve a caer —dijo Cairns.

Martin asintió con la cabeza y el avión comenzó a descender.

Cuando sintió los primeros efectos de la turbulencia. James Gareth se percató de que de la bodega subían unos finos hacecillos de humo.

—John —llamó con los ojos fijos en aquella fina columna que se levantaba lentamente—. Algo va mal en la bodega.

—Si es así, ningún instrumento lo registra —informó Martin, controlando las filas de luces y toda la extensión de diales—. ¿Qué es?

—Me parece que hay fuego —le dijo James, cogiendo un extintor de la pared y avanzando hacia la popa del avión.

Cuando estuvo sobre la bodega, olió el sutil vapor a medida que éste iba surgiendo.

Era un olor rancio, recio. No era el olor acre del humo. De eso estaba seguro.

Entonces, ¿qué era?

—Voy a echar un vistazo —gritó, mientras aflojaba el cierre que aseguraba la entrada de la bodega.

Dejó el extintor en el suelo y utilizó ambas manos para levantar la tapa. Entonces comprobó cuán frío estaba el metal contra la carne.

—¿Hay fuego? —preguntó a voz en cuello Martin desde la cabina.

James escudriñaba la bodega, mirando a través del humo maloliente. Tan abiertos tenía los ojos en las órbitas, que amenazaban con saltársele del cráneo.

—Gareth —bramó Martin—, ¿hay fuego?

James sacudía enérgicamente la cabeza, con los ojos clavados en la entrada de la bodega y en lo que había debajo.

A su alrededor se levantó el vapor, que se arremolinó y lo envolvió como brazos etéreos, cada vez más estrechamente.