COUNTY CORK. REPÚBLICA DE IRLANDA:
Doyle atravesaba con el coche las grandes puertas que llevaban a la finca de David Callahan. Disminuyó la velocidad para observar a su alrededor la gran extensión de tierra verde y los bosquecillos. El largo camino interior serpenteaba a través del campo durante unos buenos tres kilómetros hasta que, por fin, tras una curva a la derecha, aparecía la casa.
—¡Dios mío! —exclamó Georgie en un murmullo—. ¡Mira lo grande que es!
Doyle disminuyó un poco más la velocidad, observando con mayor detenimiento todo aquello. Percibió un movimiento a la izquierda: un jinete.
El hombre cabalgó hacia ellos en un bayo al que paró cuando estuvo cerca del coche. Doyle realizó una rápida estimación visual del hombre y notó un gran bulto dentro de la chaqueta, debajo del brazo izquierdo.
Armado, probablemente.
Lo que no es asombroso. En un sitio de esta dimensión, Callahan podría necesitar seguridad.
El jinete llevó al caballo del lado de Doyle y lo miró. El antiterrorista redujo la velocidad al paso de hombre.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó el jinete.
—Hemos venido a ver al señor Callahan —le explicó Doyle.
—¿Les espera?
—No, en realidad, no. Sólo queremos conversar con él.
—Ustedes no son de aquí.
—Nosotros somos listos —dijo Doyle con una leve sonrisa.
El hombre captó el sarcasmo en la voz del inglés y lo miró. Doyle sostuvo la mirada por un momento y luego apretó ligeramente el acelerador; el motor se reanimó. El bayo relinchó nerviosamente y se apartó, mientras el jinete trataba de mantener el control del animal. Doyle apretó más el acelerador y el Datsun se alejó velozmente. El jinete cabalgó detrás.
—Deberías adularles, Doyle —dijo Georgie, a la vez que sacudía la cabeza.
Él parecía no comprender.
—Tu escuela de seducción —explicó ella tranquilamente.
—Muy divertido —murmuró sin mirarla.
En el espejo lateral pudo ver que el jinete les seguía de cerca. Pero ya habían llegado a la casa, de modo que Doyle paró el coche ante el enorme edificio. Él y Georgie se apearon.
—Le diré que ustedes están aquí —dijo el jinete.
—No es necesario. Nos arreglaremos solos —le aseguró Doyle, quien caminaba a grandes zancadas hacia la puerta.
Llamó y aguardó, mirando al jinete, todavía furibundo. Se abrió la puerta y Doyle se encontró ante una preciosa joven que él supuso en los comienzos de la veintena. Pelo castaño hasta los hombros, con mechones claros. Poco maquillada. Doyle le sonrió.
—Buenos días —dijo—. Mi nombre es Sean Doyle y ésta es Georgina Willis. Hemos venido a ver al señor Callahan.
—¿Están ustedes citados? —preguntó la chica.
—¿Es necesario? —preguntó Doyle, siempre sonriendo.
—¿Quiénes son ustedes? —insistió.
—¿Pasa algo, Trisha?
Georgie fue la primera en ver a Laura Callahan. Vestida con tejanos y una sudadera, el pelo recién lavado, inspeccionaba a los dos visitantes.
—¿Quieren ver a mi marido? —preguntó Laura.
—No sé quienes son, señora Callahan —dijo Trisha.
—De la Unidad Antiterrorista Británica —dijo Doyle con toda seriedad—. Es oficial. ¿Dónde está su marido, señora Callahan?
—¿Pueden identificarse? —preguntó Laura.
—No. Pero usted ahorraría muchos problemas a todos, incluso a su marido, si nos dejara hablar con él.
—¿Cómo puedo saber que son ustedes lo que dicen ser? —insistió Laura—. Mi marido es un hombre muy rico. Ustedes pueden ser cualquiera. Podrían querer matarlo.
Doyle suspiró.
—Si quisiera matarlo no hubiera llamado a su podrido timbre, ¿no le parece? —dijo en tono poco amable—. Sólo queremos hablar con él sobre un par de cosas. Luego nos marcharemos.
Hubo un silencio tenso. Finalmente, Laura consintió. Ella y la muchacha se hicieron a un lado. Doyle y Georgie entraron. Georgie observaba el inmenso vestíbulo.
—Está bien, Trisha —dijo la señora Callahan—. Puedes volver al trabajo. Yo me ocuparé de esta gente.
La criada asintió con la cabeza y desapareció por la escalera. Laura los condujo hacia la derecha, por un pasillo alfombrado, hasta el salón. Abrió la puerta y entró.
David Callahan se volvió cuando entraron. Frunció las cejas al ver a Doyle y a Georgie.
Las presentaciones fueron rápidas y puramente formales.
—Son de la policía —dijo Laura.
—No exactamente —corrigió Doyle—. De la Unidad Antiterrorista.
—¿Quieren beber algo? —preguntó Callahan, sonriente.
Georgie aceptó un zumo de naranja; Doyle, un whisky.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Callahan.
—No quiero irme por las ramas, señor Callahan —le dijo Doyle—. Hace una semana hubo una explosión en Belfast. Los responsables conducían un coche registrado a su nombre. Pertenecían al IRA. Nos gustaría que nos explicara cómo pudo ocurrir que tres hombres del IRA condujeran su coche, señor Callahan.
—¿El Sierra?
Doyle asintió con la cabeza.
—Lo robaron hace quince días —les explicó Callahan.
—¿Denunció ested el robo?
Callahan sacudió la cabeza.
—¿Por qué no?
—Aquí la policía no es demasiado brillante, señor Doyle —explicó, sonriendo—. Además, sólo es un coche —terminó Callahan y miró su reloj.
—¿Hace dos años que vive usted aquí, no es cierto? —dijo Doyle.
—Un poco menos, en realidad —le informó Callahan.
—¿Y antes?
—En muchos sitios.
—¿Londres, por ejemplo? —con una ligera sonrisa juguetona en los labios.
—Pues, sí, he vivido un tiempo en Londres.
—¿Y tuvo algún negocio allí? —insistió Doyle.
—Mire usted, si tiene algo que decir, dígalo de una vez —dijo Callahan con acritud mientras miraba su reloj—. Tengo que salir pronto. No tengo tiempo para quedarme aquí jugando con usted.
—¿Adónde va?
—Eso no es asunto suyo.
—Tal vez no, pero averiguar por qué el IRA tenía su coche sí que es asunto mío.
—Ya se lo dije, lo robaron.
—Ya, y usted nunca denunció el robo. ¡Cojones!
—Mire, Doyle, no tengo por qué oír esta insensatez. Si tiene algo que decir, pues dígalo de una vez. Si es quien dice ser, muéstreme su documentación para probarlo. Si no, usted y su… —miró a Georgie—, su compañera pueden salir ahora mismo de mi casa.
—La Brigada Móvil de Londres lo interrogó hace unos cinco años sobre un negocio de armas, ¿no es cierto? —dijo Doyle—. Venta de armas a una cantidad de organizaciones terroristas. Incluido el IRA.
—¡Fuera de aquí, ahora mismo!
—¿Es cierto, o no —dijo Doyle—, que le interrogaron a usted acerca de la venta de armas al IRA?
—Me interrogaron, pero nada más, nunca —respondió Callahan con pulcritud—. Eran meras conjeturas, Doyle. El nuevo Scotland Yard me tenía ganas, y el único cargo que se les ocurrió que podrían hacer contra mí era el contrabando de armas. Pero les fue imposible. No tengo antecedentes delictivos, como usted sabe, sin duda. Ahora, ¡váyase! —dijo secamente mientras se dirigía a la puerta del salón y la abría.
Doyle se puso lentamente de pie.
—Volveremos, señor Callahan —dijo, alargando al millonario su vaso vacío.
—Si vuelve a mi finca, se lo tratará como a un intruso y mi personal estará en todo su derecho de dispararle. Ahora, ¡váyase!
—Volveré —le aseguró Doyle, y, junto con Georgie, se encaminó hacia la puerta de entrada, escoltados por Callahan, quien les abrió y los echó.
—Si no tiene nada que esconder, ¿por qué es tan quisquilloso?
—Fuera de mi propiedad, Doyle —fue la abrupta respuesta de Callahan.
Los observó mientras caminaban hacia el coche, subían y se marchaban. Únicamente entonces cerró la puerta, se recostó en ella un instante y respiró pesadamente.
Cuando volvía al salón, sonó el teléfono.
—¡Joder con el tío! —dijo Doyle—. Sabía dónde estaba su coche y, además, quién lo conducía.
—Tenemos que probarlo —dijo Georgie.
—No hay problema —replicó Doyle, apretando el acelerador.
—Vamos a tener problemas si volvemos, Doyle.
Él no contestó.
Finalmente, Doyle pasó las grandes puertas que marcaban la salida de la propiedad. Giró el volante a la izquierda y enfiló el estrecho camino en dirección a la ciudad más cercana.
Ninguno de ellos vio el vehículo aparcado entre los árboles, junto al camino, detrás de ellos.
El conductor encendió su porro y miró el reloj.
«Démosle dos minutos —pensó—. Luego, a seguirle».