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Oyó el estampido.

Un fuerte estampido de disparo de arma de fuego que la sobresaltó. Enseguida se dio cuenta de que el coche patinaba en la carretera.

Cath luchó por mantener el control del vehículo, pisó una y otra vez el freno hasta que consiguió detenerlo a un costado de la carretera. Inspiró profundamente, aliviada de que no hubiera venido ningún vehículo en dirección contraria. Abrió la puerta y se apeó. Se había agujereado una rueda derecha, debido al pinchazo producido por una piedra filosa. Se quedó un instante con los brazos en jarras, evaluando el daño, para levantar luego la vista y mirar el lugar del camino donde el camión que transportaba la vidriera se había detenido. Era evidente que habían visto lo que sucedía. Hasta vio que uno de los hombres saltaba de la cabina y corría hacia ella.

Se ofreció a ayudarle a cambiar la rueda y le dijo que la esperarían, pero Cath movió negativamente la cabeza y le respondió que el camión debía continuar viaje. La vidriera debía llegar a destino a la hora convenida, a fin de que se la cargara a bordo del avión que la esperaba. Ella podía arreglarse sola con la cubierta. El hombre la miró, luego miró la rueda, asintió y corrió nuevamente hacia el camión, que se marchó.

—Mierda —protestó Cath y, rabiosa, dio una patada a la cubierta.

Vio como desaparecía el camión en una curva de la carretera. Después se dirigió al maletero, lo abrió y controló la rueda de auxilio.

Ya era imposible que llegara a tiempo al avión para viajar con la vidriera. Tendría que coger un vuelo comercial.

Pasó un coche, cuyos ocupantes la miraron breve y desinteresadamente cuando sacaba el gato y la rueda de auxilio del maletero. Se preguntó cuánto tiempo le llevaría cambiar la rueda. Tal vez debía haber dejado que el hombre se quedara y le ayudara, pensó mientras se echaba el pelo hacia atrás y lo ataba, lista para comenzar la tarea.

Tendría que llamar a Callahan cuando llegara al aeropuerto.

El avión era un Cessna 560 de unos quince metros de largo y más de quince de envergadura. Estaba inmóvil, el piloto miraba por la ventanilla mientras el camión con la caja se arrimaba al aparato.

La cabina, que normalmente llevaba seis pasajeros, había sido modificada. Habían quitado los tres asientos a popa para aumentar la capacidad de la bodega.

En esa bodega fue donde los tres hombres que integraban la tripulación del avión depositaron cuidadosamente la caja que contenía la vidriera y luego la aseguraron, todo con ayuda de los hombres del camión, que, una vez terminada la tarea, subieron a su vehículo y se marcharon.

—Creí que tendríamos también un pasajero —dijo el piloto—. Una mujer.

John Martin se acarició pensativamente la barbilla y se encogió de hombros.

—Parece que no estamos de suerte —dijo Nick Cairns, sonriendo—. Nada más que la caja.

Martin volvió a asentir.

—¿Qué hay dentro? —preguntó el tercer miembro del equipo, un escocés de elevada estatura llamado Gareth James.

Martin sacudió la cabeza.

—No se me ocurrió preguntarlo —respondió—. Pero se supone que, sea lo que fuere, ha de ser algo de valor.

Cairns levantó las cejas enigmáticamente. Estaban acostumbrados a unas diversidades de cargas, humanas y no humanas. Poseían el avión en conjunto y se habían asociado el último año. Martin había sido piloto civil durante más de cinco años antes de montar el negocio con sus dos colegas, ambos ingenieros. Diez años antes. Cairns había tenido una breve experiencia en la RAF. Era el mayor del trío. El negocio era el contrabando.

Por esa razón habían modificado la bodega, para llevar más contrabando. Habían llevado de todo en ese tiempo, desde drogas a ropas y armas. También cargaban gente, si hacía falta. Habían llevado delincuentes a países donde no podían seguirles la huella. Habían llevado individuos de sitios en los que habían sido sacados de la cárcel. Mientras el pago fuera adecuado, harían el trabajo.

Y en este caso en concreto, el pago había sido particularmente adecuado.

Martin no podía imaginarse qué podía contener una caja por cuyo transporte el individuo que había contratado el avión pagaba 250.000 libras esterlinas. Pero su oficio no era preguntar, sino volar.

Cairns verificó en panel de instrumentos mientras Martin se sentaba.

El piloto miró su reloj y reprimió un bostezo. En unas tres horas debían estar en el punto de destino.

Terminado el control, hizo carretear al avión y lo puso en posición de despegue. Luego, cuando estuvo listo, los dos motores Pratt y Whitney comenzaron a rugir y el Cessna tomó velocidad.

El sonido de los turboventiladores fue en aumento hasta que, finalmente, el avión perdió contacto con el suelo para ascender a razón de mil metros por minuto. En quince minutos estaban a 10.500 metros de altura. Sólo cuando se acercara a la costa irlandesa haría descender el avión lo suficiente como para eludir el radar y poder así llegar a destino sin ser detectados. Por el momento, se recostó en el asiento y contempló el claro cielo nocturno. Se les había prometido buen tiempo durante todo el viaje, incluso sobre el mar de Irlanda. A no ser por una ligera capa de nubes, era una noche agradable y húmeda.

Por tanto, era extraño que dentro del avión hiciera tanto frío.