No conocía a los hombres. No sabía dónde los había encontrado Callahan. En realidad, no le importaba.
Catherine Roberts observó en silencio mientras los cuatro hombres rodeaban la vidriera en la iglesia de Machecoul. La sujetaron con firmeza en una caja de embalar, protegida por dentro por otra caja más pequeña y rellena de paja. Habían cubierto cada una con cinta transparente y luego lo habían fijado con espuma de plástico. Los hombres habían llegado con todo el equipo. Esa noche, cuando ella llegó, estaban ya ante la iglesia. Habían hablado poco cuando ella apareció en el Peugeot y uno la había mirado con aire ligeramente provocativo al bajar ella del coche y subírsele la falda y dejar visibles los muslos. La había mirado, pero no había sonreído.
Ella les dio las instrucciones pertinentes sobre cómo mover la vidriera, sobre el cuidado que era menester dedicarle. Si habían estado escuchando, lo cierto es que no dieron la menor señal de haberlo hecho. Todos ellos se habían mostrado demasiado preocupados por mirar la vidriera. Cuando llegó la hora de empezar a prepararla para el viaje desde Machecoul, trabajaron con rapidez. Como si alimentaran el deseo de liberarse de la vidriera, lejos de su presencia. Cath se apoyó contra la puerta del presbiterio mientras observaba a los hombres. Sentía los párpados pesados e hinchados por falta de sueño. A cada momento se frotaba los ojos y muy seguido flexionaba los hombros para tratar de aliviar el dolor.
Fuera, el camión que debía transportar la vidriera había llegado. El conductor estaba sentado en la cabina fumando mientras esperaba que sus compañeros salieran de la iglesia. Aun desde dentro de la iglesia, Cath podía oír el ronquido permanente del motor.
Observó a los cuatro hombres listos para alzar la vidriera, que cada uno cogía por una esquina de la caja. Hablaban entre ellos y Cath temió que sus ruegos de atención y cuidado hubieran sido inútiles. Miró mientras levantaban la caja.
Uno gritó algo que Cath no entendió y volvieron a bajar la caja a toda prisa y a alejarse de ella.
Cath preguntó cuál era el problema y fue hacia la caja.
El mayor de los hombres musitó algo y extendió la mano.
En la palma tenía una quemadura del tamaño de una moneda grande. La piel estaba roja, y de la carne moteada comenzaba a surgir ya una ampolla.
Cath frunció el entrecejo y tocó la caja.
Estaba muy fría; era como tocar una barra de hielo.
El mayor de los hombres se envolvió la mano con un trapo y todos comenzaron a levantarla otra vez. Cath observó sus maniobras hacia la puerta del presbiterio.
Era consciente del frío que reinaba en la habitación, cuya intensidad iba en aumento.
Pusieron la caja de canto para pasar por la puerta, con cuidado para no pillarse una mano contra el marco. Cath pestañeó enérgicamente y miró fijo la caja.
En un costado de la caja había una mancha oscura, como una quemadura. Como si se hubiera presionado contra la madera una fuente de calor interior a la caja. La marca crecía por segundos.
Cath se frotó los ojos.
La marca había desaparecido.
Domínate, pensó con rabia. Sólo era una sombra.
Aguardó un momento hasta que los hombres introdujeron la caja en la nave y luego los siguió. El ácido olor le llenó las narices cuando atravesó la puerta del presbiterio.
Un olor que le recordó el de la madera chamuscada.
Cargaron la caja en el camión sin ninguna dificultad, tras lo cual tres de ellos subieron en la parte posterior del vehículo, mientras el cuarto lo hacía en la cabina, junto al conductor. Este último terminó otro cigarrillo, arrojó la colilla por la ventanilla y se preparó para arrancar.
Dentro de la iglesia, Carth echó una mirada final al presbiterio, no sin estremecerse al dirigir la mirada al sitio donde había encontrado el cuerpo de Mark Channing. Pero expulsó de la mente esa idea. El polvo era espeso en el suelo, salvo el lugar donde había estado la vidriera. El silencio era opresivo y Cath dio media vuelta y salió del presbiterio y de la iglesia dirigiéndose al camión que aguardaba. Controló con el conductor la corrección de las instrucciones. Él conduciría y ella lo seguiría con su coche. Cuando llegaran, se cargaría la caja en el avión que Callahan había alquilado. Las instrucciones fueron comprendidas. Cath vio alejarse lentamente al camión por la huella estrecha en dirección a la carretera. Luego se sentó al volante del Peugeot e hizo girar la llave del encendido.
Miró en el espejo retrovisor y captó su macilento reflejo. Buscó en el bolso y sacó las gafas de sol, deseosa de no ver sus propias ojeras rojas. Se puso las gafas y volvió a mirarse.
El rostro que la miraba desde el espejo era el de Baron.
En el espejo retrovisor se reflejaba la cara de la criatura de la ventana.
En lugar de sus propios ojos oscuros, encapotados, la miraban aquellos ojos de sangre hirviente. La boca abierta, lasciva, con la larga lengua colgando de las fauces como la lengua de un lobo.
A duras penas, Cath consiguió sofocar un grito.
Al echarse hacia atrás en su asiento, cerró los ojos y sintió una fría presión en la nuca.
Cuando volvió a mirarse en el espejo, sólo vio su propio rostro.
¿Qué le estaba pasando?
Falta de sueño. Cuando llegara a Irlanda descansaría. Se prometió dormir. Era la presión de los últimos días, la falta de descanso, lo que le había sucedido a Channing. Para todo eso había una explicación lógica. Asintió con la cabeza y arrancó mientras bajaba la ventanilla para recibir el aire fresco, con la esperanza de que eso le despejara la mente.
Volvió a mirar el espejo retrovisor y sólo alcanzó a ver su propio reflejo.
Frunció el entrecejo y estiró el brazo para tocar el espejo. Un nudo en la garganta le paralizó la respiración.
De uno al otro lado, el espejo estaba rajado. Justo en la línea de sus ojos.