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BRETAÑA, FRANCIA:

Catherine Roberts bostezó y se frotó los ojos. Las notas parecieron borrosas por un segundo, pero a medida que pestañeaba a lo miope, fueron recuperando poco a poco la nitidez. Recorrió con la mirada la habitación de hotel que Callahan había dejado libre y que ahora ocupaba ella.

El tictac de su reloj, sobre el tocador, al lado de ella, resonaba desmesuradamente en el silencio de la noche. Eran casi las 11.48. Las cortinas se agitaron suavemente, movidas por una fría brisa nocturna que también llevaba consigo las primeras gotas de lluvia. Cath levantó la vista y por un momento se quedó observando el golpeteo de la lluvia sobre el vidrio.

Vidrio.

Se inclinó hacia adelante y palpó su imagen en el espejo del tocador.

Vidrio.

En ese momento, toda su vida parecía ser un trozo de vidrio: frágil y a punto de romperse si se ejercía demasiada presión sobre él. Se hallaba en ese sitio debido al vidrio, debido a la vidriera, y ahora estaba sentada, contemplando el vidrio del espejo, contemplando el rostro cansado que en él se reflejaba. Alrededor de ella estaba lleno de blocs esparcidos, de garabatos acerca de Machecoul, acerca de Gilles de Rais. En una hoja nueva de papel había escrito Cath las palabras que había visto en la vidriera.

COGITATIO — Pensamiento.

SACRIFICIUM — Sacrificio.

CULTOS — Adoración de los dioses.

ARCANA — Secretos.

ARCANOS — Oculto.

OPES — Tesoro.

IMMORTALIS — Inmortal.

Para ella, seguían teniendo tan poco sentido como el día que las viera por primera vez. Tamborileó en el bloc con el extremo de su pluma mientras se pasaba por el pelo la mano libre.

Lo concerniente al tesoro oculto se explicaba casi por sí mismo. Algo en la vidriera de Machecoul desvelaba el secreto de una vasta fortuna; de eso no tenía dudas. De Rais había sido un hombre notablemente rico; tal vez la vidriera contuviera la clave del sitio donde estaba escondida parte de su inmensa fortuna. Carth sacudió la cabeza. Había muerto relativamente pobre, secado por charlatanes y estafadores que le prometieron ayudarle a encontrar el único verdadero tesoro que él buscaba, a saber, el de la vida eterna.

IMMORTALIS.

—Inmortal —dijo en voz alta.

Hizo una pausa, los ojos fijos en las otras palabras.

CULTOS.

Adoración de los dioses.

Mordió pensativamente la punta de la pluma.

Pero ¿adoración de qué dioses? No del mismo dios de ella. Eso era seguro.

¿Satán?

Dejó la pluma y volvió a restregarse los ojos. Comenzaba a dolerle el cuello de mirar constantemente hacia arriba. La cabeza le latía con la tensión persistente de tanto pensar. Se sintió como atrapada en un laberinto, incapaz de encontrar la salida, ni siquiera segura de lo que buscaba.

Gilles de Rais no era inmortal; no había conseguido la inmortalidad. Lo habían estrangulado y luego habían ordenado quemarlo, tras haberle encontrado culpable de muchos delitos, incluso asesinato, invocación de demonios, sodomía, bestialidad, conjuro y…

Conjuro.

Se le había acusado de brujería, de convocar a los demonios. Tal vez en verdad había tenido éxito en ello. Casi sonrió, al advertir que se estaba tratando de encontrar cualquier cosa de que agarrarse. Se recordó que se suponía que ella era capaz de enfocar el tema con mentalidad científica, al margen de la superstición y la leyenda.

Pensó en Mark Channing.

La visión de su cuerpo mutilado acudió involuntariamente a su memoria, se abrió paso en su conciencia y allí se fijó como una astilla en la piel. ¿Quién lo mató? ¿Y por qué? Pero quienquiera que fuese, lo había hecho de una manera que ella jamás hubiera imaginado. Más que asesinado, Channing había sido destrozado. Destrozado por alguien extremadamente poderoso.

—Alguien más allá de nuestra comprensión —dijo sin sorna alguna, recordando el cliché de un centenar de malos filmes de terror.

Pensar en Channing la hizo estremecerse y trató de expulsar esos pensamientos de su mente, pero los mismos persistían.

¿Había encontrado él algo antes de llegar a la iglesia aquel día? ¿Algo que desvelara el secreto de la vidriera?

Se puso de pie y caminó hacia la vidriera. La brisa le arrojaba a la cara gotas de lluvia. Cerró los ojos, con la esperanza de que el aire nocturno le despejara la cabeza. No fue así. Se sintió tan cansada como no recordaba haberse sentido jamás. Un agotamiento denso, y hasta entumecedor, que le había absorbido las energías como una sanguijuela. Se dio cuenta de que esa noche ya no podría trabajar y comenzó a desvestirse, no sin antes echar una última mirada a las columna de palabras escritas en uno de sus blocs de notas. A las palabras que ella había copiado de la vidriera. ¿La clave? Los ojos se sintieron atraídos por la única palabra que no parecía corresponderse con el resto.

BARON.

Tenía que ser un nombre. Sí. Pero ¿de quién?

Los cargos contra Gilles de Rais incluían conjuro de demonios

Se quitó la falda y se sentó ante el tocador, sólo con las bragas puestas. Sintió que el sudor se depositaba en su espalda a pesar de la fría brisa que entraba por la ventana.

De Rais era alquimista. Buscó el secreto de la transformación del metal en oro. Todo alquimista tenía algún familiar, alguna criatura a quien transmitirle el secreto.

¿Un dominio?

Cath recordó sus propias palabras:

Un monumento, eso es la vidriera.

ARCANA.

ARCANOS.

IMMORTALIS.

Y el nombre: Baron.

BARON.

—Un familiar —murmuró Cath—. Ya no abrigaba ninguna duda al respecto. BARON era un nombre. El nombre de un familiar de De Rais. Por esa razón lo veneró de esa manera. La vidriera se había construido en su honor. Porque para eso le había dado un tesoro sin igual. Suspiró.

Esa tenía que ser la respuesta.

Cath se puso de pie. Sentía pesados los párpados. Fue a la cama, se quitó las bragas y estiró la mano para alcanzar el borde de la sábana.

Tiró de ella.

Allí tendido, con un ojo todavía colgando de la órbita, se hallaba el cuerpo de Channing. La sangre había humedecido la ropa de cama en torno a los restos de Channing, y Cath percibió el rancio olor a sangre.

La cabeza se volvió y le sonrió.

Cath gritó.

Gritó y se despertó.

Luchó por salir de la cama, el cuerpo cubierto de sudor. En su precipitación por levantarse, casi se cayó. Corrió hacia la puerta, apoyó la espalda contra ella y desde allí miró la cama.

Estaba vacía. No había cadáver mutilado alguno. Ni cabeza sonriente.

Tragó con esfuerzo. Sintió náuseas. Fue al cuarto de baño, encendió la luz, abrió el grifo del agua fría y juntó agua en la mano. Bebió y luego se echó el agua restante sobre el rostro y el pecho mientras trataba de infundir calma a su respiración. El corazón golpeaba contra las costillas. Inspiró profundamente dos veces y poco a poco sintió que renacía la calma. Pero aun así, no pudo evitar echar una mirada a la cama para comprobar que efectivamente no había nada en ella.

No había nada, salvo sábanas mojadas de sudor.

Sabía que ya no podría volver a dormirse esa noche. Se puso un albornoz y se sentó ante el tocador con sus notas. Cogió una pluma y comenzó a escribir.

Eran las 3.36 de la madrugada.

Laura Callahan se sentó de golpe en la cama, los ojos abultados, el grito todavía encerrado en la garganta.

Le llevó uno o dos minutos reconocer el sitio en el que se hallaba.

En casa. Sana y salva, en la cama.

En la cama.

Miró a un costado, a donde acostumbraba acostarse su marido, pero éste no estaba. Saltó desnuda de la cama. Tenía que contarle la pesadilla. Que había visto a Catherine Roberts tirar de la sábana para encontrar el cuerpo mutilado de Mark Channing, y como habían cortado el cuerpo en dos por la cintura, como lo habían lacerado en toda la superficie de la piel. Cuando salió del dormitorio, miró el reloj.

Las 2.36 de la madrugada.

Se preguntó por qué la había asaltado de repente el nombre de Baron.