Doyle colgó el auricular, abrió la puerta de la cabina telefónica y caminó sin prisa hacia el coche que esperaba.
—Esto nunca funcionará —dijo Georgie mientras él volvía a sentarse al volante.
—Oh, mujer de poca fe —dijo, sin quitar los ojos de la entrada del hospital.
Había dos coches de la guardia irlandesa aparcados frente a la puerta principal, ambos con hombres uniformados dentro.
El edificio era pequeño, una construcción de cuatro plantas de hormigón y vidrio que parecía requerir una modernización. Cerca de estos vehículos estaba aparcada una ambulancia. Por lo que los dos antiterroristas podían ver, la ambulancia estaba vacía.
—Me pregunto por qué le habrán disparado —dijo Georgie.
—Es lo que tenemos que averiguar.
—¿Y si no tiene nada que ver con Maguire y sus hombres? —preguntó otra vez Georgie.
Doyle se encogió de hombros.
—En ese caso, seguiremos buscando. Vale la pena intentarlo, Georgie. Cualquier cosa vale la pena, por remota que parezca. Si es para coger a Maguire, vale la pena intentarlo.
Doyle estiró el brazo y recogió del asiento trasero un ramo de flores que habían comprado dos calles más allá.
—Déjame llevarlas —dijo ella—. Tú no das el tipo de un tío atento.
Doyle arqueó una ceja, desconcertado, y le pasó las flores. Se apearon del Datsun y cruzaron la calle en dirección a la entrada principal del hospital, lentamente, en apariencia sin importarles la presencia de los hombres uniformados en los coches, a ambos lados de la breve escalinata que llevaban a la puerta principal del hospital. Entraron sin que nadie les preguntara nada y pasaron a la zona de recepción.
Dentro hacía frío, y el aire acondicionado estaba algo bajo. A la derecha estaba la tienda del hospital y Doyle vio a una mujer comprando chocolate. Había varias filas de sillas de plástico junto a un gran ventanal panorámico que daba a un pequeño jardín vallado. En las sillas estaba sentada un media docena de personas, entre las cuales había un hombre con la cabeza baja y las manos agarradas a la solapa. Doyle hizo a Georgie una señal casi imperceptible con la cabeza y la muchacha fue a sentarse en una de las sillas. A su izquierda había una máquina expendedora. Un hombre de aspecto cansado, no mucho mayor que Doyle, metía monedas en ella.
Doyle fue hacia ese hombre y se colocó detrás de él.
Cuando el hombre volvía de la máquina, Doyle se le acercó más.
El hombre no pudo evitarlo y volcó café caliente sobre la mano de Doyle.
—¡Jesús! ¡Lo siento! —dijo.
—No se preocupe —le dijo Doyle, limpiándose el líquido caliente con un pañuelo para palmearlo luego en el hombro mientras continuaba hablando—. No debí haberme acercado tanto. Le traeré otro.
—Oh, no, deje, está bien.
—No, por favor —insistió Doyle, quien ya echaba monedas en la máquina.
El hombre sonrió levemente y abandonó la taza de plástico semivacía.
—Odio los hospitales —dijo Doyle—. He venido a visitar a mi mujer. Tuvo un accidente de coche. Una pierna y un brazo rotos, conmoción emocional seria.
—Lo siento.
—¿Y usted? ¿A quién viene a ver?
—A mi padre. Tuvo un ataque cardiaco hace dos días. Pero ayer lo sacaron de cuidados intensivos. Parece que mejora. Fuerte el viejo.
—La madre de mi mujer estuvo aquí en cuidados intensivos —mintió Doyle—. El médico no me gustó nada. No parecía saber lo que hacía. Tyrone, creo que se llamaba Tyrone. ¿No es el que atiende a su padre?
El hombre negó con la cabeza.
—Es el doctor Collins. Es un buen tío.
Doyle asintió y suspiró de manera teatral.
—Bueno, es mejor que me vaya —dijo—. Siento lo del café —agregó, alzándose de hombros y esbozando una sonrisa.
El hombre se despidió, terminó su bebida y salió del hospital. Doyle lo observó mientras se marchaba y luego fue al mostrador de recepción, el rostro inexpresivo.
—Disculpe —dijo con seriedad, sin devolver la sonrisa que la recepcionista le dedicaba—. El doctor Collins me llamó por teléfono esta mañana. Me dijo que podía ver a mi hermano, que lo habían operado.
—En este momento el doctor Collins está arriba, en cuidados intensivos, señor —dijo la recepcionista—. ¿Cuál es el nombre de su hermano?
—Jonathan Martin.
La recepcionista consultó una lista de nombres clavados en un tablero, siguiendo la columna con el extremo de su pluma.
—Aquí no hay nadie con ese nombre, señor —dijo ella, desconcertada.
Doyle suspiró.
—Por favor, ¿podría usted fijarse otra vez? El doctor Collins me dijo que podía verlo.
—¿Cuándo ingresó? —preguntó la recepcionista.
—Anoche.
—Podría ser que apareciera en otra lista de admisiones. Esta —golpeó el tablero con la pluma— sólo contiene los ingresos del día de hoy.
Como el agente Gary Farrow, pensó Doyle.
La recepcionista se puso de pie y fue a un anexo que había detrás del mostrador. Doyle se inclinó por encima de la división, bastante baja, y miró la lista de nombres.
FARROW, GIC4.
Giró sobre los talones y desapareció, no sin tocar a Georgie en el hombro al pasar junto a ella.
—Cuarto piso —dijo, dirigiéndose a los ascensores.
Doyle apretó el botón de llamada y llegó el ascensor. Se abrieron las puertas y descendieron tres personas, una de las cuales era un agente de la guardia.
Doyle y Georgie entraron y Doyle marcó el 3 y el 4.
El ascensor comenzó a subir.
Se detuvo en el tercer piso.
Doyle salió del ascensor, se encaminó a la escalera y subió deprisa los escalones de piedra, tratando de comparar el tiempo que tardaba en llegar a la cuarta planta con el que ponía el ascensor.
Llegó al rellano y miró a través de la ventanita de la puerta, observando como surgía Georgie con las flores en la mano. A su derecha había un escritorio y un conmutador ante el cual se sentaba una enfermera. Cerca del escritorio había un agente. Vio que Georgie se aproximaba al agente. No pudo oír lo que decía, pero pudo ver que el agente asentía con la cabeza.
Doyle se coló por la puerta, moviéndose casi sin hacer ruido, todavía con los ojos fijos en la escena que se desarrollaba al final del corredor. Vio que Georgie le ofrecía las flores al uniformado. Había unas cinco puertas ante él, todas cerradas, pero todas tenían una ventanita cuadrada. Doyle fue rápidamente de una a otra y espió por la ventanita.
Una mujer, vieja, moribunda.
Un hombre con la cámara de oxígeno. Cuarenta años. Era difícil de calcular, dada la palidez de la piel y lo sumido de las facciones. Doyle fue a la ventanita siguiente.
El rostro del hombre estaba cubierto de un profuso vendaje, que sólo dejaba libres los ojos. Tenía conectados a ambos brazos conductos endovenosos de gota a gota, mientras que en la nariz y en la boca se veían distintos tubos. Doyle alcanzó a ver el indicador visual del osciloscopio, junto a la cama, que se movía en ondas muy perezosas. Miró el corredor, donde Georgie seguía hablando con el uniformado y una enfermera, y luego la puerta de la habitación:
ESTRICTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA A TODA PERSONA AJENA AL PERSONAL DE LA CASA.
Tiene que ser éste.
Se metió subrepticiamente. Enseguida se recuperó del impacto inicial que le produjo el olor a medicinas. Desde allí se oía el indicador del osciloscopio, y también la trabajosa respiración del hombre. Doyle se dio cuenta entonces de que el enfermo tenía un catéter puesto y que el saco de este último contenía un líquido negro que ocupaba la mitad de su contenido.
Supo que tenía que marcharse rápidamente.
—Farrow —susurró.
No hubo reacción.
—Farrow —volvió a decir, al tiempo que le tocaba el hombro.
El herido abrió los ojos por un instante, los cerró y volvió a abrirlos.
—Escuche —dijo Doyle—. El hombre que le disparó —buscó en su chaqueta y extrajo una pequeña foto de Maguire—, ¿fue éste?
La señal del osciloscopio.
La respiración trabajosa.
—¿Fue éste el hombre que le disparó? —insistió Doyle.
Oyó pasos en el corredor. Andar pesado.
—¿Fue este hombre? —continuó.
Las señales del osciloscopio se aceleraron notablemente.
Farrow pestañeó ante la imagen de la foto. Doyle advirtió que los pasos se acercaban.
Vamos, vamos.
Cogió la mano de Farrow.
—Este hombre fue el que le disparó, ¿verdad? —dijo Doyle—. Si es así, apriéteme la mano.
Los pasos se oían cada vez más cerca. ¿Había fallado el truco de Georgie?
Las señales eran cada vez más rápidas. Doyle echó una mirada a la palpitante mancha verde.
—¿Fue éste el hombre que le disparó?
Farrow le apretó una vez la mano.
Se abrió la puerta.
Doyle dio media vuelta y desenfundó la CZ.
La puerta se movió. Doyle alcanzó a ver al policía, que miraba hacia el corredor.
Doyle tuvo tiempo de incorporarse, dar dos pasos atrás y ocultarse detrás de la puerta cuando ésta se abrió. Con la pistola automática preparada, aguardó.
El agente entró. Doyle no vaciló.
Lo golpeó en la parte posterior de la cabeza con la culata de la pistola, lo sostuvo antes de que cayera y lo depositó suavemente en el suelo. Luego se marchó sigilosamente.
El corredor estaba vacío tanto a su izquierda como a su derecha. Corrió hacia la puerta que daba a la escalera, bajó los escalones de dos en dos hasta la segunda planta, luego inspiró profundamente, se dirigió con toda calma a los ascensores y cogió uno hasta la planta baja.
Georgie estaba sentada en el Datsun cuando Doyle apareció por la puerta principal del hospital.
Se sentó al volante, encendió el motor y arrancó.
—Fue Maguire el que le disparó —dijo resueltamente—. ¡Ya lo sabía yo!
—Creí que te cogerían —dijo Georgie—. Lo distraje todo lo que pude. Dije que me había enterado de lo que había sucedido, que mi marido había estado en el Cuerpo, que el IRA lo había matado y que quería presentarle mis respetos.
Doyle no pareció impresionarse con esa historia.
—Maguire tiene que estar cerca —dijo con los ojos entrecerrados—. Lo huelo.