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Doyle tamborileaba impaciente sobre el volante mientras conducía, con los ojos clavados en el carro tirado por caballos que obstruía la carretera. Pensó hacer sonar el claxon del Datsun —alguna cosa que sacara el maldito carro de en medio de la carretera—, pero decidió no hacerlo. Bajó la ventanilla y apoyó el brazo plegado sobre el borde. El sol le calentaba la piel y el campo olía a fresco y a limpio después del ligero chubasco que había caído media hora antes.

Georgie lo miró de reojo y leyó la impaciencia en su expresión. Sonrió levemente. Doyle la miró y captó la burlona sonrisa.

—¿De qué te ríes? —quiso saber.

—De ti —respondió ella—. Eres tan impaciente. Aquí la vida es más lenta, Doyle. No estamos en Londres, ¿sabes?

—Un poco más lenta y sería mortal —dijo mientras sacudía la cabeza, aliviado al ver que el caballo y el carro giraban a la derecha y se metían en un campo. Doyle aceleró y pasó.

Una señal anunciaba que Dublín estaba a treinta y dos kilómetros.

—¿Dónde encontraremos a ese señor David Callahan? —preguntó Doyle—. Me parece que si presta coches al IRA tenemos que hablar con él.

—Vive en una propiedad particular en County Cork —explicó Georgie tras consultar las notas que había garabateado en un bloc—. Vive allí desde hace dos años. Antes vivía en Londres. Es casado. No tiene hijos. Su servicio está formado por unos seis empleados.

Doyle se mordió el labio inferior con expresión reflexiva.

—¿Sabes que algo me suena en ese nombre? —dijo—. ¿Algún antecedente?

—No, al menos nunca se le ha encontrado culpable de nada. No figura en los registros criminales de ningún tipo, por lo que he podido averiguar.

—Pero entonces, ¿qué hacen los del IRA en ese coche? —se preguntó meditativamente Doyle.

—No hay razón para que Callahan esté mezclado con ellos. El coche podía haber sido robado; este David Callahan podría ser una persona completamente diferente. Probablemente Maguire y sus hombres usaron nombres falsos cuando lo compraron.

—Simple coincidencia, ¿no? No puede haber muchos David Callahan que vivan en la República y tengan un Sierra azul en propiedad —dijo Doyle, y sonrió—. O tenían, antes de que tú lo hicieras trizas.

—Simplemente hice mi trabajo —protestó ella.

Doyle alargó la mano y buscó en el dial, pasando de estación en estación. Encontró una estación que transmitía en galés, un canal de pop y luego noticias.

por la mañana temprano. Un agente resultó muerto en el tiroteo.

Doyle aumentó el volumen.

No hay testigos del enfrentamiento armado; los cuerpos los descubrió una persona que visitaba al cementerio, cuyo acceso la policía ha clausurado mientras dure la investigación acerca del tiroteo.

Georgie miró de reojo a Doyle, que escuchaba atentamente.

El policía herido, cuyo nombre no se ha revelado, fue llevado al hospital de Mullingar, donde se informa que su estado es grave.

—¿Dónde cae Mullingar? —preguntó secamente Doyle, apagando la radio.

Georgie vaciló un momento, luego cogió el mapa. Pasó el dedo por el mismo, en busca de la mencionada localidad.

—Unos diez kilómetros al oeste de aquí —informó la muchacha—. Doyle, ni siquiera sabes si este tiroteo tiene algo que ver con Maguire…

Las palabras de Georgie se interrumpieron cuando, con gran rapidez, Doyle controló su espejo retrovisor y tiró bruscamente del volante, imprimiendo un giro en U al Datsun.

—Dos policías muertos —dijo—. Vale la pena comprobar. Sobre todo si uno de ellos todavía vive.

—¿Cómo diablos vas a ir a verlo? —preguntó Georgie—. Por lo que dicen, está más muerto que vivo. ¿Qué te va a decir?

—Puede decirme quién le disparó —dijo Doyle, con convicción.

Georgie sacudió la cabeza.

—Yo creía que íbamos tras Callahan —dijo.

—Y es lo que hacemos —replicó él.

—Lo que te digo, Doyle, es que nunca lograrás acercarte al tío al que dispararon —repitió Georgie.

—Ya lo sé. Yo no podré hacerlo —la miró de reojo—. Pero tú sí.