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—No me gustan los cementerios.

Damien Flynn miró a su alrededor las filas desiguales de cruces de piedra y lápidas y cogió cuidadosamente su camino sobre la hierba húmeda.

—Recuerda que tú también te acabarás algún día, ¿eh, Damien? —dijo James Maguire, quien tuvo cuidado de no pisar un ramo recién depositado.

—He estado en demasiados podridos funerales —observó Flynn mientras miraba por encima del hombro el sendero que cortaba a través del cementerio.

Billy Dolan conducía la furgoneta Ford azul oscuro por el estrecho sendero, las ruedas mordiendo el ripio. Vio que Flynn lo miraba y saludó feliz con la mano al tiempo que le asomaba al rostro su contagiosa sonrisa. Flynn puso el pie sobre una tumba mientras se disculpaba en silencio ante su ocupante por tal cosa.

El cementerio estaba a unos tres kilómetros al sur de la ciudad de Navan, en el río Boyne. Era la morada de descanso definitivo de la inmensa mayoría de los habitantes de esa pequeña comunidad. Se hallaba en una ligera elevación. Con cielo despejado, se veían más al sur las minas de la abadía de Bective. Sin embargo, Maguire y sus hombres no habían ido en viaje turístico y la preocupación de Flynn acerca de dónde ponía los pies le impedía hasta el interés más superficial en su entorno.

Delante, la iglesia se levantaba en una ligera pendiente y su campanario se elevaba hacia el cielo encapotado, con una veleta que giraba amablemente a la brisa. A la izquierda, más tumbas; éstas, más pequeñas. Morada de descanso definitivo de quienes elegían la incineración.

A la derecha, el mausoleo.

Tenía más o menos tres metros y medio de altura. El trabajo de la piedra estaba erosionado por el clima, marcado por el tiempo. Las grietas de las paredes exteriores estaban plagadas de musgo, que llenaban las roturas como gangrena en heridas infectadas. La maleza crecía alta contra las paredes, trepando con tanto espesor que parecía que terminarían por cubrirlo por completo. Flynn observó los restos de un nido de pájaros en la parte más alta del mausoleo.

Más malezas crecían con gran densidad alrededor de la puerta, asegurada con un candado. Su aspecto nuevo lucía incoherente sobre la piedra antigua.

Maguire hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una llave que colocó en el candado, la hizo girar y abrió el candado. La cadena cayó y Maguire empujó la puerta. Ésta se abrió con relativa facilidad con un chirrido de protesta de los goznes, que no probaban el aceite desde hacía muchos años.

Un olor a descuido y humedad llenó el aire temprano de la mañana e hizo toser a Flynn.

Bill Dolan giró la furgoneta y la dejó arrimada a la puerta del mausoleo. Luego se apeó y abrió las dos puertas traseras. Maguire se sacó la linterna del cinturón y entró en el antiguo edificio, seguido de cerca por Flynn. Dentro estaba oscuro como boca de lobo, de tal suerte que los haces de las linternas apenas rompían levemente la tenebrosa oscuridad. Delante de ellos había varios escalones, resbaladizos a causa del musgo. Las paredes también estaban teñidas de verde, y en diversos sitios la piedra había sido removida, de modo que la lluvia aumentaba la erosión de la construcción. Mientras Maguire se dirigía a los escalones, Flynn barría el interior de la pequeña tumba con la luz de la linterna. Había por lo menos cinco ataúdes, cada uno de los cuales estaba colocado en un saliente de la pared. Flynn había creído que encontraría ratas paseándose por las tapas de los ataúdes, pero no había ninguna. Sólo vio una o dos telarañas en las cajas. Se sintió casi decepcionado.

—Damien, ven aquí.

La voz de Maguire, lanzada al aire a través de la oscuridad, sorprendió a Flynn, pero se recompuso y acudió deprisa al breve tramo de escalones, guiándose con la linterna. Con cuidado para no resbalar en el musgo, bajó hacia el sitio donde se hallaba Maguire.

Estaba reclinado contra una de las seis cajas de madera que allí se hallaban, cada una de un metro ochenta por noventa, más o menos. La madera era nueva; Flynn percibió su punzante olor incluso por encima del olor a moho de la tumba. Sobre una de las cajas había una palanca, y Maguire la utilizó para abrir la primera. Dentro se veía una capa de paja. El hombre del IRA quitó parte de la paja y hundió la mano para sonreír mientras levantaba algo como si fuera una suerte de premio.

—¡Jesús! —murmuró Flynn mientras enfocaba la linterna en su compañero y el fusil Sterling-Armalite que este último blandía.

Pero no era lo único que había en la caja.

Flynn iluminó hacia abajo, de tal modo que el rayo de luz apuntara una de las otras cajas, y empleó la misma palanca para abrir el enorme contenedor. Dentro había más paja. Más armas. Sacó de su embalaje la Armalite y se la apoyó sobre el hombro, entornando los ojos para aguzar la vista.

—Billy —dijo Maguire—, carguemos esto y vayámonos de aquí.

Flynn apretó el disparador y oyó un ruido sordo. Frunció las cejas.

—Aguarda un minuto —dijo, bajando el fusil—. Ilumina allí.

Maguire dirigió el haz de luz hacia el arma, a la espera de que Flynn quitara hábilmente y a toda velocidad la porción superior del fusil y mirara por allí.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber Maguire.

Flynn no respondió. Dejó el arma parcialmente desmontada y buscó otra, la amartilló y oprimió el disparador.

Oyó el mismo ruido sordo.

Cogió un tercer fusil, y un cuarto.

Cada vez, su reacción era la misma.

—¡Cabrón hijoputa! —masculló, dejando el arma a un lado. Miró a Maguire con rostro contorsionado por la rabia—. En estas armas no hay percusor. No sirven para una mierda.

Maguire estaba a punto de decir algo cuando la voz de Donald penetró la oscuridad.

—Sería mejor que os fuerais pronto de aquí —decía la voz—. Tenemos compañía.