Channing caminaba agitadamente en su habitación, deteniéndose de vez en cuando mara mirar a Cath, quien, de pie junto a la ventana, lo observaba.
—Lo único que nos ofrece Callahan son mejores condiciones de trabajo —dijo Cath suavemente.
—Lo presentas como si fuera el capataz de una fábrica.
—No seas ridículo. Sabes lo que quiero decir. En la posición y la situación en que ahora se encuentra la vidriera, no podemos hacer nada más con ella. Además, estoy harta de trabajar en la iglesia.
—No tiene derecho a llevarse la vidriera. No es suya.
—Y tampoco es nuestra —le recordó ella—. Trabaja con él, Mark, no contra él. Lo que tú quieres es desvelar el secreto de la vidriera. Lo mismo quiere Callahan, y él está dispuesto a pagar por ello.
—Entonces, ¿le hablaste de eso? ¿Del secreto?
—Él lo mencionó. Después que te fuiste dijo algo acerca del tesoro, acerca de algún secreto de De Rais. Callahan no es un loco, Mark.
—Así que sólo porque ha leído un par de libros sobre Gilles de Rais, estás impresionada por su conocimiento, ¿eh? ¿Y por eso le permitirás que se lleve la vidriera? ¿Por eso le venderás tu talento y tus habilidades para ayudarle a descubrir el secreto?
—No es en beneficio suyo —protestó Cath—. Soy yo quien quiere saber qué significa la vidriera, qué significaba para De Rais. Soy yo quien quiere saber y quien intenta descubrirlo. Has dicho que estaba obsesionada, pues bien, tal vez tengas razón. No voy a parar hasta que lo descubra.
—Has regateado con él —dijo Channing en tono de reproche—, como una puta que hace un trato con un cliente. Cincuenta mil no era suficiente, de modo que lo llevaste a cien mil. Un regateo de puta.
Ella se adelantó dos pasos hacia él y le dio una sonora bofetada.
Channing la miró con rabia. Le ardía la mejilla a causa del golpe.
—Nunca me llames así —dijo Cath.
—No te permitiré hacerlo, Catherine.
Mark le pegó. Su puño le dio de lleno en la mandíbula y el golpe la hizo caer. Cath sintió sangre en la boca mientras él avanzaba hacia ella.
—No te permitiré que te lleves la vidriera —repitió, y cogiéndola por el pelo le dio un fuerte tirón.
Ella gritó de dolor al tiempo que él la soltaba, mirando un instante el conjunto antes de volver a lanzarse sobre ella.
Cath trató de rodar hacia un lado para escapar a Mark, para llegar a la puerta de la habitación, pero Channing era demasiado rápido para ella. Cuando ella se zambullía en la cama él la cogió y la trajo de vuelta, descargando sobre ella todo su peso e impidiéndole moverse.
Puso las manos en torno a la garganta de Cath y comenzó a apretar, hundiéndole los pulgares en la laringe.
Ella lo golpeó, le arañó las mejillas con las uñas y le arrancó fragmentos de piel. Sobre su cara goteó la sangre de los cortes profundos, pero la presión en su garganta no cedía.
—No te dejaré ir —dijo él con furia, sacudiéndola, mientras aumentaba la presión y hundía más los pulgares, al punto de que ella llegó a pensar que estaba a punto de llegar directamente a la espina dorsal.
La luz blanca bailaba ante los ojos de Cath, quien ya no pudo respirar. Era como si alguien le estuviera chupando hasta la última gota de aire de los pulmones mientras Channing aumentaba la presión.
Ella enganchó las piernas alrededor de él y trató de clavarle con fuerza los talones en la zona lumbar. Por un instante, Channing entre las piernas de Cath y los miembros de ella alrededor del cuerpo de él, parecieron estar en pleno y furioso coito, pero luego las piernas femeninas parecieron perder fuerza y cayeron lentamente a ambos lados. La invadieron oleadas de náuseas. Advirtió con horror que comenzaba a perder la conciencia. La sangre le latía en los oídos. Con la visión nublada por el dolor y el miedo, vio la cara de Channing sobre ella. Tenía saliva en los labios y los dientes apretados.
Parecía un loco.
En sus instantes de racionalidad, ella conjeturó que aquella locura había terminado por apoderarse de él.
No podía respirar. Los pulgares de Channing se hundían más y más en su garganta.
Comprendió con absoluta certeza que moriría.
Un último esfuerzo.
Reunió energías en miembros que había creído incapaces ya de movimiento.
Convocó su última reserva de voluntad y consiguió levantar una rodilla con una fuerza terrible e impulsarla contra la ingle del hombre.
La presión sobre su garganta aflojó notablemente.
Oyó el ahogado grito de dolor de Channing y volvió a levantar la rodilla, esta vez con tanta dureza que sintió en ella el choque con la pelvis de Mark.
Él rodó hacia un lado, gruñendo y agarrándose los testículos.
Ella se cayó de la cama y se golpeó fuertemente contra el suelo. Se cogió con una mano la garganta magullada, comenzó a recuperar trabajosamente la respiración y se dirigió a la puerta.
Casi había llegado cuando sintió una mano en su hombro.
Channing, con la cara todavía contorsionada por el dolor y la furia, la agarró por un brazo y la hizo girar con tal fuerza que Cath fue lanzada a través de la habitación como por una catapulta. Incapaz de detenerse, chocó con el tocador, la cabeza se proyectó hacia adelante y se golpeó espantosamente contra el espejo. El vidrio se hizo trizas y se esparció alrededor de ella en grandes fragmentos.
Cath cayó al suelo lentamente. De la salvaje herida de la frente le brotaba sangre.
Desde una bruma de semiconsciencia vio a Channing ir tras ella e inclinarse para recoger un trozo particularmente largo y afilado de cristal. Los bordes le cortaron las manos, pero parecía ignorar su dolor.
—No te llevarás la vidriera —dijo, el rostro convulsionado e hinchado.
En ese momento se le ocurrió a Cath que Channing parecía la materialización de un fragmento de la vidriera.
Algo monstruoso.
Fue su último pensamiento antes de que él le descargara en la coronilla aquel vidrio con filo de navaja.
Cath no gritó.
Se limitó a incorporarse en la cama hasta sentarse, todo el cuerpo bañado en sudor.
Miró desesperadamente en torno, los ojos muy abiertos, todavía insegura durante un segundo de que se hubiera tratado de una pesadilla. Se llevó la mano a la garganta y no notó marca alguna; comprobó que podía tragar sin dolor. No había sangre en su rostro. Ni heridas.
—Dios mío —murmuró, y se levantó, desnuda, y mientras iba hacia la puerta sintió que el sudor se le secaba en la piel.
Se quedó allí un momento, todavía con el resto del sueño clavado en la retina como el destello de un arma de fuego. Luego, rápidamente, cerró la puerta con llave y volvió a la cama, pero tardó mucho en dormirse, en cambio, observó el hincharse de las cortinas bajo la brisa, que semejaban las alas de una polilla gigantesca.
Del otro lado del rellano, también Channing estaba despierto. Hacía muy poco que había salido de su pesadilla.
La pesadilla en la que mataba a Catherine Roberts.
Acostado, se quedó inmóvil durante un largo rato, luego se levantó de la cama y fue al ropero, donde tenía la maleta. La sacó y hurgó dentro.
El cuchillo tenía casi veinte centímetros de largo, filo doble y cortante como el de un navaja. Lo examinó en la oscuridad, probando los filos con el pulgar. Hacía mucho tiempo que la hoja estaba gastada y abollada tras muchos años de uso para tallar madera o para desprender piedras de su inserción en la tierra.
Era un instrumento muy útil en su trabajo de campo. Su padre se había presentado con él poco antes de morir, y Channing lo guardaba como un tesoro, más por esta razón que por sus virtudes prácticas.
Pasó la yema de un pulgar sobre el filo con un cierto exceso de fuerza y sangró. Se enjugó la gotita roja.
Volvió a alzar el cuchillo con los ojos puestos en la puerta y deseando traspasarla con la vista. Y penetrar con ella en la habitación de Catherine Roberts.
Hizo girar lentamente el cuchillo en su mano y, con todo cuidado, lo volvió a poner en la maleta.