BRETAÑA, FRANCIA:
No eran periodistas.
Channing supo esto desde el momento en que la pareja se apeó del coche. Los recién llegados eran demasiado elegantes para ser de la prensa.
El hombre llevaba un traje gris ligero, inmaculadamente planchado y cortado. Era de constitución poderosa, espaldas anchas, rasgos marcados.
La mujer que lo acompañaba llevaba un vestido negro que le llegaba justo por encima de las rodillas y le sostenía firmemente la bella figura. Tenía una chaqueta de piel negra sobre los hombros. Mientras caminaba, una brisa leve le agitaba el pelo castaño que le cubría los hombros.
Channing se pasó una mano por la frente y suspiró, mirando con suspicacia a la pareja a medida que se acercaban. El hombre sonreía.
—Buenos días —dijo, haciendo una señal a Channing con la cabeza.
Channing devolvió el saludo, sin quitar de encima de la pareja sus ojos evaluativos.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó en tono cansado, esperando la respuesta incluso antes de que llegara.
—Queremos ver la vidriera —respondió David Callahan—. Hemos venido de Irlanda, volamos anoche.
A continuación se presentó y presentó a Laura.
—¿Por qué quieren ustedes verla? —preguntó Channing.
—Me interesan los objetos de este tipo —respondió Callahan, quien miró a Channing de arriba abajo—. Y usted, ¿quién es usted? ¿Cómo ha llegado aquí? —agregó, con un retintín que Channing percibió de inmediato.
—Me llamo Mark Channing. Soy el que encontró la vidriera.
—¡Qué bien! —dijo Callahan con acidez—. ¿Podemos verla?
—Estoy aquí trabajando. Lo único que necesito es paz y tranquilidad.
—Me parece muy bien, señor Channing, pero tenemos derecho a ver la vidriera si queremos. Usted no puede impedirlo.
—¿Por qué quiere verla?
—Ya me lo ha preguntado —Callahan comenzaba a ponerse nervioso.
—Sabemos algo acerca del hombre que construyó esta iglesia —intervino Laura.
—Ya hemos estado antes —agregó Callahan—. Probablemente antes que usted —recalcó la última palabra, comenzaba a respirar pesadamente y le latía una vena en la sien—. Usted no es el propietario de esta tierra, ¿no es cierto, señor Channing?
Channing sacudió la cabeza.
—Entonces no puede usted hacer nada para impedirnos entrar en la iglesia y echar una mirada. Usted encontró la vidriera, muy bien; pero no es su protector, el juez que ha de dictaminar quien puede verla y quién no.
Channing seguía bloqueándoles el paso a la puerta principal, pero vio la ira en los ojos de Callahan y la oyó en su voz.
—Hemos venido aquí con un interés auténtico —explicó Callahan—. Yo he hecho un estudio sobre Gilles de Rais. Esta vidriera que usted ha encontrado me interesa y no estoy dispuesto a marcharme de este sitio hasta no haberla visto. Ahora puede llevarnos y mostrarnos la vidriera, hacerse a un lado y dejarnos entrar, o bien ponerse difícil. Pero le advierto, señor Channing, que no me iré de aquí sin ver qué hay dentro de esta iglesia.
—¿Es una amenaza?
—Será mucho más que una amenaza si no se aparta del camino —gruñó Callahan mientras daba un paso adelante.
—¿Qué sucede?
Todas las cabezas se volvieron cuando Catherine Roberts apareció en la puerta de la iglesia.
—Quieren ver la vidriera —le explicó Channing.
Cath asintió lentamente con la cabeza.
—Pasen, yo los llevaré —dijo con aire cansado.
Channing la miró con rabia.
Callahan sonrió levemente, y él y Laura siguieron a Cath.
Al entrar, ambos recibieron el impacto del olor a humedad y abandono y Laura tuvo que pisar con cuidado para no tropezar en las piezas de madera en descomposición que cubrían el suelo de piedra. Cada vez que apoyaban los pies en el suelo, la capa de polvo de varios centímetros de espesor se levantaba formando densas bocanadas de humo. Era como caminar sobre un colchón de cenizas.
—Me excuso por mi compañero —dijo Cath mientras caminaban por la nave—. Se ha vuelto algo sobreprotector en lo que concierne a la vidriera. Para él es muy importante.
—También para mí es importante —dijo Callahan, quien luego recordó que no sabían su nombre, de modo que se intercambiaron apresuradas presentaciones.
—¿Cuál es su interés en la vidriera, señor Callahan? —preguntó Cath.
—Podría usted decir que soy un coleccionista —respondió Callahan, sonriente.
Cath, confusa, abrió la puerta que llevaba al presbiterio.
Rayos de sol que habían conseguido penetrar a través de las tablas rotas del otro extremo del presbiterio daban de lleno en la vidriera e iluminaban sus colores con tal vivacidad que parecían brillantes.
Callahan y Laura entraron.
—¡Dios mío! —murmuró Callahan, mirando con admiración.
Laura quedó como hipnotizada, sin apartar ni por un instante los ojos del vidrio.
Callahan se acercó y tocó el panel que mostraba la mano-garra que sostenía al niño. Sintió el frío del vidrio contra las yemas de los dedos.
Channing entró en el presbiterio y miró a los recién llegados y luego Cath. A los tres les dedicó la misma mirada de disgusto.
—¿Qué significan las palabras? —preguntó Callahan, señalando las leyendas en latín que se veían en el vidrio.
—Todavía estamos trabajando en ello respondió Cath.
—¿Quién les paga? —quiso saber Callahan.
—Nadie —contestó Channing—. Es una investigación.
Callahan sonrió.
—No ha de ser cómodo trabajar en estas condiciones —dijo.
—Nos arreglamos —contestó secamente Channing.
—No tienen por qué arreglárselas. Les ofrezco la oportunidad de trabajar a su ritmo, en privado, sin interferencias de la prensa, en un medio controlado. No creo que se pueda pedir más.
—¿Cómo? —preguntó Cath, intrigada.
—Trabajar para mí —dijo Callahan tranquilamente—. De ustedes depende. Pero si rehúsan, algún otro querrá hacerlo, y les advierto que yo quiero esta vidriera. Y cuando quiero algo, lo consigo.
Channing sonrió.
—¿Qué es lo que hará? ¿Envolverla y meterla en su maleta?
—No. Lo haré llevar en un avión privado a mi campo en Irlanda.
—Imposible.
—¿Va usted a impedírmelo?
—¿Cuánto estaría dispuesto a pagar para continuar el trabajo en la vidriera? —preguntó Cath.
—Imposible —volvió a decir Channing, pero Cath levantó una mano para pedirle que callara.
—Cincuenta mil libras. Más, si quieren —respondió Callahan con aplomo.
—No puede comprar esta vidriera ni puede comprar nuestra pericia —dijo Channing.
—La vidriera no le pertenece, y si usted no quiere trabajar en ella, es asunto suyo. Si quiere rechazar las cincuenta mil libras que le ofrezco, también es asunto suyo. ¿Y usted, señorita Roberts? —dijo mirando a Cath—. El ofrecimiento se mantiene en pie.
—Que sean cien mil —dijo Cath.
—¡Cath, por el amor de Dios! —protestó Channing.
—De acuerdo —acordó Callahan—. Que sean cien mil.
Luego miró a Channing y le preguntó:
—¿Y usted?
—No. No le permitiré llevarse la vidriera —se dio la vuelta y abrió bruscamente la puerta del presbiterio—. Antes preferiría verla destruida.
Oyeron sus pasos mientras, majestuosamente, se marchaba por la nave.
Callahan miró la vidriera y luego a Cath.
Sonreía.