El Sierra arrancó precisamente en el momento en que se producía la explosión en la tribuna.
Georgie giró sobre los talones, se arrojó instintivamente al suelo cuando oyó aquel espantoso estruendo y vio elevarse en el aire la fragorosa columna de fuego. Un solo instante después, el luctuoso humo negro se alzaba como un vasto sudario sobre la escena de devastación. Se volvió a tiempo para ver el coche azul que salía con calma de su plaza de aparcamiento. Sin prisa, sin nervios. Ya no tenían ninguna razón para darse prisa, una vez realizado el trabajo. Se hallarían lejos del estadio antes de que llegara la primera ambulancia.
El propietario del Cavalier aún se hallaba sentado al volante. Había inclinado el espejo retrovisor para peinarse. Sin embargo, la explosión había interrumpido incluso ese simple acto. En el aparcamiento, todas las miradas se habían vuelto hacia la fuente de la explosión y contemplaban con horror como el fuego iba ganando terreno.
Las únicas personas que parecían indiferentes a las consecuencias de la explosión eran los tres individuos del Sierra azul y Georgie, quien, por el momento, estaba ya junto al Cavalier.
Abrió con una mano la puerta del lado del conductor, mientras con la otra cogía la Sterling.
—¿Qué diablos está haciendo? —dijo el conductor, enfadado, pero muy pronto, ante la visión de la 357 que salía de su funda, cambió la cólera por el miedo.
—Fuera —dijo Georgie, apoyando el arma contra la cara del hombre, al tiempo que gesticulaba con la cabeza.
No tuvo que decirlo dos veces.
El hombre levantó las manos en señal de rendición y salió del coche, las tripas flojas. Sin poder evitarlo, el miedo le ensució los calzoncillos, vio como Georgie entraba en el coche, volvía a poner la 357 en su pistolera y encendía el motor. Arrancó lentamente, los ojos fijos en el Sierra.
Éste se hallaba a unos treinta metros delante de ella y en ese momento giraba para salir del aparcamiento por la puerta principal. Los guardias de seguridad y la policía que cuidaban la entrada habían salido corriendo hacia el estadio, presumiblemente pensando que era allí donde estaba su deber. Los hombres del IRA partieron sin ningún inconveniente.
Georgie los siguió, cambiando de posición en el asiento del conductor, irritada al comprobar que los pedales se hallaban demasiado lejos como para conducir con comodidad. Pero no tenía tiempo de nada, debía componérselas como pudiera.
Cuando entró en el tráfico tras el Sierra oyó el primer lamento de sirenas y vio el primero de los vehículos de emergencia que aparecían por la esquina y se lanzaban hacia el estadio. Las luces rojas y azules le inundaron los ojos, pero Georgie se defendió de ellas parpadeando, más decidida aún a no perder de vista a su presa.
El Sierra se aproximaba a un semáforo.
Georgie guardaba una distancia prudencial entre ella y el otro vehículo, y se sintió aliviada al comprobar que la aguja del depósito de combustible del Cavalier oscilaba apenas un poquito por debajo de la señal de lleno. No tenía idea del tiempo que aquello le llevaría.
¿Qué era lo que esperaba?
¿Que los tíos aquellos la condujeran a su madriguera?
¿O tal vez al hombre que les pagaba en última instancia?
Pasó otro coche de la policía. Las sirenas aullaban.
El Sierra cruzó la intersección con luz ámbar.
—Mierda —protestó Georgie, sabiendo qué tenía que hacer.
De cualquier modo, antes o después tendrían que advertir su presencia.
Cógete fuerte.
Apretó el acelerador y el Cavalier cruzó a gran velocidad con el semáforo en rojo. Un coche que iba por la otra calle se desvió bruscamente, eludiéndola apenas, mientras al mismo tiempo el conductor frenaba desesperadamente y hacía sonar el claxon.
En el Sierra, el conductor, aquel gordo de barba crecida, vio al Cavalier en el espejo retrovisor.
—Me parece que tenemos compañía —dijo con tranquilidad.
—Maguire se volvió y miró por la ventanilla trasera.
—¿Policía? —preguntó Paul Maconnell mientras giraba en una esquina.
—No lo sé —dijo Maguire, aguzando la vista a través del vidrio—. Despístalos.
Maconnell asintió con la cabeza y apretó el acelerador.
El Sierra salió hacia adelante como disparo de cañón.
Entonces Georgie supo que la habían visto. Por lo menos, a partir de ahora ya sabía lo que tenía que hacer.
Pisó con fuerza el acelerador. La aguja del velocímetro subió a ciento diez.
Delante de ella, el Sierra giró en una esquina a cerca de ciento veinte y las cubiertas chillaron tratando de agarrarse al pavimento. El coche patinó hasta que el conductor recuperó su dominio, tras dejar en la calle marcas de por los menos tres metros de largo. Georgie percibió el olor a goma mientras se lanzaba en pos del mismo, al tiempo que el viento arreciaba a través de la ventanilla lateral abierta.
Delante, más semáforos.
Rojos.
Mierda. Ambos coches rugían. Georgie se vio forzada a subirse a la acera para evitar un autobús que se había quedado atascado delante de ella. Sintió que el Cavalier saltaba al dar con el bordillo y la lanzaba contra la puerta hasta el punto de cortarle casi la respiración.
Otra esquina y el Sierra la tomó a casi ciento veinticinco.
Georgie trató de imprimir más velocidad al Cavalier, agarrándose fuerte al volante mientras lo hacía girar violentamente para coger la curva. La calle en la que entró era estrecha y vio al Sierra directamente delante. Rozó el costado de un coche aparcado y saltaron chispas de las chapas. Pero Maconnell consiguió controlar el vehículo, alejándolo del coche aparcado y haciéndolo chillar sobre la acera. Golpeó contra el bordillo y se levantó medio metro para luego caer y patinar violentamente. Pero el irlandés volvió a recuperar el control del coche.
También Georgie pasó por encima de la acera, con tan violento y ruidoso golpe de las ruedas contra el bordillo que, por un segundo espantoso, creyó que había reventado una cubierta, pero el Cavalier continuó su marcha y ella se inclinó hacia adelante, como para imprimir más presión al acelerador.
Delante, a la izquierda, había un supermercado, ante el cual los compradores cargaban en sus coches aparcados la mercancía que habían llevado en los carros.
El Sierra consiguió maniobrar a tiempo para eludir al carro que rodaba delante.
Georgie procuró hacer lo propio, pero no pudo.
El carro de la compra salió despedido por los aires a causa del choque, que lo deshizo. Resbaló sobre el techo y cayó a la calle por detrás.
Georgie mantuvo el pie sobre el acelerador; le sudaban las palmas de las manos sobre el volante.
Más sirenas, esta vez detrás de ella. Miró por el espejo retrovisor y vio un coche de la policía.
Maconnell también lo vio.
—¡Joder, la policía! —dijo este último, y giró bruscamente el volante cuando llegó a la esquina.
—¡A la mierda con la policía! —dijo Mick Black desde el asiento de atrás—. ¿Quién es este payaso que nos persigue?
Maguire no dijo nada; se limitó a volver a mirar el Cavalier. Estiró la mano hacia la guantera y cogió un objeto reluciente.
Un sonoro clic metálico llenó el coche cuando puso el cargador en la recámara de la pistola automática Skorpion. Luego, lo más rápido que pudo, pasó por encima del asiento delantero y se colocó atrás, junto a Black.
—Más despacio, Paul —dijo Maguire mientras bajaba una de las ventanillas traseras—. Déjalo acercase un poco al cabrón ese.
Maconnell asintió con la cabeza e hizo lo que se le ordenaba.
Cuando Maguire, que se afirmó en el asiento posterior, abrió la ventanilla, un aire frío se coló en el coche.
Georgie vio el cañón de la subametralladora un segundo antes de que abriera fuego.
Clavó los frenos y el Cavalier patinó a lo loco.
Maguire comenzó a disparar.
El staccato del fuego de la ametralladora llenó la noche, y del cañón de la Skorpion brotaban llamas brillantes a medida que escupía su carga mortal. Una sola ráfaga de la munición de 9 mm destrozó el frente del Cavalier.
Las balas resonaron en el capó y arrancaron un espejo lateral. Tres o cuatro dieron en el parabrisas.
Georgie tuvo suerte. El hecho de que el Cavalier se hubiera virado a un lado lo salvó de que los proyectiles de gran velocidad dieran en él directamente. Dos tan sólo rozaron el vidrio, pero los otros lo destrozaron. El parabrisas parecía una tela de araña. Era como mirar a través de hielo.
Levantó ligeramente el pie del acelerador, disminuyendo algo la velocidad mientras golpeaba el vidrio astillado para abrir un agujero. Entró el viento, que le dio de lleno en la cara, pero ella siguió golpeando con el puño hasta que todo el parabrisas se desplomó. Unos trozos cayeron simplemente sobre el capó y de allí al suelo. Otros, en cambio, entraron en el coche impulsados por el viento.
Georgie lanzó una gritito de dolor cuando una astilla fina como aguja le lastimó la mejilla. Sintió que la sangre le caía por el rostro. El viento frío que se colaba por lo que había quedado del parabrisas parecía mitigar el dolor. Vio que Maguire se acomodaba para descargar otra ráfaga.
Georgie apretó el acelerador al máximo de sus posibilidades y rápidamente el Cavalier cerró la brecha que lo separaba del Sierra. Acortó distancias, se aproximó y…
Se metió prácticamente en la parte posterior del vehículo en fuga y le rompió uno de los faros traseros. La calle se sembró de trozos de vidrio y de plástico. Georgie volvió a embestirlo y el golpe la envió contra el respaldo del asiento, pero se asió con más fuerza al volante mientras comprobaba con satisfacción que Maconnell parecía perder el control del Sierra.
Lo embistió una tercera vez y vio que el impacto hacía perder el equilibrio a Maguire.
Ahora. Hazlo ahora.
Empleando una sola mano para conducir, llevó la otra al interior de la chaqueta y sacó la 357, que apoyó contra el marco de la ventanilla que tenía enfrente. Sabía que la situación era muy difícil; que necesitaría toda la ayuda que pudiera conseguir. Amartilló y sintió la presión del disparador cuando lo apretó.
La Magnum saltó en sus dedos, la culata le golpeó la base carnosa de la palma de la mano y le comunicó un cosquilleo. Pero volvió a disparar. El estampido, ensordecedor, se mezcló con el silbido del viento y el chillido de las cubiertas del Sierra, que volvía a patinar…
La primera bala terminó con lo que quedaba del faro trasero del coche en fuga, mientras que la segunda abrió un enorme agujero en el vidrio posterior, que voló dentro del coche a causa de la explosión, y Georgie vio como los dos hombres que iban en el asiento de atrás se agachaban para subirse.
Detrás de ella, otro coche de policía se había unido a la persecución, pero a Georgie sólo le interesaba lo que ocurría delante.
Un coche marcha atrás.
El Sierra giró bruscamente y golpeo contra otro coche, sobre el lado opuesto de la calle.
Georgie chocó con tanta fuerza contra el coche que venía marcha atrás, que el Chevette giró casi ciento ochenta grados. El Cavalier se sacudió con la colisión y Georgie se quejó entre dientes mientras la barra de dirección la golpeaba en el pecho. Casi dejó caer la 357 y por un instante perdió la respiración.
Detrás de ella, el aullar de las sirenas era ensordecedor.
Georgie continuó.
Maguire volvió a incorporarse en el asiento trasero, afirmando la Skorpion.
Disparó dos ráfagas breves.
La primera perforó el radiador del Cavalier. La segunda, demasiado baja, se estrelló en la calle.
Georgie tenía las dos ruedas delanteras reventadas a balazos.
Oyó las explosiones y sintió que el coche patinaba, fuera de control. Se dio cuenta de que jamás conseguiría dominarlo en la esquina, que se le venía encima como un juego enloquecido de un fantasmal parque de diversiones.
Luchó con el volante, pero perdió la batalla. El Cavalier se fue contra el bordillo a cien por hora. Se levantó en el aire, giró y finalmente se estrelló contra el suelo del lado del acompañante, a consecuencia de lo cual la puerta se hundió. Como continuó rodando, Georgie se agarró con fuerza al volante, los hombros levantados y la cabeza hundida para evitar todo daño en el cuello mientras el coche giraba como un juguete que hubiera arrojado un niño malhumorado.
La sensación que Georgie experimentaba era la de que alguien la hubiera cogido por la solapa y la sacudiera. Cerró decididamente los ojos, pues no quería ver cómo el mundo giraba como una peonza detrás del parabrisas deshecho.
Por último, el coche se detuvo, cayendo sobre el techo y girando ligeramente.
Se sintió descompuesta. La cabeza le daba vueltas. Sintió gusto a sangre en la boca, pero no sabía de dónde provenía. Tal vez tuviera derrames internos. Sin embargo, no le dolía nada. Sólo sentía náuseas, oleadas de náuseas que la invadían. En los oídos, un zumbido.
Consiguió abrir la puerta del lado del conductor y dejarse caer sobre la acera, la cara apretada contra el hormigón frío.
Oyó sirenas.
Vio gente que corría hacia ella.
Luego, sólo la oscuridad.