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BELFAST, IRLANDA DEL NORTE:

El rugido era ensordecedor.

Doyle miró al campo de juego en el momento en que un jugador de camisa verde lanzaba un chut que pasó sólo a unos centímetros del poste derecho.

La multitud que lo rodeaba pareció hincharse durante un segundo, como si cada uno de los individuos que la componían estuviera lleno de aire. Cuando la pelota salió fuera del campo y dio lugar a un tiro de meta, se desinfló nuevamente.

Windsor Park estaba ocupado en sus tres cuartas partes, pues el encuentro internacional entre Irlanda del Norte e Inglaterra no atraía lo suficiente como para llenar el estadio. Sin embargo, durante dos años había hecho la mayor taquilla. Tanto la tribuna principal como uno de los extremos de las gradas estaban repletos. Por razones de seguridad, el extremo opuesto a aquel en que se encontraba Doyle estaba ocupado en menos de la mitad de su capacidad. Allí estaban la mayoría de los hinchas británicos.

Se desplazó con relativa facilidad entre las gradas, mirando algunas caras, pero especialmente contento de dejar vagar sus ojos sobre la densa multitud.

Sabía que las probabilidades de encontrarse con Dolan o con Maguire en un sitio de esas características, con más de veinte mil personas, eran mínimas. Pero tenía el presentimiento de que allí estaban, no sabía dónde. Le había dicho a Georgie que sólo se trataba de un instinto básico, una corazonada. O cualquier otro cliché que se le ocurriera. Pero la verdad era que la observación que Dolan había hecho sobre el partido de fútbol el día anterior en el bar, le había dado que pensar.

Era la primera vez desde hacía dos años que el equipo nacional inglés jugaba en Windsor Park. El atractivo que en ello podían encontrar Maguire y sus secuaces era evidente. Una gran cantidad de gente, con una buena proporción de ingleses.

Doyle tenía una desagradable sensación de malestar en la boca del estómago.

Quizá sólo fuera cuestión de su imaginación: la observación de Dolan podía ser totalmente inocente. Doyle dudó.

El martes por la noche hay un partido en Windsor Park. Puede que sea interesante.

Doyle continuó moviéndose entre la muchedumbre, mirando una y otra vez el terreno de juego.

Una pelota larga había dejado a los atacantes ingleses desmarcados, y dos de ellos se acercaban a la portería irlandesa mientras los defensas se esforzaban en impedírselo.

—Rómpele la puta pierna —gritó un aficionado entusiasta cerca de Doyle.

Es bonito comprobar que el espíritu deportivo no se ha visto afectado por el reciente desaguisado, pensó Doyle con una sonrisa.

El jugador que llevaba la pelota decidió hacer picadillo al portero y su chut rebotó en el larguero y dejó el balón otra vez en juego. Un defensa irlandés despejó de cabeza y la multitud volvió a respirar, mientras los jugadores se disponían para el inminente córner.

Doyle se desplazó, escudriñando siempre en la multitud.

—Sácala afuera.

—Cubre el primer poste.

Las palabras de aliento y consejo continuaban surgiendo de las gradas cuando se efectuó el córner.

El portero irlandés despejó con el puño y la tensión se aflojó.

Doyle hizo una larga pausa para encender un cigarrillo, tras lo cual volvió a guardar el paquete en el bolsillo interior de la chaqueta. Al hacerlo rozó la pistolera del hombro y la culata de la CZ-75 automática. Se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios y siguió caminando mientras se preguntaba si Georgie tendría suerte del otro lado del campo.

Pero no.

Georgie se sentía aún más desesperanzada que Doyle. Sólo contaba con la descripción de Dolan, y en cuanto a Maguire, no había visto más que fotos. No sabían —ella ni Doyle— quiénes eran los otros. Se detuvo junto a un grupo de hombres que miraban el partido y pensó que, por lo que ella sabía, podían estar en presencia de esos pistoleros sin saberlo.

Eso equivalía a suponer que estaban en algún sitio.

Había asumido la corazonada de Doyle de que podía haber algún incidente durante el partido, pura y simplemente porque las corazonadas eran lo único con que contaban en ese momento. Pero Georgie también confiaba en el instinto de Doyle.

Cuando se ajustó la chaqueta sintió el bulto tranquilizador de la Sterling 357.

Siempre vigilante, continuó moviéndose.

Doyle se aproximaba a la elevada valla de hierro que separaba a los hinchas irlandeses de los ingleses.

A pesar de los progresos que se habían realizado en la contención de la violencia sectaria en la provincia durante los últimos meses, la valla era un recuerdo de que la violencia en el fútbol era una enfermedad casi tan nociva como la política y que requería un tratamiento de análoga espectacularidad. Caminó hacia la valla, preguntándose si era así como se sentiría un animal de caza en un zoológico. Doyle caminó en un sentido y en otro a lo largo de la valla observando a los policías que formaban una barrera suplementaria detrás de las barras de la valla. Todos estaban de pie y de frente a la multitud, completamente impedidos de ver el partido. Impedidos de ver que el extremo irlandés se enfrentaba al defensa inglés.

La multitud rugió alentando a su equipo cuando el delantero dejó atrás al defensa e hizo un centro que recibió otro delantero irlandés.

El balón iba a la portería, los dedos estirados del portero no pudieron detenerla y fue a parar al fondo del rincón izquierdo de la red.

El estadio estalló cuando la pelota traspuso la línea de la portería, y Doyle se volvió para observar las celebraciones sobre el terreno de juego, mientras los jugadores de camiseta verde felicitaban al que había marcado el gol y los jugadores ingleses se miraban incrédulos hasta que uno de ellos recuperó él balón de la red y lo pateó con rabia para volver a ponerlo en movimiento en el centro del campo.

En las gradas, los hombres saltaban, se abrazaban y arrojaban las bufandas al aire. El sentimiento de júbilo era casi tangible.

Doyle observó con indiferencia, vertió lo que quedaba en su taza de té, tiró luego ésta al suelo y la aplastó con el pie mientras miraba en derredor.

Casi escapó a su atención un saco negro al pie de uno de los postes de los reflectores.

Alrededor del saco no había nadie, nadie a menos de seis metros.

Se acercó rápidamente al saco, empujando a un hombre y a su hijo, que aún continuaban celebrando.

El saco estaba cerrado con una cinta adhesiva que daba varias vueltas alrededor y tan ajustadamente que dejaba ver claramente la forma del contenido. Era rectangular.

Incluso a través del plástico negro pudo Doyle distinguir un lucecita roja que parpadeaba.

Se hincó sobre una rodilla cerca del paquete. Tenía unos treinta centímetros de largo, y de ancho tal vez la mitad de esa cifra. Sacó un cortaplumas del bolsillo de la chaqueta.

El rugido de la multitud aumentó de intensidad porque Irlanda atacaba otra vez, pero por lo que a Doyle concernía, era como si fuera el único individuo que hubiese en ese momento en el estadio. Lo único que le importaba era ese paquete.

Cogió el mango del cortaplumas y cortó la bolsa de plástico con infinito cuidado, de tal modo que practicó en ella un tajo de unos quince centímetros.

Un par de individuos que se hallaban cerca le lanzaron una mirada superficial, pero enseguida volvieron a concentrarse en el partido, pues los ingleses cedían otro córner por intermedio de su centrocampista, quien había enviado el balón hacia atrás sin más trámite.

El rugido comenzó a crecer.

Doyle empleó otra vez el cortaplumas para abrir el paquete, retirando la bolsa negra lo suficiente como para poder ver dentro.

El extremo lanzó el córner, y un defensa cabeceó torpemente, enviando el balón a través de su propia área de penalty. Un centrocampista irlandés que corría desde la izquierda alcanzó con una volea plena al balón que caía y lo lanzó como cohete contra la portería. La pelota reboto en el ángulo que formaban el poste y el larguero y volvió al terreno de juego.

Otro grito de la multitud.

Entonces Doyle alcanzó a ver el artefacto, las dos lucecitas parpadeantes, una roja y la otra verde.

Hasta percibió el conocido olor como a mazapán, que despedía el explosivo de plástico.

Todo parecía indicar que había algo así como un kilo de explosivo.

Lo suficiente como para hacer estragos, pues estaba unido a una mecha encendida. Si explotaba…

—Dios mío —murmuró, conmovido por lo que veía.

La mecha encendida.

Si la bomba explotaba, el estallido sería suficiente para echar abajo la estructura del graderío. Suficiente para derribar más de cincuenta toneladas de acero y vidrio sobre la multitud y, probablemente, también sobre una parte del terreno de juego. No había timer. Doyle ya había visto este tipo de artefactos. Los hacían estallar por control remoto.

Cuando se puso de pie tal vez sonriera, satisfecho de la corrección de su pálpito.

La bomba sólo podía ser detonada por un control remoto que no se hallara a más de cien metros.

En algún lugar entre la multitud, en algún lugar del estadio, estaban Maguire y sus asesinos. Tenían que ser ellos.

Eso dio gran satisfacción a Doyle.

Pero la noción de que en cualquier momento podían hacer estallar la bomba impidió que ese sentimiento alcanzara la plena felicidad.