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BELFAST, IRLANDA DEL NORTE:

Cuando entró, lo envolvió una cortina de humo de cigarrillo que colgaba en el aire, que no se disipaba, sino que meramente se expandía y se espesaba como la contaminación de origen humano.

La barra del The Standing Stones estaba llena como de costumbre. Las dos mesas de billar estaban ocupadas; en un rincón, unos hombres sentados en círculo jugaban al dominó y una partida de dardos estaba en pleno desarrollo. Casi nadie miró a Doyle cuando dejó que la puerta golpeara y caminó hacia la barra.

Pidió whisky y se sentó en un taburete de la barra, mientras estudiaba con la mirada las imágenes reflejas del espejo de detrás de la barra.

Hasta ese momento, ninguna cara le resultaba conocida. Miró de reojo el compartimiento donde Billy Dolan había estado sentado el día anterior, pero estaba vacío. Había un par de vasos de cerveza vacíos sobre la mesa, pero en ese momento los estaba recogiendo una camarera que, con otros que ya llevaba para lavar, volvía a su puesto detrás de la barra. Doyle le sonrió cuando pasó junto a él y se alegro de comprobar que le devolvía el gesto. Mientras la chica pasaba, él leyó una tarjeta con el nombre que llevaba puesto sobre la blusa blanca.

Siobhan.

Volvió a sonreír mientras ella se desplazaba al otro extremo de la barra.

Cuando la chica desapareció, llegó el patrón con la bebida de Doyle y la puso frente a él.

—Hoy no quiero ningún problema, o bien saldrá usted por esa puerta de una oreja —dijo secamente.

Doyle hurgó en un bolsillo, encontró cambio y lo arrojó a la barra.

—No sé de qué me habla —dijo, mirando fríamente al patrón.

—Hablo de la pelea que tuvo usted la última vez aquí.

—Yo no la empecé.

—Me importa un coño quién la empezó. Simplemente se lo advierto a usted.

Luego se retiró altivamente hacia el otro extremo de la barra para servir a otro cliente que acababa de entrar. Doyle miró al hombre en el espejo, pero no era el que buscaba.

Billy. Un simple nombre no era demasiado si tenía que rastrear al irlandés, pensó Doyle al tiempo que bebía. Tenía un nombre de pila y una descripción física. Podría ser suficiente para revisar los archivos del RUC, si es que el hombre se hallaba todavía en ellos. Si había registro de alguna descripción, tal vez existiera alguna posibilidad de seguirle la huella. En caso contrario… Doyle sorbió del vaso de whisky. Una pista francamente débil. Pero era lo único de que disponía.

Georgie tampoco había conseguido averiguar nada en el hotel. No había oído ninguna conversación, ningún rumor subversivo entre el personal.

Georgie.

Por un momento flotó en su mente la imagen de su colega. El recuerdo de su pasión. Habían hecho el amor esa mañana, luego ella se había vestido y lo había dejado en la habitación solo con sus pensamientos.

Dio un trago de whisky, tratando de expulsar las visiones de la mente.

Tamborileó sobre la barra para llamar la atención de Siobhan. Siobhan con su placa en la blusa. Sobre el pecho izquierdo.

Ella se le acercó, sonriente. Era bonita. Más o menos uno sesenta, pelo negro. Delgada, de busto grande.

—Ponme otro Jameson, ¿quieres? —dijo—. Y sírvete uno tú.

Él le extendió un billete de cinco libras. Ella volvió un momento después con la bebida y el cambio.

—¿Tú qué bebes? —preguntó.

—Sólo una limonada. No bebo cuando trabajo —respondió la chica.

—¿Y cuando no trabajas?

—Depende de con quién esté.

—¿Qué te parece conmigo? —Doyle la miró fijamente—. ¿A qué hora sales esta tarde?

—Más o menos a las tres —respondió ella—. ¿Me invitas? —agregó mientras volvía a lucir en sus labios la misma deliciosa sonrisa.

Doyle bebió, mirándola por encima del vaso.

—¿A las tres?

Él asintió con la cabeza y le sonrió, momentáneamente distraído por una movimiento a su espalda. Se abrió la puerta y Doyle observó en el espejo al recién llegado.

Billy Dolan llevaba el cuello levantado y las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta. Saludó con la cabeza al patrón y se fue al compartimiento del rincón.

Doyle lo miró atentamente sentarse frotándose las manos mientras esperaba que le llevaran la bebida.

—Podemos encontramos fuera —dijo Siobhan.

—Tal vez en otra oportunidad —le dijo Doyle, sonriendo.

Siobhan, con su nombre en la etiqueta de la blusa, lo observó bajarse del taburete y caminar hacia el compartimiento donde se hallaba Dolan. La sonrisa dejó paso a una expresión de disgusto. Se fue al otro extremo de la barra a atender a otro cliente.

—¿Se mantiene aún en pie el ofrecimiento?

Dolan levantó la vista cuando oyó la voz. Sonrió con aquella sonrisa contagiosa al ver a Doyle con el vaso en la mano.

—¿Qué bebes? —preguntó Dolan.

Cuando el patrón llevó su Guinness, le pidió que volviera a servir a Doyle.

—Me preguntaba si vendrías o si tendría que pagarme yo mismo las bebidas —dijo el inglés.

—He estado ocupado —le contó Dolan.

—¿Trabajo?

Otra vez la contagiosa sonrisa.

—Podrías llamarlo así. Más bien, preparación.

Dolan levantó el vaso.

—Por la Causa.

Doyle hizo lo propio y bebieron.

—Y tú, ¿qué tal? —preguntó Dolan—. ¿Qué haces?

Doyle le contó que trabajaba en el Excelsior.

—Cuando están esos asquerosos británicos y tengo que servirles la comida, a veces escupo antes en ella —mintió.

Dolan sonrió.

—¿Qué tal pagan?

—Una mierda, pero me dan habitación.

Dolan miró un momento a Doyle en silencio y carraspeó.

—¿Te gustaría ganar un dinero extra, Sean?

—¿Qué hay que hacer?

—Conducir un poco. Sabes conducir, ¿no?

Doyle asintió con la cabeza.

—Tendría que ser en secreto —le dijo Dolan—. Quizá recoger un paquete aquí o allí, a veces una persona. Piénsalo.

Doyle dijo que aceptaba.

—Ahora tengo que marcharme —dijo Dolan, quien terminó de beber y se puso de pie—. Quizá vuelva a verte.

Levantó la mano en un gesto de despedida. Cuando llegaba a la puerta, se detuvo y se volvió para mirar a Doyle.

—¡Eh, Sean! ¿Te gusta el fútbol? —preguntó, nuevamente con la contagiosa sonrisa en el rostro—. Si te interesa, el martes por la noche hay un partido en Windsor Park. Puede que sea interesante —añadió enigmáticamente, y se fue.

Por un segundo, Doyle se quedó mirando, perplejo; luego bebió lo que quedaba en su vaso, se puso de pie y salió del bar detrás de Dolan.

Ni rastros del irlandés.

Doyle miró rápidamente a derecha e izquierda y alcanzó a verlo cuando doblaba una esquina. Se lanzó tras su presa, la 38 ceñida al tobillo, oculta por las botas.

Fue hasta la esquina e inspeccionó los alrededores.

Dolan estaba unos veinte metros más adelante.

Doyle vio el Sierra azul detenerse junto a Dolan y se percató de la señal con que el conductor lo invitaba a subir, lo que Dolan hizo de muy buen grado, yendo al otro lado para ocupar el asiento del pasajero.

Doyle miró el número de la matrícula, que fijó en la memoria mientras el Sierra arrancaba.

—Mierda —dijo Doyle, y corrió hacia una cabina telefónica.

Marcó a toda velocidad los dígitos y esperó la comunicación, esperó que alguien descolgara el auricular. Luego pidió hablar con Georgie.

Ella tardó unos segundos en llegar al aparato.

—Georgie, escucha —dijo Doyle, sin darle casi tiempo para reconocerlo—. Tenemos que averiguar acerca de un coche. Rápido. Contacta con el RUC, diles que miren en sus ordenadores. Necesito saber quién es el propietario y dónde vive. Estoy en una cabina. No puedo hacerlo desde aquí. Invoca el nombre de Donaldson cuando llames, diles que estás con la Unidad Antiterrorista. Y diles que se den prisa. Cuando lo tengas, llámame a este número. ¿De acuerdo? —le dio el número del teléfono público y luego el número de la matrícula del coche.

A continuación colgó, se quedó fuera de la cabina y se apoyó contra la pared de una casa, los ojos fijos en la cabina, esperando la llamada.

Cinco minutos.

Diez minutos.

—Vamos, por el amor de Dios —musitó, mientras iba y venía sin parar junto a la cabina.

Por la esquina apareció una mujer joven con un cochecito, que se dirigió hacia la cabina telefónica.

—No funciona, querida —le dijo Doyle, con aire decepcionado—. Acabo de probar.

La mujer se alzó de hombros.

El teléfono llamó y Doyle se le adelantó para entrar en la cabina.

—Espere un momento —dijo la mujer con irritación, al tiempo que golpeaba la puerta.

Doyle levantó el auricular.

—Sí… —dijo.

La mujer seguía golpeando la puerta.

—Doyle, escucha —dijo Georgie—. He averiguado acerca del coche.

La mujer abrió la puerta y metió la cabeza dentro.

—Yo quería usar este teléfono —dijo, muy enfadada.

—Mire, señorita, vaya a tomar por el culo, ¿quiere? —dijo Doyle, y dio una patada a la puerta para cerrarla.

—Cabrón, ignorante —gritó ella desde afuera.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Georgie.

—No hagas caso. Dime lo que sabes del coche —respondió.

—Como decía, averiguaron. Está registrado en la República. A nombre del señor David Callahan.