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Sabía que Mark no estaba dormido.

La necesidad de silencio y de discreción era máxima. Las habitaciones respectivas sólo estaban separadas por el rellano. Si la oía salir

Catherine Roberts se ajustó la chaqueta contra el cuerpo, permaneció un momento con la espalda contra la puerta y luego la abrió, todo en el mayor silencio posible.

La posada estaba cubierta por un manto de silencio, y en ese silencio cualquier movimiento, cualquier sonido, parecía amplificarse. Miró de reojo el gran reloj de péndulo que había en el rellano, junto a la habitación de Channing. El péndulo se balanceaba lentamente a uno y otro lado.

Las 2.16 de la madrugada.

Caminó hacia la escalera y bajó, maldiciendo para sí cuando uno de los peldaños protestó, crujiendo bajo su peso. Miró hacia atrás a la puerta de la habitación de Channing, pero no había movimiento alguno.

Llegó al pie de la escalera y cruzó la pequeña zona de recepción.

La puerta del frente estaba cerrada, pero no atrancada.

Lentamente, giró la llave e hizo rechinar los dientes cuando la cerradura se resistió, pero, finalmente, con un sonoro clic, cedió.

Cath se detuvo otra vez antes de abrir la puerta y salir.

El viento helado le asestó un puñetazo invisible cuando salió a la calle, le agitó el pelo y le hizo temblar. Se levantó el cuello de la chaqueta, cerró la puerta de la posada y buscó las llaves del Peugeot en los bolsillos al tiempo que caminaba a toda prisa hacia el coche. Se sentó al volante y encendió, sin preocuparse de que Channing pudiera oír el motor. Aun cuando lo oyera, no pensaría que era ella.

Él no sospecharía de ella.

El motor enganchó la primera y Cath sacó el coche de su aparcamiento, cruzó el pueblo y se dirigió a la carretera que la llevaría a la iglesia.

A medida que, lentamente, las casas parecían desaparecer, iba surgiendo el campo. Tan exuberante y acogedor como era a la luz del día, en la oscuridad de la noche parecía angustiosamente abrumador, encendió los faros de máxima intensidad; los haces de luz penetraban la oscuridad e iluminaban la estrecha carretera que conducía fuera del pueblo.

Los árboles cercanos a la carretera parecían estirar unos dedos esqueléticos como si quisieran barrer el coche. Se había levantado un viento fuerte y Cath pudo oírlo silbar alrededor del coche. El cielo sin luna era como una manta de terciopelo jaspeado.

Trató de concentrarse en la carretera mientras conducía, pero la imagen de la vidriera seguía dándole vueltas en la cabeza.

La cuestión seguía atormentándola, sobre todo porque no tenía ni siquiera indicios de una respuesta. ¿Cómo había quedado la ventana al descubierto? ¿Cómo pudo mantenerse en ese tan perfecto estado de conservación? Cuando se acomodó en el asiento, sintió que algo se le metía en las nalgas y recordó que todavía tenía en el bolsillo el encendedor de Lausard.

Y ya planteaba otro interrogante:

¿Cuándo había estado el periodista en la iglesia? ¿Qué fue lo que le hizo que se olvidara su encendedor allí?

Interrogantes.

Pero ninguna respuesta.

Era muchos los interrogantes. Demasiados para asimilarlos. Giró en una esquina y condujo por un recodo del camino, a sabiendas de que la iglesia ya estaba cerca.

Cath sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

Tan sólo el viento frío.

Se dijo que sólo era eso.

Desde la cima de la colina, la iglesia era invisible al fondo del valle, oculta por la oscuridad.

Condujo el Peugeot por la estrecha pista que llevaba al fondo del valle, aferrándose al volante a medida que se sacudía sobre la desnivelada superficie.

Cuando se acercó a la iglesia, los faros del coche iluminaron la silueta del edificio. Parecía surgir de la noche misma, labrada en la oscuridad, cavada en las tinieblas.

Cerca de la puerta se movió algo.

Cath tragó con esfuerzo y disminuyó la marcha, ya a menos de diez metros de la puerta principal de la iglesia.

Con independencia de lo que hubiera sucedido antes, era como si el edificio desapareciera. Escudriñó en la oscuridad.

Otra vez movimiento.

De la iglesia escapó una rata y desapareció en la hierba alta de los alrededores. Cath espiró profundamente, rabiosa consigo misma por ser tan asustadiza, pero sabiendo que al menos tenía algún motivo para sentirse incómoda por hallarse en ese sitio, sola y en medio de la noche. Detuvo el coche y cogió una linterna de la guantera. Cuando apagó el motor, las luces del coche murieron. Entonces fue la linterna la única luz en aquella cerrada oscuridad. No parecía precisamente adecuada para hender esa tiniebla, pero salió del Peugeot y caminó decididamente hacia el edificio.

Abrió la puerta y de inmediato fue envuelta por el hedor ya conocido. Aun después de haber pasado tantas horas en el lugar, el olor la hacía toser, pero caminó rápidamente por la nave, en dirección al presbiterio.

A la vidriera.

La enfocó con la linterna y volvió a examinar los detalles y a maravillarse ante la habilidad que se había puesto en su construcción, pero también con una sensación de desasosiego por las razones de su creación.

Iluminó las palabras.

ARCANA

ARCANUS

—Secreto oculto —murmuró con voz inaudible.

Oculto en estos paneles, en estas abominaciones que le devolvían la mirada a la luz de la linterna.

«¿Habrá visto Lausard algo de este secreto?», se preguntó mientras sacaba el encendedor del bolsillo y cerraba la mano en torno a él.

Cath sabía que llevaría muchísimo trabajo desvelar del todo el secreto de la vidriera, pero tenía la convicción de que había que resolver el enigma.

Sólo Dios sabía qué era.

Aunque sospechaba que justamente Dios no tenía nada que ver con aquello.

Al menos no el Dios que ella conocía.

Extrajo de su bolsillo la libreta de notas, apoyó la linterna en el altar de modo que iluminara la vidriera y luego, lentamente, comenzó a escribir.

Mientras escribía se dio cuenta de que le temblaban las manos.