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BRETAÑA, FRANCIA:

La vidriera estaba completamente a la vista.

Como si se hubiera despejado meticulosamente toda piedra de alrededor, como si se hubiera limpiado trabajosamente cada panel.

La vidriera de la iglesia de Machecoul estaba tan vivida y visible como el día de su creación.

En medio del polvo y la suciedad del viejo edificio, era como un faro. Tal era la intensidad de los colores, que el vidrio parecía brillar. Los rojos semejaban fuego líquido; los azules, zafiros; los amarillos, oro recién pulido.

La vidriera parecía resplandecer.

Mark Channing la contemplaba, de pie, con la boca ligeramente abierta.

Catherine Roberts estaba junto a él, la mirada fija en la vidriera, un torbellino de emociones en el pecho. Sentía una extraña mezcla de exaltación, perplejidad y otros dos estados de ánimo a los que no dio mucha importancia. Uno era veneración ante la portentosa maestría con que la vidriera había sido hecha.

El otro era miedo.

La noche anterior, cuando habían dejado de trabajar en ella, la vidriera todavía estaba parcialmente encastrada en la piedra, sus paneles cubiertos de suciedad de siglos, y sin embargo, se mostraba ahora en toda su gloria originaria.

La pregunta que ambos necesitaban formular era: ¿cómo?

Pero ambos sabían también que la enunciación de la pregunta confundiría aún más las cosas. Tenían los clichés en la mente y en los labios, listos para desplegarlos como actores de una película de serie B.

¿Quién pudo haber hecho esto?

¿Qué pasó con la vidriera?

Esto que vemos es imposible.

Como ateos que trataran de explicar un milagro.

No podía haber sucedido. No era posible.

Y sin embargo, lo tenían ante los ojos.

Por un instante, Cath se preguntó si se trataba de un sueño, de una prolongación de las pesadillas que ambos habían tenido de algo que parecía una eternidad. Casi se pellizcaba.

Pero dio un paso hacia la vidriera, entrecerrando los ojos para protegerse del brillo de los colores contenidos en el vidrio.

Vamos, tiene que haber más clichés para describir la manera en que se sentía.

Sorprendida. Incrédula. Pasmada.

La lista era interminable.

Channing también se acercó, todavía con la boca ligeramente abierta.

¿Debía buscar explicaciones científicas? Tal vez, al fin y al cabo, fuera realmente un milagro, pensó. Quizá Dios consideró apropiado restaurar todo el esplendor de una vidriera que le había sido consagrada.

Una mirada al dibujo de la vidriera le hizo saber a Channing que Dios no aparecía por ningún sitio en ese cuadro.

De haber visto Dios lo que había en la vidriera, la habría destruido, no restaurado.

Channing quería hablar, pero las palabras no le acudían. Lo eludían tan furtivamente como el pensamiento racional. No supo qué decir, no supo qué pensar.

Lo único que podía hacer era mirar a la vidriera, asimilar sus detalles, maravillarse ante su aspecto.

Ojalá pudiera dejar de temblar.

Cath se adelantó hasta quedar a unos treinta centímetros de la vidriera, luego dio un ligero paso atrás, como para apreciar cada panel, cada mainel, cada trifolio y cuadrifolio. Cada línea, cada color, cada forma. Parecían converger en ella como un caleidoscopio obsesivo que le hacía daño en la retina, que implantaba sus formas no sólo en los ojos, sino también en la mente.

Sintió que se desmayaba y retrocedió un poquito, como si la confrontación directa con la vidriera fuera algo excesivamente abrumador, algo con lo que resultaba demasiado difícil luchar.

Esa sensación fue pasando poco a poco y Cath pudo volver a mirar, hipnotizada por el brillo.

El sol había perforado las tinieblas de la iglesia, cortando la oscuridad como si, en lucha a brazo partido, se abriera paso por la rendija que dejaba un listón roto de una de las ventanas cerradas con tablas.

El rayo de luz iluminó algo que había junto a la vidriera.

Algo de plata.

Cath dio otro paso atrás, pero mantuvo un ojo fijo en el objeto reluciente, pues no sabía si Channing lo había visto. Dijo algo para sí acerca de la cámara y se fue del presbiterio; sus pasos tambaleantes resonaron en el cuerpo principal de la iglesia.

Y ahora Cath veía que el objeto de plata volvía a relucir. Esta vez se acercó a él.

Estaba junto a la base de la vidriera, a la izquierda de ésta, casi escondido en la piedra polvorienta y semidesmoronada. Se arrodilló y lo cogió, le quitó la suciedad y lo sostuvo en la palma de la mano.

Era un encendedor de plata maciza, con la forma de una cabeza de caballo.

El encendedor de Lausard.

Lo miró impávida durante un momento, hasta que oyó que Channing volvía a la iglesia; entonces, rápida y subrepticiamente, se lo guardó en el bolsillo de atrás del tejano.

Fuera de la vista.

Era evidente que Lausard había estado allí después que ellos. Pero ¿por qué? ¿Cómo dejó caer el encendedor, o, más probablemente, cómo lo dejó?

¿Otro misterio?

Miró nuevamente la vidriera y sintió el encendedor en el bolsillo de atrás.

Channing no se dio cuenta de la ligera sonrisa que esbozaban los labios de Cath.