El portero de noche del hotel Excelsior saludó cortésmente a Georgie cuando ésta pasó delante de él, camino de los ascensores. Ella devolvió el gesto, consciente de que el portero no le sacaba los ojos de encima y de que concentraba la mirada en piernas y culo mientras ella entraba en el ascensor.
Subió hasta el décimo piso y al salir se cruzó con dos hombres de mediana edad que se disponían a descender. Uno de ellos dijo algo a su compañero y ella oyó su risa ronca, ya dentro del ascensor.
Llegó a su habitación, hurgó en el bolso en busca de la llave y estaba a punto de entrar cuando se abrió la puerta de al lado.
Doyle asomó la cabeza, sonrió y la hizo entrar.
Georgie cerró la puerta a su espalda mientras entraba, luego caminó hacia la cama, se sentó y se sacó los zapatos. Cruzó las piernas mientras esperaba que Doyle fuera al tocador y sirviera dos vasos de whisky de una botella de Haig y le alcanzara uno.
—¿Qué pasó? —preguntó él, y escuchó atentamente mientras ella narraba, sin interrumpirla, para acariciarse luego reflexivamente la barbilla.
—¿No llevaba absolutamente ningún documento de identidad? —preguntó Doyle, perplejo.
—Ni carnet de conducir, ni tarjetas de crédito, nada —explicó ella, sorbiendo el whisky—. Y con el tuyo, ¿qué pasó con tu sujeto?
—Lo despisté fácilmente. Tal vez demasiado fácilmente. —Desabrochó el botón de arriba de la camisa, y luego se quitó la corbata y la arrojó a un lado—. Sabes, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que lo que querían era hacernos saber que nos siguen.
—¿Quieres decir que, fuera quien fuese, nos estaba advirtiendo? ¿Nos estaba informando de que estamos bajo vigilancia? No tiene ningún sentido, Sean. Si hubiera sido el RUC se habrían lanzado directamente sobre nosotros y nos habrían atacado. El IRA, el LVF o cualquiera de las otras organizaciones paramilitares están en este momento fuera de funcionamiento activo, y de haber sido Maguire y sus hombres, nos habrían matado.
—No quedan muchas alternativas, ¿no?
—No queda nin-gu-na.
Doyle dio un largo sorbo a su bebida y miró a Georgie, que aún seguía sentada sobre la cama y con las piernas cruzadas.
—¿Te sientes bien? —le preguntó él.
—De puta madre. Sólo que soy curiosa, como tú —dijo ella, y sonrió al tiempo que observaba que Doyle se le acercaba cada vez más.
—Te has cortado —dijo este último, señalando un arañazo en el hombro de Georgie.
Humedeció la yema del índice y quitó suavemente la sangre seca.
—Ha de haber sido en el callejón —dijo ella, mientras él se acercaba más para inspeccionar el pequeño corte.
Sólo unos centímetros separaban un rostro del otro. Ella percibió el suave perfume del after-shave de Doyle, sintió el calor de la piel de este junto a la suya.
—Sean…
Pronunció el nombre y luego, sea lo que fuere lo que quería decir, las palabras se perdieron en el beso que él le dio tras volverse para mirarla. Los labios se incrustaron, la lengua del hombre empujaba sobre la de ella, que a su vez hacía lo propio con el mismo o incluso mayor vigor. Georgie descruzó las piernas y estiró una hasta tocar el suelo con el pie. Él la empujó hasta apoyarle la espalda sobre la cama mientras ella manipulaba los botones de la camisa de Doyle, las bocas siempre selladas una contra la otra en el beso.
Ella sintió que la mano izquierda del hombre subía lenta, suavemente, dentro de su vestido, acariciándole la carne tierna de la cara interior del muslo y que los dedos cepillaban brevemente el vello firmemente rizado de su montículo púbico. Luego los dedos se fueron, marcando senderos sobre los muslos.
Ella era consciente del calor que irradiaba su sexo y eso parecía excitarlo, pero no había impaciencia alguna en su toque. Sólo ternura. Una suavidad que parecía casi ajena, pero que, precisamente por eso, era más excitante.
Sacó la mano de debajo del vestido de ella y le acarició la mejilla mientras se acostaba al lado de la muchacha.
Georgie seguía manipulando la camisa de Doyle hasta que consiguió abrirla.
Mientras él se ponía de espaldas, ella vio las cicatrices que le cruzaban el torso en todas direcciones.
Si la impresionaron, no dio muestras de ello. Por el contrario, se inclinó hacia adelante y lo besó en el pecho dejando que la lengua se moviera suavemente contra una cicatriz que le cruzaba el pecho, cuyo recorrido siguió, lamiéndola, hasta el vientre, donde encontró otra. La besó también.
Y otra.
Y también besó esta última, chupó la carne blanca metiéndosela en la boca, de modo que la saliva corría por la profunda cicatriz y goteaba por el cinturón de los pantalones, que ella comenzó a desatar.
La subió y volvió a besarla, esta vez con más energía, sosteniéndole la cabeza con ambas manos como si fuera a aplastársela.
Ella estiró la mano derecha y le abrió la cremallera del pantalón, sintiendo de pasada la rigidez del miembro y consciente de la humedad entre sus propias piernas y del dolor de sus pezones aplastados contra la tela del vestido y que llegaba a ser realmente penoso.
Ella se sentó y se quitó el vestido por encima de la cabeza, tras lo cual lo arrojó a un lado para luego, ya desnuda, deslizarse sobre el cuerpo masculino, aunque permitiéndole levantar un muslo de tal modo que frotara su húmeda hendidura. Ella dejó una mancha en los pantalones cuando se desplazó hacia abajo, lamiendo la línea de las cicatrices como si fueran guías. Con un movimiento, le quitó los pantalones y los calzoncillos, de modo que ambos quedaron desnudos.
Vio entonces otras cicatrices en los muslos, que también besó, pasando la lengua hasta los turgentes testículos, uno de los cuales se metió en la boca y chupó suavemente. Luego giró y acercó el resbaladizo sexo a la cara del hombre, a quien se lo ofreció mientras se metía en la boca la cabeza del pene y lamía el líquido claro del abultado glande.
Doyle separó con el índice los labios rosados e hinchados y pasó la lengua por sus bordes exteriores, sintiendo el estremecimiento de la mujer mientras él jugueteaba con la lengua bien dentro de ella. Así estuvo, excitando por un momento la humedad en el órgano femenino, antes de desplazar la atención al duro botón del clítoris, tirando la capucha hacia atrás para llegar hasta él y rascarlo suavemente con los dientes.
Doyle sintió que ella dejaba el pene y jadeaba de placer mientras él lamía cada vez más rápidamente y percibía la urgencia de la mujer, su deseo de liberación.
Él le besó la cara interior de los muslos, cepilló con la nariz el fresco vello púbico y percibió el olor almizcleño del sexo femenino. Entonces ella comenzó a chupar otra vez mientras con las manos frotaba muslos y testículos, sabiendo que él también estaba cerca del clímax.
Doyle le cogió las delgadas caderas con sus poderosas manos, la levantó y la hizo girar hasta que quedó al lado de él y la miró desde arriba.
El hombre se alzó y ella abrió las piernas para recibirlo, gimiendo apenas al sentir que la cabeza del pene empujaba en su vagina. Él presionó hacia adelante y penetró un poquito para luego retirarse. Repitió la acción una media docena de veces, y cada caricia era saludada con jadeos de placer de Georgie, quien levantaba las caderas con la intención de inducirlo a que la penetrara por completo. Pero él se limitó a mover su inflamado miembro sobre el sexo resbaladizo y colocar el glande contra el clítoris por unos gloriosos segundos antes de presionar un poco más dentro de ella.
—¡Por favor…! —susurró Georgie, acariciándole la cara, la respiración convertida en enormes y lacerantes jadeos.
Entonces entró plenamente en la mujer.
La sensación fue exquisita y ella arqueó la espalda, tanto por el intenso placer como para que la penetración fuera más profunda aún.
Doyle comenzó a moverse rítmicamente y a cada impulso se encontraba con que los labios subían. Ella, ya con los ojos cerrados, les imprimió un movimiento sinuoso. Perdida en el placer del momento, sólo tuvo conciencia del pene profundamente instalado en ella y del placer en aumento, así como de la emoción que se iba construyendo inexorablemente.
Doyle le cogió suavemente los senos y deslizó el pulgar por los endurecidos pezones, para inclinar luego la cabeza y tomar entre sus labios uno y después el otro.
Ella volvió a susurrar el nombre de Doyle cuando sintió que el calor comenzaba a extenderse por los muslos y el vientre, con el grado máximo entre las piernas.
Georgie levantó las piernas y trabó los tobillos detrás de la región lumbar de Doyle, lo cual hizo que se introdujera más profundamente hasta que la sensación llegó finalmente al pináculo.
Las uñas de la mujer se clavaron en la espalda del hombre y lo arañaron, rozando profundas cicatrices cerradas hacía ya mucho tiempo. Él lamió el sudor de la mejilla de Georgie mientras empujaba con más vigor. Su liberación era inminente.
Georgie gritó el nombre de él cuando llegó al clímax y el sonido, unido a las vibraciones que Doyle sentía debajo de su cuerpo, lo llevó al éxtasis. Ella gemía en voz más alta a medida que sentía llenarse del fluido espeso del hombre, cuyos impulsos eran todavía perfectamente rítmicos mientras vertía en ella, con el cuerpo estremecido, su líquido placer.
Ella lo besó. La emoción apenas se había calmado. Temblaba de la cabeza a los pies.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró, deslizando por fin las piernas sobre el cuerpo masculino, todavía sin abrir los ojos.
Él lamió más sudor de la mejilla de Georgie, degustando su salinidad, agotando por el momento su placer. Se separó de ella y sus fluidos se mezclaron y humedecieron la sábana.
Doyle estaba acostado junto a la muchacha, escuchando la respiración de ésta y su propia y pesada respiración gutural. Poco a poco, el ardor se fue convirtiendo en un placentero resplandor.
Ella rodó hacia él, mirándole la espalda, las cicatrices que tenía también allí. Lo besó en el hombro, que lamió con la lengua mientras con una mano le retiraba el largo pelo.
Georgie se preguntó qué parecería Doyle una hora después de la explosión.
Doyle miró alrededor y vio que ella le sonreía.
—¿De qué te ríes? —preguntó, poniéndole el índice sobre los labios.
—De ti. Estás lleno de sorpresas.
Él miró vagamente.
—Eres muy amable, muy considerado —añadió ella.
—¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que te atara a la cabecera?
Ella rió y lo besó en la espalda, precisamente en una cicatriz particularmente profunda sobre el riñón.
—¿Te duelen siempre? —preguntó.
—La vida está llena de dolor, Georgie. Simplemente aprendes a convivir con él.
Doyle se incorporó un poco, le acarició el pelo rubio y experimentó una sensación de gran suavidad a medida que deslizaba los dedos por la cabellera. Ella le acarició la parte posterior de los muslos, siguiendo dos o tres cicatrices más.
Debe de haber sangrado una barbaridad.
Finalmente, se volvió para quedar acostada junto a él, también boca abajo. Doyle comenzó a pasarle la mano por la espalda, hacia arriba y hacia abajo, deteniéndose a cada instante para gozar de la suave curva de las nalgas. Ella lo besó con gran ternura en la frente, luego en la nariz, luego en los labios.
Cuando Georgie sintió frío, él la cubrió con la manta.
Un momento después volvieron a hacer el amor.
Finalmente, Georgie se quedó dormido.
Doyle yacía despierto, mirando el cielo raso, la mente llena de claros pensamientos de gratitud. Por último, se levantó de la cama con gran cuidado para no despertar a la muchacha, y caminó hasta la ventana. Miró atentamente la ciudad que se extendía bajo su vista, observando los coches, en los que apenas se veía algo más que pinchazos de luz de sus faros delanteros mientras se desplazaban por las calles, que parecían líneas iluminadas de un mapa.
El algún lugar de la ciudad se hallaban los hombres que los habían seguido, y esos hombres tenían las respuestas que él necesitaba.
Desde la ventana, Doyle miró a Georgie, que dormía, acostada. Luego se volvió nuevamente hacia los vidrios y miró su propia imagen reflejada. Levantó los brazos y puso uno a cada lado del marco, la cabeza apoyada sobre el vidrio frío.
No la dejes intimar.
Apretó los dientes hasta que le dolieron los maxilares y bajó un momento la cabeza, como si no quisiera ver su imagen.
Mantenla a distancia.
Echó la cabeza hacia atrás unos centímetros y luego la golpeó contra el vidrio reforzado, con tanta fuerza que sintió que la frente le latía.
—Cabrón —murmuró, y se golpeó la cabeza otra vez contra la ventana.
Y otra vez.