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No había mucha gente en el restaurante, lo que Doyle agradeció.

Era pequeño, de esos que a las guías turísticas les gusta calificar de «íntimos»: luz discreta, asientos afelpados y espejos en la pared, que reflejaban el brillo de las lámparas que había en cada mesa. De vez en cuando, Doyle se miraría en los espejos y desviaría los ojos, como si el hecho de contemplar su propia imagen tuviera algo de desagradable.

Se sentó solo, esperando que llegara el primer plato y que Georgie volviera del servicio de damas. Había otras dos parejas en el restaurante y, en un rincón, solo, un hombre muy corpulento. Miraba permanentemente alrededor de él mientras comía, aunque su mirada siempre se encontraba con la de Doyle y rápidamente devolvía toda su atención a la comida.

¿Qué es lo que sabes?

¿Por qué estás solo?

¿Hombre de negocios? ¿Fuera para comer tranquilamente porque no tienes en casa nadie que te prepare una comida? ¿Te has peleado con tu compañera? ¿Está la mujer fuera con las niñas?

Doyle sonrió ante su propia curiosidad. Tal vez fuera un gaje del oficio, se dijo.

¿Algo así como que te hagan volar suicidas del IRA?

¿Otro gaje del oficio?

El regreso de Georgie interrumpió sus cavilaciones. Doyle la recorrió con mirada evaluativa y quedó satisfecho de lo que veía.

Georgie llevaba un vestido negro ajustado con un escote en pico a la espalda, justamente sobre la región lumbar. Era demasiado ajustado como para permitirle usar ropa interior, de cuya ausencia estaba convencido por la manera en que se marcaban los pezones contra la tela. Caminaba con gracia sobre unos tacones impresionantemente altos.

Al mismo tiempo que Georgie, llegó el aperitivo y comenzaron a comer. Georgie había dejado su bolso sobre el asiento de al lado, con la Star automática en su interior.

Doyle llevaba la Charter Arms 44 en una pistolera de cintura, oculta por la chaqueta.

—¿Cómo encontraste este sitio? —preguntó la muchacha—. No parece ser tu estilo.

—Ajá, ¿y cómo es mi estilo? —dijo él con aire de reproche—. ¿Quieres decir que me sentaría mejor un MacDonalds?

—No he dicho eso —murmuró con aire algo confuso.

—Las apariencias engañan, Georgie. Quiero decir, mírate a ti. No tienes precisamente el aspecto de una antiterrorista —bajó la voz para pronunciar la última palabra.

—¿Qué aspecto tengo? —quiso saber ella.

—¿Esta noche? —sonrió—. Pareces una modelo.

La observación la cogió desprevenida. La sorprendió y la halagó.

—Eres un gran adulador, ¿verdad? —dijo ella, y sonrió para sí.

—De la mejor calidad —le aclaró él.

—¿Y todas las chicas caen por eso?

Él se encogió de hombros.

—Algunas —respondió, y la miró resuelto—. ¿Y tú?

—Si lo que quieres saber es si las adulaciones me hacen caer, la respuesta es a veces. De todos modos, consideraré lo que has dicho como un cumplido. Probablemente sea la máxima proximidad que logre de ti.

Siguieron comiendo.

—Así que en tu vida hay mujeres, Doyle —dijo, con tono entre conclusivo e interrogativo—. ¿Es verdad lo que he oído acerca de ti?

—Dime qué has oído y te diré si es verdad.

—Que eres un mujeriego. Un hombre irresponsable, violento, irrespetuoso y posiblemente perturbado. Que has cogido un deseo de muerte. Que tratas a todo el mundo con el mismo desprecio, tanto a hombres como a mujeres. Que eres un solitario. Que bebes demasiado, eres impredecible, soltero y, como dije, mujeriego.

—Has leído mi legajo —dijo—. ¿O es lo que te contó Donaldson?

—He leído tu legajo y también el informe psicológico. Cuando supe que trabajaría contigo quise saber algo más de ti.

—De modo que descubriste todo eso y, aun así, quisiste trabajar conmigo. ¿Por qué? —preguntó.

Ella se alzó de hombros.

—Tal vez era un desafío para mí —dijo, sonriendo.

—¿Quién adula ahora? —preguntó él en voz apenas audible, mientras bebía el whisky que tenía al lado.

—Entonces, ¿es verdad? ¿Lo que dice el legajo?

—Cree lo que quieras —dijo él, en tono seguro.

—¿Y qué hay acerca de mí? ¿No te has documentado sobre mí?

Doyle sacudió la cabeza. Luego explicó:

—No sentí necesidad de hacerlo. No vi ninguna utilidad en saber acerca de tu pasado si podías o no tener futuro. Lo único que interesa es el presente, el ahora. ¿Para qué me sirve conocerte cuando te pueden matar mañana?

—¡Qué pensamiento tan alegre! Gracias, Doyle.

—Simplemente soy realista, Georgie. Te pueden matar, a los dos nos pueden matar. Por eso nunca miro el futuro. ¿Qué sentido tiene hacer planes cuando te pueden matar al día siguiente? Yo tomo cada día como viene. Si todavía estoy vivo cuando me voy a la cama por la noche, pues entonces he tenido un buen día —bebió otro trago y pidió otro vaso—. Es mi manera de entenderme con la vida.

—¿Eres así después del accidente? —quiso saber Georgie.

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? ¿Qué importa? De todos modos, no fue un accidente. Fue un maldito descuido. No debía haber dejado que McNamara terminara de aquella manera. Debí haberle matado antes de que él pudiera hacerlo volar todo en el puente de Craigavon.

Terminó de comer y apartó el plato. El camarero acudió deprisa, retiró los platos y llevó una botella de vino cuando Doyle la pidió. Se preparó para servirlo, pero Doyle le hizo con la mano señal de que se fuera e hizo él personalmente los honores, llenando el vaso de Georgie. Un instante después les servían el plato principal y volvían a quedarse solos.

—¿Qué piensa tu familia de lo que haces? —preguntó Doyle.

—Creí que no querías saber nada acerca de mí —comentó ella, no sin sarcasmo.

—Es sólo una conversación —aseguró.

Ella asintió silenciosamente. Luego explicó:

—No tengo familia. Mi madre y mi padre murieron en un accidente de avión cuando yo tenía diez años. Me crió una tía, que murió un día antes de que yo cumpliera los veinte. A mi hermano, ya te lo he dicho, lo mató el IRA. —Tras una amarga sonrisa, terminó—: Nadie me echaría de menos si me mataran —y bebió un sorbo de vino.

—¿Y novios?

—He tenido algunos. Pero nunca nada serio. Tal vez en este aspecto me parezca a ti, Doyle.

Él mostró una amplia sonrisa.

—Tal vez —dijo, y suspiró profundamente—. De modo que somos dos almitas solitarias que perseguimos nuestras metas individuales. Tú quieres vengar a tu hermano… —dejó la frase en suspenso.

—¿Y tú? ¿Qué es lo que tú persigues? ¿Qué ganas con esto? ¿Con saber que cualquier día de estos podrían matarte? ¿Por qué lo haces?

—Porque no tengo ninguna otra cosa —respondió Doyle, impertérrito—. Hay días en que quisiera que me cogieran en una pelea, en un enfrentamiento armado o algo así —sonrió—. Así podría espicharla disputando como un cowboy. Tal vez sea así porque no tengo cojones para estrellarme con el coche contra una pared. Si me matan de un balazo o me hacen saltar con una bomba, mi muerte es responsabilidad de otro.

—¿Por qué quieres morir?

—Porque no hay alternativa mejor —respondió—. Como dice la canción: «Nada de los finales felices que siempre prometieron».

Durante un momento, masticó su bistec; luego siguió hablando.

—Es cierto. Verás. Tal vez tenemos algo en común. Estamos solos en el mundo. También mis padres murieron. Los dos. Mi madre, de un derrame cerebral; mi padre, de un infarto. Su agonía duró más de lo que debía y yo los vi morir en miserables camas de hospital. No hay ninguna posibilidad de que yo termine así, Georgie. Es mejor reventar de golpe que apagarse poco a poco. Eso dicen. Y por cojones que es verdad.

Ella bebió mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa y advertía que en aquel hombre no sólo había algo peligroso, sino también algo muy triste. Eso la conmovió profundamente. Más de lo que era de esperar. Su arrogancia, su cólera y toda su actitud eran las cualidades que lo hacían atractivo a sus ojos. Lo miró al otro lado de la mesa y lo deseó, deseó compartir esa rabia, esa ferocidad. Pero tuvo miedo de no poder hacerlo. Se preguntó si Doyle no estaba ya muerto, puesto que había perdido la emoción. ¿Era capaz de sentir alguna otra cosa que no fuera odio y rabia? Georgie quiso averiguarlo.

Pero se daba cuenta de que no era el momento adecuado para eso.

—¿Qué tal te va en tu trabajo como camarera? —preguntó tras un largo silencio, con un ligera sonrisa en el rostro.

—Me las arreglo.

Pasaron el resto de la velada en amistosa conversación, y Georgie se sorprendió ante el calor que se iba manifestando en el tono de Doyle. Pero durante todo el tiempo, Doyle se mantuvo reservado en cuanto a su persona. Contó chistes, anécdotas. Intercambiaron historias relativas a sus respectivas experiencias en la unidad antiterrorista. Hablaron de trabajo.

Hablaron de matar hombres.

Eran casi las once y media cuando se marcharon del restaurante. Doyle sugirió que dieran un paseo y Georgie se vio gratamente sorprendida cuando él le puso un brazo sobre el hombro, a lo que respondió rodeándole la cintura con el suyo. Bueno, tenía que parecer convincente.

Hablaron en voz baja mientras caminaban, como para no molestar a nadie.

Cuando pasaron por segunda vez frente al City Hall, Georgie se percató de que estaban caminando en círculos. Hizo más lento el paso y se volvió a Doyle, sonriendo, pero éste no movió un músculo del rostro y mantuvo la mirada fi ja hacia adelante, como si mirara algo que no podía distinguir con claridad.

—Sean, estamos caminando en círculo —dijo por fin—. El hotel…

—Sigue caminando… —ordenó Doyle.

Ella sintió la 44 en la chaqueta de su compañero cuando volvió a rodearle la cintura con el brazo.

—¿Has traído tu pistola automática? —preguntó.

—Sí.

—Bueno. Quizá la necesites. Nos siguen.