Georgie necesitó un par de segundos para darse cuenta de lo que sucedía.
Para reconocer el pelo largo y la chaqueta de piel.
—Por el amor de Dios, Doyle —dijo casi silbando, mientras bajaba la pistola—. ¿No podías haber llamado, más sencillamente?
El antiterrorista se volvió hacia ella con una amplia sonrisa en los labios mientras comprobaba que Georgie estaba desnuda, el cuerpo aún chorreando agua. De pronto, también ella pareció percatarse de este hecho, tiró de la manta de la cama y se envolvió. El rubor le coloreaba las mejillas.
—¿Qué coño haces, deslizándote por ahí y entrando por narices en mi habitación? —preguntó, irritada, mientras volvía a colocar la pistola en el ropero.
Cuando dio la espalda a Doyle, éste comprobó que la manta no la había cubierto demasiado bien. Las nalgas quedaban a la vista. Doyle levantó las cejas en señal de aprobación. Se dirigió a la cama y se sentó.
—Se supone que somos una pareja —dijo, todavía sonriendo, mientras se acariciaba la cicatriz del lado izquierdo de la cara.
Cuando levantó la mano. Georgie advirtió sangre.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó, señalándole la mano con la cabeza.
Doyle también la advirtió entonces y se alzó de hombros.
—No es sangre mía —explicó—. Es de un irlandés fanfarrón que encontré en un bar.
Ella volvió al baño, cerró la puerta detrás de sí y terminó rápidamente de ducharse. Salió un momento después, con el albornoz puesto, el pelo mojado y goteando. Se lo secó con una toalla.
—¿Te has enterado de algo? —preguntó Doyle.
—Nada más que la cháchara usual. Todo el mundo está indignado por lo que sucedió, nadie puede entender a qué responde ese atentado. Lo de siempre. Nada para ocuparse especialmente. ¿Y tú?
—Si alguien sabe algo acerca de Maguire, lo oculta cuidadosamente —dijo, acostándose sobre la cama, los brazos plegados detrás de la cabeza—. Nadie quiere ni siquiera admitir una lejana simpatía por el IRA desde que sucedió esto. —Tras una pausa, agregó—: Fuera de un tío que encontré hoy en Ballymurphy —tras lo cual le contó brevemente lo que había ocurrido en el bar.
—¿Quién es el tío que te siguió? —quiso saber ella, mientras se pasaba los dedos por el pelo para secárselo.
—Su nombre era Billy. No sé el apellido, desgraciadamente. Joven. Veintipocos. Uno setenta, más o menos, pelo negro, ojos grises. Volveré mañana a ver si puedo encontrarlo. No es un líder, pero es lo único que hemos podido pescar por el momento.
Georgie terminó de secarse el pelo, sentada en el extremo de la cama mientras miraba a Doyle.
—¿Dónde diablos te has metido todos estos dos días? Apenas te he visto —preguntó Georgie.
—He estado haciendo mi trabajo. Hemos venido aquí para encontrar a Maguire, no para hacer un viaje panorámico —le recordó fríamente por un instante.
—No tienes por qué ser tan agresivo, Doyle. Yo estoy de tu lado, ¿lo recuerdas? —dijo Georgie con tranquilidad.
Se incorporó y se preparó para ponerse de pie.
—Si no hubiera sido yo quien entraba por esa puerta hace un rato, ¿qué habrías hecho?
—Disparado, si hacía falta. ¿Te sorprende?
—No —respondió Doyle con una sonrisa.
—Esta noche libras, ¿no es cierto? —dijo Georgie—. Lo sé porque controlé los turnos. Yo también libro.
—¿Quieres que salgamos a alguna parte? —preguntó Doyle, casi como si fuera algo natural—. ¿A comer, quizá? Nunca se sabe, podría ser que nos enteráramos de algo.
Ella sonrió. Luego dijo:
—Estaría bien.
Él ya se encaminaba hacia la puerta.
—Estaré de regreso dentro de media hora, me voy a lavar —dijo Doyle, quien hizo una pausa cuando cogía el pomo de la puerta—. ¿Tienes contigo alguna otra cosa, fuera de la Sterling? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Tengo una PD Star. ¿Por qué?
—Tráela —dijo Doyle tajantemente—. Póntela en la parte de arriba de las medias —y sonrió antes de terminar—, sólo por si las moscas.
Luego se marchó.
Georgie se dirigió al ropero y encontró la Star en un compartimento lateral de su bolso. Con menos de diez centímetros de longitud, cabía en la palma de la mano, pero su calibre de 9 mm implicaba que, en caso de necesidad, era más que suficiente para derribar a un hombre. La dejó junto a ella sobre el tocador mientras comenzaba a maquillarse.
Doyle llegó puntualmente.
A las 8.36 bajaban en el ascensor hasta la planta baja, donde él la invitó a que le cogiera del brazo.
—Se supone que somos una pareja —le recordó.
Del brazo atravesaron el vestíbulo y salieron a las bulliciosas calles de la ciudad, en ese momento cubiertas por un manto de oscuridad.
Doyle llamó un taxi y subieron.
Ninguno de los dos advirtió el coche que arrancaba detrás de ellos y que se instalaba en el tráfico a dos coches de distancia.
En ningún momento el conductor apartó la vista del taxi.