Quería saber dónde había muerto él.
Ése había sido su primer, irracional y ridículo pensamiento al mirar Belfast desde el avión.
Había deseado ver el lugar donde habían matado a su hermano.
En ese momento, Georgina Willis miraba desde la ventana de su habitación en el décimo piso del Hotel Excelsior y contemplaba la ciudad donde habían matado a su hermano.
Era ya muy entrada la tarde; el cielo estaba oscuro y con nubes que presagiaban lluvia. El tiempo que había anunciado el parte meteorológico hablaba incluso de nieblas localizadas. Apretó la cara contra el vidrio frío y suspiró mientras contemplaba el ir y venir de la gente en la calle y los coches y autobuses que las colapsaban. Desde el lugar en que se hallaba, Belfast parecía una ciudad cualquiera, llena de compradores y gente de negocios, turistas y visitantes. Pero desde 1969 se había convertido en un campo de batalla. Y precisamente cuando este conflicto parecía aproximarse a su conclusión definitiva, había resurgido la amenaza para ensombrecer la mente de quienes vivían en la provincia. Era como si tanta esperanza estuviera a punto de ser destruida, como si ya hubiera sido destruida, hacía una semana en Stormont, por el fuego de las armas automáticas.
Pero los que murieron en Stormont eran para ella gente sin rostro, en el más amplio sentido de la expresión. Conocía sus nombres, eso sí, pero sus muertes no le habían afectado directamente la vida. Eran extraños.
Creía que la mayor parte del dolor por la pérdida de su hermano ya había pasado, pero mientras contemplaba la ciudad sintió que el resentimiento volvía a surgirle en el pecho y a hinchársele en la conciencia como una vejiga. Finalmente se alejó de la ventana y caminó hacia la cama. Allí se sentó en el borde, se quitó los zapatos y se masajeó los pies doloridos. El turno le había parecido desacostumbradamente largo detrás de la barra principal del hotel. Había estado trabajando más de cuatro horas, llevando cervezas y midiendo whiskis, lavando vasos, conversando con el resto del personal y con los clientes. Poca había sido la información que valiera la pena conservar, poco era lo que tenía para contar a Doyle cuando regresara. Si es que volvía.
En los dos días anteriores lo había visto muy poco. Doyle tenía una habitación contigua a la suya, pero cuando no ocupaba su sitio de portero de noche, se iba por la ciudad. Lo había visto menos de una hora desde que habían llegado a Belfast, hacía dos días. Se estaba poniendo nervioso, irritado por la falta de indicios. Parecía que Maguire y sus hombres se hubieran esfumado tras el asesinato del reverendo Pithers. En el hotel se había hablado del último asesinato, y Georgie había estimulado y halagado a sus colegas con la esperanza de que alguno le ofreciera algún hilo de información que valiera la pena rastrear, pero hasta ese momento no se había enterado de nada.
Se desabotonó la blusa y la arrojó sobre la cama, se quitó la falda y también la tiró a un costado. Fue al baño, abrió la ducha y probó el agua con la mano. Luego se quitó el sostén y las bragas, se envolvió en una bata blanca y volvió al dormitorio. Colocó falda y blusa en un perchero y cruzó al ropero.
Cuando abrió la puerta vio su bolso de mano.
Allí dentro estaba el arma.
Mientras esperaba que se calentara el agua de la ducha cogió la pistola del bolso y se dirigió a la cama con ella, donde se sentó sobre una de sus piernas flexionadas y la pistola en la palma de la mano.
La Sterling 357 Magnum era sorprendentemente ligera, precisamente una de las razones por las que la había escogido. Se la cargaba con balas de 38 o de 357. Georgie abrió el cilindro y lo hizo girar, controlando cada cámara. En el bolso tenía las municiones. En ese momento usaba balas Blazer, ligeras y de ojiva hueca.
Levantó la pistola y apretó el disparador, sonriendo ante la suavidad de la acción. El gatillo golpeó sobre una cámara vacía y en el cuarto se oyó el eco de ese ruido metálico. Volvió a colocar el arma en su lugar, se dirigió al baño, se quitó la bata y se metió bajo la ducha, donde disfrutó del agua que le caía sobre la piel. Acomodó la ducha de modo que el agua le aguijoneara la piel y allí se quedó, con los ojos cerrados, dejando que el agua ir botara en ella. Se deslizaba sobre los pechos, por el estómago y través del ligero vello púbico. El ruido de la ducha era fuerte.
Lo bastante fuerte como para cubrir los sonidos que llegaban desde fuera del cuarto.
Georgie no oyó que alguien trataba de girar el pomo.
Estuvo bajo la ducha dejando que el agua le lavara el olor a humo y a alcohol del pelo, que le limpiara de cansancio los músculos.
El picaporte giró.
Ella no oyó nada bajo el agua que la aporreaba.
Se estiró para coger el jabón.
—Mierda —dijo en voz baja al darse cuenta de que lo había dejado junto al lavabo.
Salió de debajo de la ducha, casi deslizándose sobre el suelo de baldosas al tiempo que el agua caía por sus piernas y con una mano se despejaba los ojos.
Estaba a punto de volver a entrar bajo la ducha cuando oyó el ruido característico de la cerradura.
Por la puerta abierta del baño pudo ver que el pomo se movía muy suavemente.
Sin pensarlo dos veces, corrió a toda velocidad al dormitorio, desnuda, dejando huellas húmedas en la alfombra mientras se lanzaba hacia el ropero.
Hacia la pistola.
Los sonidos de fuera habían cesado por un instante y Georgie abrió el ropero silenciosamente. Se sobresaltó cuando los goznes rechinaron. Mantenía un ojo en la puerta mientras cogía de su bolso la pistola y las municiones.
El picaporte volvió a moverse.
Rápida y cuidadosamente puso seis balas en el cargador y cerró el cilindro. Luego, levantando el arma ante ella, se apoyo firmemente contra la pared y se acercó a la puerta, dejando manchas de humedad sobre el empapelado.
Oyó un clic en la cerradura cuando consiguieron que se deslizara, probablemente con una tarjeta de crédito.
La puerta comenzó a abrirse.
Georgie sostuvo el arma con ambas manos, asegurándose de que, si empujaban la puerta, tuviera ella libre acceso al intruso.
La puerta se abrió un poco más; vio el contorno de una sombra en el umbral.
Una silueta dio un paso dentro de la habitación.
Georgie bajó la 357, el corazón le latía un poco más rápido.
El intruso ya estaba dentro.
Georgie sonrió y amartilló mientras colocaba el cañón del arma contra la cabeza del intruso.
—Si te mueves, te hago saltar la tapa de los sesos —dijo en un susurro.