El ataque fue torpe.
Doyle esquivó la carga del borracho casi sin esfuerzo y aproximó la mano a uno de los tacos de la mesa de billar. Cuando el hombre se levantó, Doyle asió con fuerza la larga pieza de madera y la descargó con gran brutalidad sobre él.
El golpe lo sorprendió en la cara mientras se incorporaba. La gruesa punta del taco le rompió dos incisivos al darle de lleno en la boca. El esmalte se deshizo por el impacto, un diente se salió de la encía y se incrusto ni el labio superior. La sangre manó de la horrible herida y el hombre cayó de rodillas, se llevó ambas manos a la cavidad sangrante y se quejó de dolor mientras los demás acudían en su ayuda.
Doyle pensó volver a golpearle con el taco en la coronilla, pero finalmente lo arrojó a un costado, los ojos fijos en los otros dos hombres que habían estado en la barra con su rival antes de que comenzara la pelea. Uno de ellos dio un paso hacia Doyle, pero éste sacudió la cabeza mientras se llevaba la mano al bolsillo de la chaqueta.
El hombre no sabía que en el bolsillo no había nada y retrocedió.
Los gritos llenaban el bar. De indignación. De cólera.
—¡Fuera de aquí! —gritó el barman, saliendo de detrás de la barra y caminando con soltura hacia Doyle—. ¡Vamos, fuera de mi bar!
El antiterrorista tenía toda la intención de hacerlo; hasta aguantó un empujón desganado de uno de los colegas del herido. Luego, repentinamente, se encontró en la calle, rodeado de una batahola, mientras detrás de él se cerraban las puertas principales del bar. De inmediato se echó a caminar, las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, el paso igual y sin prisa.
Sonrió al recordar la visión del rostro del borracho después de haberlo golpeado con el taco. Había estado bien, y tanto más divertido para Doyle cuanto que lo había hecho defendiendo una organización contra la que se había pasado una gran parte de la vida peleando. Conservaba aún la sonrisa irónica en su rostro mientras caminaba.
Se paseó por calles adosadas en larga fila sin solución de continuidad, cada una de las cuales parecía haber sido depositada desde el final de una enorme cinta transportadora. Tenían una uniformidad deprimente; las únicas concesiones al individualismo era el color diferente en las cortinas o en las puertas del frente.
Del otro lado de la calle había un local comercial, un pequeño almacén. Sus ventanas estaban muy bien cerradas con tablas. Sobre las protecciones metálicas se leían eslóganes escritos con spray:
LIBERTAD PARA IRLANDA
FUERA BRITÁNICOS
DIOS BENDIGA LA CAUSA
Allí cerca, un grupo de niños pateaba una pelota, que hacían rebotar en un coche aparcado. De pronto, la pelota salió rodando en dirección a Doyle. Éste la cogió hábilmente con un pie, la lanzó al aire hacia arriba y comenzó a darle alternadamente con uno y otro pie, luego con una y otra rodilla y, finalmente, la mantuvo en equilibrio sobre la cabeza, mientras los muchachos miraban. Por último, la levantó, la cogió de volea y la estrelló contra un poste de alumbrado.
—¡Chulo cabrón! —dijo uno de los niños cuando Doyle pasó.
Doyle sonrió ampliamente y se marchó.
Dos mujeres que se hallaban en la puerta de una casa lo miraron de reojo, tal vez al no reconocer el rostro, y se preguntaron quién sería aquel recién llegado a su comunidad. En los barrios de Belfast la vida era muy cerrada: todo el mundo sabía vida y milagros de los demás. No había secretos. Era como si todo el país formara parte de una gigantesca conspiración.
Se detuvo para encender un cigarrillo y arrojó el fósforo usado a la cuneta.
Cuando volvió a Whiterock Road se dio cuenta de que lo seguían.
Lo había sospechado cuando se paró a jugar con la pelota de fútbol de los niños, pero sólo había echado una breve mirada de reojo al individuo. Para alguien menos entrenado, probablemente le habría pasado inadvertido, como se pretendía, pero para alguien de la profesión de Doyle, era como si el perseguidor fuera un hombre-sandwich que proclamara tal hecho por delante y por detrás.
¿Un amigo del herido, tal vez?
Pero también podía ser un policía de paisano que sospechara ante aquella tan abierta defensa de los disidentes del IRA.
Mientras Doyle caminaba, desfiló por su cabeza una cantidad de posibilidades.
Cruzó la calle y miró hacia atrás, supuestamente para controlar el tráfico.
Allí estaba todavía su perseguidor.
Más cerca, si acaso.
Doyle llegó a la acera de enfrente y aminoró el paso. Maldición; se veía que estaba dispuesto a seguirle a sol y a sombra. Puso una rodilla en tierra y simuló acomodarse las botas, comprobando lo fácil que sería sacar la 38 de su pistolera en caso de necesidad.
Oyó detrás de él pasos cada vez más rápidos.
Había una media docena de personas en la calle, pero a Doyle no le importaba. Si tenía que hacerlo, usaría la pistola.
Los pasos se acercaban más y más.
—¡Eh! —llamó la voz.
Doyle se incorporó. Su perseguidor se hallaba a menos de tres metros detrás de él.
—¡Eh, tú! —volvió a llamar la voz, esta vez mucho más cerca.
Doyle se volvió, pues no quería que lo cogieran desprevenido.
El hombre que se le acercaba apenas pasaba de los veinte años y era algo más bajo que Doyle.
Sonreía.
—He visto lo que pasó en el bar, allá —dijo Billy Dolan.
—¿Y qué? —dijo Doyle en tono de desafío.
—Sólo quería decirte que si vuelves a ir por allí, te invitaré a una copa.
La expresión del rostro de Doyle no experimentó cambio alguno.
—¿Por qué? —preguntó.
—He oído lo que aquel cabrón bocazas decía del IRA hasta que tú lo pusiste en su sitio. Quería agradecerte, la Causa no tiene ahora mismo muchos amigos. Uno más nunca hace daño —volvió a sonreír con la misma sonrisa amplia y contagiosa.
—Gracias —dijo Doyle—. Te aceptaré esa copa —y dejó la frase en suspenso, al darse cuenta de que no sabía el nombre de aquel individuo.
—Billy.
Doyle tendió una mano, que Dolan estrechó calurosamente.
—¡Qué suerte haberte encontrado, Billy! —dijo, observando de cerca la cara de aquel individuo, grabando en la memoria cada detalle, cada arruga y cada marca, cada matiz de expresión—. Mi nombre es Sean.
—¡Te hubiera invitado a una copa ahora mismo, pero he de marcharme! —explicó Dolan—. No obstante, como ya dije, si vuelves alguna vez por allí, el ofrecimiento se mantiene en pie —dicho lo cual se volvió y cruzó nuevamente la calle al tiempo que levantaba una mano en gesto de despedida.
Doyle lo miró marcharse y luego se observó brevemente la mano derecha, como si aún pudiera sentir la fuerza del apretón de aquel hombre.
—Bien, Billy —dijo, suavemente, ya sin acento irlandés—. Tal vez te deje que me invites a tomar una copa, después de todo.
Luego, sonriendo, se volvió y se encaminó a la parada del autobús, al fondo de la calle.