STRABANE, COUNTY TYRONE, IRLANDA DEL NORTE:
—¡Es una cagada espantosa!
Joseph Hagen escupió las palabras como si fueran veneno, consciente de que en él convergían todas las miradas de la habitación, pero recreándose con ese conocimiento.
—Esos cabrones han hecho retroceder veinte años el nombre del IRA —continuó—. Y después de todo lo que hemos hecho. De todos los sacrificios. De todos los compromisos. Hay que hacer algo, y pronto.
Hubo un balbuceo de asentimiento entre los otros hombres presentes en la habitación.
Era un cuarto pequeño sobre un bar llamado The Mean Fiddler. El bar estaba a unos treinta kilómetros de la frontera con Donegal. Los hombres que se hallaban allí en ese momento lo habían empleado infinidad de veces, y lo mismo habían hecho antes sus padres y sus abuelos. Era perfecto por su situación. Por lo que cualquiera podía recordar, allí se habían planeado desde siempre las tareas. Ante cualquier señal de policía o cualquier interferencia del ejército, en veinte minutos podían cruzar la frontera y entrar en la República.
Pero en ese momento los miembros del alto comando del IRA se habían reunido por una razón muy diferente. El blanco no era un puesto del RUC ni una patrulla fronteriza del ejército.
Estaba, en todos los sentidos, mucho más cerca de casa.
Joe Hagen bebió un trago muy largo del vaso de Jameson y sacudió la cabeza. Se miró las manos, realmente grandes.
—Estoy de acuerdo con Joe —dijo otro hombre, más pequeño, de rasgos enjutos y barba incipiente—. Todos sabemos a quién hay que acusar de lo que está ocurriendo. Cuanto más tiempo dejemos el problema sin atacar, peor será.
Otro balbuceo de asentimiento.
—Jerry, toma una decisión ahora. No ha de ser tan difícil, especialmente para ti —dijo Eamon Rice—. ¡Por Dios, tú estuviste en Stormont, podías haber muerto con los otros! Todos sabemos lo que hay que hacer.
Las palabras se dirigían al hombre que se hallaba sentado en un rincón de la habitación, cabizbajo, con el cuello de la chaqueta muy levantado, de modo que tenía el aspecto de un búho. Cuando miró en torno a la habitación vio expectativa en los rostros de sus camaradas.
Gerard Coogan entrecruzó las manos sobre la mesa que tenía delante y levantó los pulgares unidos. La mención de Stormont le trajo otra vez a la mente aquellas imágenes semejantes a fotos olvidadas cuyo recuerdo es reavivado por algún álbum no buscado. Los pistoleros. Los cuerpos. La sangre. Coogan ya había visto todo eso antes, pero nunca había estado en el extremo receptor. Tenía treinta y cinco años, pelo oscuro, rostro cetrino. Lo más asombroso en él eran los ojos, de un azul tan vivaz que brillaban como si se iluminaran desde dentro del cerebro. Desplazó la mirada hacia los hombres de la habitación, aquellos ojos que tenían el movimiento de reflectores de zafiro.
—Tenéis razón —dijo por fin, con voz profunda y retumbante—. Yo sé lo que hay que hacer, pero no por eso las cosas son más fáciles. Pues, hasta donde alcanza mi memoria, el gobierno británico ha sido nuestro enemigo. Son sus soldados quienes patrullan nuestras calles, son sus políticas las que gobiernan los seis condados. Pero ahora todo ha cambiado. El enemigo ya no usa el uniforme caqui. Ya no tenemos líos con los británicos, ni con esos cabrones de protestantes. Por lo que sé, ya hay agentes británicos en Irlanda. Me tiene sin cuidado. Éste es nuestro problema y tenemos que solucionarlo a nuestra manera —se aclaró la garganta, cubriéndose la tos con el dorso de una mano—. Sabemos que Maguire y sus hombres fueron los que realizaron la matanza de Stormont. Sabemos que fueron ellos los que mataron a Pithers y a su esposa. Lo que no sabemos es por qué —acentuó los dos últimas palabras y miró en general a los asistentes—. Necesitamos saber quién les pagó. Joe tiene razón; lo que han hecho, lo que podrían hacer, ha hecho y hará mucho daño a la imagen del IRA. Por eso necesitamos cogerlos. Nosotros. Cogerlos y destruirlos —dijo, y sonrió levemente—. Ya no pelearemos contra los británicos. Pelearemos contra nosotros mismos.
—¿Quién crees tú que estaba detrás, Jerry? —preguntó Rice.
—Probablemente los malditos protestantes —dijo secamente Hagen.
—¿Por qué habrían de ser ellos? —desafió Coogan—. Ellos querían la paz más que muchos otros —prosiguió, y sacudió la cabeza—. No tengo indicios. Realmente no los tengo. Pero es claro que quienquiera que lo haya hecho sabía lo que hacía. Nos encontramos nuevamente en la situación de no poder confiar unos en otros. Si no hacemos algo pronto, se interrumpirán las negociaciones y estaremos de nuevo en el punto inicial.
—Tal vez esto no estaría mal —comentó Hagen con voz grave.
—No seas capullo, Joe —dijo Coogan con disgusto—. No podemos mantener indefinidamente esta guerra con los británicos y, además, nuestras exigencias han sido satisfechas. Hemos peleado demasiado tiempo para llegar a donde estamos ahora. Y no sólo nosotros, sino nuestros padres y nuestros abuelos. Hemos ganado.
Miró fríamente a Hagen, a quien inmovilizó con toda la ferocidad de su mirada y agregó:
—Si cogemos a Maguire, todos los sufrimientos de tantos años habrán valido la pena. Pero tenemos que cogerlo pronto.
—¿Cuántos hombres tenía consigo? —preguntó Rice.
—Cuatro o cinco —dijo Hagen—. Tenemos sus nombres.
Coogan asintió y Hagen los enunció como si pasara lista.
—Billy Dolan, Damien Flynn, Paul MacConnell y Michael Black. Y el propio Maguire, naturalmente. Puede que haya un par más, pero lo dudo —dicho lo cual, Hagen apuró el líquido que quedaba en el vaso.
—Como ya dije, es probable que los británicos también tengan a alguien detrás de ellos —dijo Coogan—. Pero es importante que los cojamos nosotros antes.
La mirada de Coogan voló hacia el hombre que se hallaba en el rincón más alejado del cuarto. Hasta ese momento no había dicho nada, limitándose a escuchar con rostro impasible. Sus rasgos parecían tallados en granito. Miró a Coogan desde detrás de unos párpados grandes y pesados. Las arrugas de la frente parecían hechas por alguien que hubiera pasado un tenedor por la carne. Y también se veían profundas arrugas en torno a los extremos de los ojos. Parecía tener más de los veintisiete años que realmente tenía.
—Los cogeremos —dijo tranquilamente Simon Peters—. Voy a poner hombres que los vigilen desde ahora mismo; sus casas, dónde se los vio por última vez. Los cogeremos.
—Y a quien les haya pagado —le recordó Coogan.
Peters asintió.
—¿Qué pasa con los británicos? —dijo—. Tú crees que han puesto gente detrás de Maguire. ¿Y si se ponen en el camino?
Por un momento, Coogan se frotó pensativamente la barbilla. Después, respondió:
—Matadlos también —dijo rotundamente.